La hermana intentaba escuchar pero Gyan la había cogido por las coletas y tiraba de ella hacia la casa. Sai lo había traicionado, lo había llevado a traicionar a otros, su propia gente, su familia. Lo había seducido, se había presentado a hurtadillas, lo había espiado, había provocado su mal comportamiento. Ojalá llegara pronto el día en que su madre le enseñaría la fotografía de la muchacha con la que debería casarse, una chica encantadora, esperaba, con las mejillas como dos manzanas Simia, que no permitiría que su mente hollara desagües y zonas grises. Él adoraría a esa chica milagrosa.
Sai no era milagrosa; era una persona poco estimulante, un reflejo de todas las contradicciones que la rodeaban, un espejo que le mostraba una imagen de sí mismo demasiado clara para que le resultara cómoda.
Sai empezó a seguir al hermano y la hermana pero de pronto se detuvo. La vergüenza la alcanzó. ¿Qué había hecho? Se iban a burlar de ella, una chica desesperada que había caminado hasta allí para encontrarse con que su amor no era correspondido. Gyan recibiría palmadas en la espalda y se le felicitaría por su conquista. Ella sería humillada. Él había acertado con la treta ancestral que lo convertía de nuevo en un héroe: «El varón deseado»… Cuanto más la insultara sin volverse -«Vaya, esa loca me está siguiendo»-, más lo felicitarían los hombres, más se reafirmaría su estatus en la Cantina de Thapa, más convertirían a Sai a sus espaldas en una lunática, más se hincharía Gyan de orgullo… Sintió que su dignidad se alejaba de ella, y la contempló desde lejos mientras Gyan y su hermana continuaban sendero abajo. Al entrar los dos en su casa, también aquélla se desvaneció.
Regresó a casa muy despacio, asqueada, asqueada. La neblina era cada vez más densa a medida que el humo se sumaba al atardecer y el vapor. El aroma a patatas salía de las cocinas de casas busti a lo largo de todo el camino, un aroma que sin duda llevaba connotaciones de consuelo para almas del mundo entero, pero que a ella no podía consolarla. No sentía ni rastro de la compasión que había experimentado antes, mientras contemplaba aquel paisaje; hasta los campesinos podían acceder al amor y la felicidad, pero ella no, ella no…
Cuando llegó a casa, vio a dos personas en la galería hablando con el cocinero y el juez.
Una mujer suplicaba:
– ¿A quién puede recurrir uno cuando es pobre? La gente como nosotros está condenada a sufrir. Salen todos los goondas y la policía está conchabada con ellos.
– ¿Quién es usted?
Era la esposa, que rogaba clemencia, del borracho al que la policía había detenido e interrogado acerca del robo de armas y con el que habían ensayado sus nuevos métodos de tortura. Ellos, en Cho Oyu, se habían olvidado de aquel hombre, pero su esposa había rastreado la relación y había acudido con su suegro para ver al juez, tras caminar media jornada desde un pueblo al otro lado del río Relli.
– ¿Qué vamos a hacer? -imploró-. Ni siquiera somos nepalíes, somos lepchas… Mi marido era inocente y la policía lo ha dejado ciego. No sabía nada de usted, estaba en el mercado como siempre, lo sabe todo el mundo -sollozó, y miró al suegro en busca de ayuda.
¿De qué sirve que una mujer proteste y llore?
Pero su suegro estaba muy asustado. No decía nada y se limitaba a estar allí plantado; su expresión era indiscernible de sus arrugas. Su hijo, cuando no estaba bebido, había trabajado en la reconstrucción de las carreteras del distrito, cargaba piedras del lecho del Teesta en los camiones de los contratistas y luego las descargaba en las obras, despejaba corrimientos de tierra que se desmoronaban una y otra vez al compás del mismo descenso eterno del río. La esposa de su hijo también trabajaba en las autopistas, pero ahora que el FLNG había cerrado todas las comunicaciones los trabajos se habían interrumpido.
– ¿Por qué acuden a mí? Vayan a la policía. Ellos son los que detuvieron a su marido, no yo. No es culpa mía -respondió el juez, elocuente de tan alarmado-. Más vale que se vayan de aquí.
– No puede enviar a esta mujer a la policía -señaló el cocinero-, es probable que abusen de ella.
La mujer ya tenía aspecto de haber sido violada y golpeada. Su ropa estaba sucia y sus dientes parecían una hilera de granos de maíz podridos, unos caídos, otros ennegrecidos, e iba muy encorvada de tanto cargar piedras: un espectáculo bastante común, esa clase de mujer en las colinas. Algunos extranjeros habían llegado a fotografiarlas como prueba del horror…
«¡George…! ¡George!», le había dicho una mujer conmocionada a su marido, que llevaba la cámara. Y él se había asomado por la ventanilla del coche. ¡Clic! «¡Ya la tengo, cariño!»
– Ayúdenos -suplicó la mujer.
De pronto el juez pareció recordar quién era, se puso tieso y no respondió. Tornó su semblante en una máscara, sin mirar a izquierda ni a derecha, y volvió a centrarse en su partida de ajedrez.
En esta vida, se dijo una vez más, había que dejar los pensamientos en suspenso si uno quería permanecer incólume, o la culpa y la pena te lo arrebataban todo, incluso a ti mismo de ti mismo. Lo avergonzaba la atención que estaba suscitando de nuevo su humillación, el poner la mesa con el mantel, las risas, el robo de aquellos rifles que nunca habían contribuido a la representación de un ballet mortal en cámara rápida durante la temporada de caza del pato.
Ahora, como era de esperar, el desbarajuste había cobrado fuerza.
Por eso se había jubilado. La India era muy enrevesada para la justicia; sólo desembocaba en humillación para la persona en un puesto de autoridad. Había cumplido con su deber en tanto que deber de cualquier ciudadano de dar parte de cualquier problema a la policía, y ya no era responsabilidad suya. Si se cedía un poco con esa gente, uno podía encontrarse manteniendo a la familia entera por siempre jamás, una familia que se multiplicaba constantemente, sin duda, porque quizá no tuvieran comida, quizá el marido se quedara ciego y tuviera las piernas rotas, y quizá la mujer estuviera anémica y encorvada, pero aún paría una criatura cada nueve meses. Si permitías que esa gente consiguiera un centímetro, se llevarían todo lo que tenías -las familias bien unidas, de un lado, por la culpa, y del otro, por una codicia y capacidad de dependencia interminables-. Y si te sabían susceptible, todo el mundo te tendía su culpa para aumentar la tuya: culpa antigua, culpa nueva, absolutamente cualquier culpa transmitida.
El cocinero miró al hombre y la mujer y lanzó un suspiro.
Miraron a Sai.
– Didi… -dijo la mujer, sus ojos demasiado devastados para mirarlos directamente.
Sai desvió la vista y se dijo que no le importaba.
No estaba de humor para mostrarse amable. Si los dioses la hubieran favorecido, tal vez, pero ahora no. Les demostraría que si la sometían a aquello, ella desencadenaría el mal sobre la tierra a su propia imagen, una alumna perfectamente diabólica de los diabólicos dioses…
Tardaron en marcharse. Salieron y se sentaron al otro lado de la verja, lo que obligó al cocinero a sacarlos como si fueran ganado, y luego, durante un largo rato, se acuclillaron y no se movieron, sin asomo de emoción, con la mirada fija, como vacíos de toda esperanza e iniciativa.
Contemplaron al juez cuando sacaba a pasear a Canija y le daba de comer. Lo enfureció y avergonzó que estuvieran mirándolo. ¡Por qué no se IBAN!
– Diles que se vayan o llamaremos a la policía -ordenó al cocinero.
– Jao, jao -dijo el cocinero a través de la verja-, jao, jao.
Pero no hicieron más que retirarse colina arriba, detrás de los arbustos, y volvieron a aposentarse con el mismo semblante vacío.