Había casas como ésa por todas partes, claro, comunes entre aquellos que se habían esforzado por llegar al extremo inferior de la clase media -justo hasta el extremo, por los pelos, aferrándose desesperadamente-, pero estaban al borde de la ruina en todo momento, la casa escabulléndoseles, pero no hacia la pobreza pintoresca que les gustaba fotografiar a los turistas, sino hacia algo sombrío de veras: la modernidad en su manifestación más humilde, flamante un día, ruinosa al siguiente.
La vivienda no casaba en absoluto con la manera de hablar de Gyan, su inglés, su apariencia, su ropa, su educación. Absolutamente todo lo que tenía su familia lo estaban invirtiendo en él, y era necesario que vivieran así diez de ellos para producir un muchacho peinado, educado, su mejor apuesta en el ancho mundo. Los matrimonios de las hermanas, los estudios de los hermanos menores, los dientes de la abuela: todo en espera, silenciado, hasta que él se fuera, se esforzara, les enviara algo.
Sai sintió vergüenza ajena. Cómo debía haber esperado Gyan que su silencio se interpretara como dignidad. Claro que la había mantenido a distancia. Claro que nunca había mencionado a su padre. ¿Cómo podría haber revelado los dilemas y presiones que debían de existir en esa casa? En ese instante sintió aversión por sí misma. ¿Cómo podía haberse visto involucrada en semejante empresa sin su propio conocimiento o consentimiento?
No sabía a ciencia cierta qué hacer, y se quedó mirando las gallinas.
Gallinas, gallinas, gallinas compradas para aumentar unos ingresos ínfimos. Las aves nunca se le habían revelado con tanta claridad: una pandilla grotesca, una representación de la violación y la violencia, gallinas golpeadas y picoteadas mientras cacareaban y aleteaban, intentando huir del gallo violador.
Transcurrieron varios minutos. ¿Debía marcharse, debía quedarse?
La puerta se abrió un poco más y una niña de unos diez años salió de la casa con una cazuela para fregarla con fango y grava en el grifo de fuera.
– ¿Vive aquí Gyan? -preguntó Sai, sin poder evitarlo.
El recelo ensombreció el rostro de la chica. Era una desconfianza ya asimilada respecto a que si preguntaban por alguien de su familia no sería para nada bueno, una expresión curiosa en una niña.
– Es mi tutor de matemáticas -aclaró Sai.
Todavía con aire de que alguien como Sai sólo podía suponer problemas, dejó la cazuela y volvió a entrar en la casa mientras el gallo se abalanzaba a picotear el grano pegado en el fondo, metiéndose dentro del recipiente, lo que dio a las gallinas un respiro.
En ese momento salió Gyan y ella alcanzó a ver su expresión de desagrado antes de que tuviera oportunidad de disimularla: se sentía ultrajado. ¡Cómo se permitía buscarlo para darse la satisfacción de la piedad! Gyan se había sentido culpable por su prolongado silencio, se estaba planteando volver a verla, pero ahora sabía que estaba en lo cierto. El gallo salió de la cazuela y empezó a pavonearse. Era lo único imponente por allí, con su cresta, sus espolones, dándose aires igual que un colono.
– ¿Qué quieres?
Sai vio que los pensamientos de Gyan demudaban sus ojos y su boca, recordó que la había abandonado, no al revés, y se sintió amargamente enfurecida.
Sucio hipócrita.
Fingía una cosa y regía su vida por la contraria. Nada más que mentiras de principio a fin.
Algo más allá había un retrete exterior, hecho con cuatro varas de bambú y arpillera desgastada, asomado a un alarmante barranco.
Igual había tenido la esperanza de engatusarla para acceder a Cho Oyu; quizá toda su familia podría mudarse allí, si jugaba bien sus cartas, y usar los espaciosos cuartos de baño, cada uno de ellos tan grande como toda su vivienda. Tal vez Cho Oyu se estuviera desmoronando, pero había sido majestuosa; tema su pasado, cuando no su futuro, y eso podía ser suficiente: un verja de entrada de hierro forjado negro, el nombre labrado en imponentes columnas de piedra con bolas de cañón cubiertas de musgo como en la serie de la BBC Nacida en el señorío.
La hermana los miraba con curiosidad.
– ¿Qué quieres? -repitió la voz refrigerada de Gyan.
Pensar que ella había ido para llamarlo momo, cordero calentito envuelto en una crujiente masa con hoyuelos, que había ido para encaramarse a su regazo, preguntarle por qué no la había perdonado como antes tras la pelea sobre la Navidad, pero ahora no iba a darle la satisfacción de reconocer la menor vulnerabilidad.
En vez de eso dijo que estaba allí por el padre Booty.
El ultraje ante la injusticia infligida a su amigo volvió a sobrevenirle de repente. El querido padre Booty, que había sido obligado a subir a un jeep camino del aeropuerto de Siliguri, después de haberlo perdido todo salvo sus recuerdos: aquella vez que dio una conferencia acerca de cómo las vaquerías podían dar lugar a una minieconomía al estilo suizo en Kalimpong y todos se pusieron en pie para aplaudirlo; su poema sobre una vaca en el Illustrated Weekly; y las veladas de «No hay nada tan dulce, queridos amigos…» en la galería del tío Potty, cuando la música terminaba en una prolongada nota de miel y la luna llena se elevaba majestuosa, un prodigio alquímico de queso iluminado. ¡Qué deprisa giraba la Tierra! Todo había terminado.
Cómo iba a vivir, se desesperaba, allí donde lo convertirían de un plumazo en un anciano mantenido por el estado y empaquetado en una caja bien limpia junto con otras personas de edad avanzada que supuestamente lo tenían todo en común con él…
Había dejado a su amigo el tío Potty de luto, bebiendo, mientras el mundo se disgregaba en olas a su alrededor; la silla por un lado, la mesa y la estufa por otro; la cocina entera meciéndose de aquí para allá.
– ¿Eres consciente de lo que estáis haciendo? -acusó a Gyan.
– ¿Qué estoy haciendo yo? ¿Qué tengo que ver con el padre Booty?
– Todo.
– Bueno, si es lo que hace falta, que así sea. ¿Es que los nepalíes deberían aguantarse miserablemente otros doscientos años a fin de que la policía no tenga una excusa para expulsar al padre Booty? -Cruzó la verja y la alejó de su casa.
– Sí -dijo Sai-. Tú, para empezar, estás más de sobra que el padre Booty. Te crees maravilloso, vale. Pues ¿sabes qué?: ¡no lo eres! Él ha hecho más de lo que tú nunca harás por la gente de estas laderas.
Gyan se puso furioso.
– De hecho, es una suerte que lo expulsaran -dijo-. ¿Qué pintan los suizos aquí? ¿Cuántos miles de años llevamos produciendo nuestra propia leche?
– Entonces ¿por qué no lo haces tú? ¿Por qué no produces queso?
– Vivimos en la India, muchas gracias. No queremos queso, y lo último que necesitamos son puros de chocolate.
– Ah, ya estamos con la misma cantinela. -Sintió ganas de arañarle. Le habría gustado arrancarle los ojos y cubrirlo de moretones a patadas. El gusto de la sangre, salada, oscura: podía anticipar su sabor-. La civilización es importante -aseguró.
– Eso no es civilización, boba. Escuelas y hospitales, eso sí.
«Boba»… ¡cómo se atrevía!
– Pero hay que establecer ciertas pautas, o si no todo acabará desplomándose al mismo nivel que tú y tu familia. -Se quedó pasmada de sus propias palabras, pero en ese momento estaba dispuesta a dar crédito a cualquier cosa que estuviera en el bando opuesto al de Gyan.
– Ya veo, el lujo suizo marca la pauta, el chocolate y los relojes marcan la pauta… Sí, acalla tu conciencia, estúpida chiquilla, y confía en que nadie queme tu casa por la sencilla razón de que eres una boba.
La llamaba «boba» otra vez…