Tuvo mucho tiempo para pensar, y mientras transcurrían las horas se sacó la roña del ombligo y la cera de los oídos con un lápiz de mina con la punta roma, encendió la radio y puso a prueba la limpieza de los conductos auditivos ladeando la cabeza a derecha e izquierda: «Chaandni raate, pyaar ki baate…» Después, triste es decirlo, se sacó unos mocos de la nariz y se los dio a una enorme araña atigrada que pendía en su tela entre la mesa y la pared. El bicho se abalanzó, incrédulo ante tamaña suerte, y empezó a comer lentamente. Gyan se tumbó boca arriba e hizo lánguidos ejercicios de pedaleo con las piernas.
En el mundo existían placeres diminutos que, sin embargo, producían una sensación de espacio todo en derredor.
Pero entonces, la culpa regresó con fuerza: ¿cómo podía haber revelado lo de las armas a los muchachos? ¿Cómo? ¿Cómo había puesto a Sai en semejante peligro? Se le puso piel de gallina y empezó a notar una comezón. Ya no podía seguir tumbado en la cama. Se levantó y empezó a pasearse arriba y abajo. ¿Podría volver a ser feliz e inocente después de lo que había hecho?
De manera que, mientras Sai yacía martirizada en su cuarto y Gyan empezaba a sopesar la dicha de asumir una vida sencilla y luego se asqueaba del daño que había infligido a otros, se perdieron la importante marcha de protesta, un momento decisivo del conflicto, cuando el tratado indonepalí de 1950 iba a ser quemado y el pasado arrojado a las llamas y destruido.
– Alguien tendrá que ir… -le dijo el cocinero al juez después de que los muchachos hubieran pasado para exigirles su asistencia a la manifestación.
– Bueno, pues más vale que vayas tú -respondió el juez.
43
27 de julio de 1986
Por la noche llovió y el cocinero rezó para no verse obligado a ir, pero por la mañana había escampado y apareció un poquito de azul, pero con un aspecto tan falso y pueril tras los tonos sombríos del monzón que se quedó en la cama tanto como pudo, con la esperanza de que se encapotara. Luego, cuando ya no pudo postergarlo más, se levantó, se calzó las zapatillas y salió al retrete.
Se encontró con su amigo el vigilante de MetalBox y caminaron juntos hasta el estadio de Mela, al que accedieron por la entrada coronada con una estatua de Gandhi en conmemoración de la independencia india. Debajo, se leía en hindi: «Unidad Amor Servicio.» Estaban llegando varios miles de personas, no sólo de Kalimpong, sino de los pueblos y ciudades de alrededor, de Mirik, Pasumbang, el valle de Soureni, Aloobari, el valle de Labong, Kurseong y Peshok, la carretera de Mungpootista y otros lugares. Una vez reunidos todos, marcharían hasta la comisaría, donde se prendería fuego a los documentos.
– La capacidad de organización del FLNG es buena -comentó el cocinero; no podía por menos de apreciarlo, pues semejante orden era cosa extraña en Kalimpong.
Permanecieron allí de pie mientras transcurrían las horas. Al cabo, cuando el sol les calentaba la cabeza y no proyectaba ninguna sombra, un hombre hizo sonar un silbato y dio instrucciones de avanzar.
Blandiendo cuchillos kukris, los filos curvos bien alto, relucientes al sol, los hombres gritaban: «Jai gorkha. ¡Jai Gorkhaland! ¡Gorkhaland para los gorkhas!»
– Seguro que esto termina en cuestión de una hora -comentó esperanzado el vigilante de MetalBox.
Todo iba según lo previsto y ya pensaban en el almuerzo, porque tenían hambre; pero de pronto, cuando llegaban al cruce, ocurrió un incidente inesperado: una lluvia de piedras y pedruscos salió desde detrás de correos, el edificio donde el cocinero solía aguardar las cartas de Biju y que, como comprobó con tristeza, estaba cerrado y protegido con rejas.
Las piedras golpearon los tejados, BAM BAM BAM BAM; luego llegaron por el aire con más impulso, rebotaron e hirieron a algunas personas, que retrocedieron tambaleándose.
Magulladuras. Sangre.
Nunca se descubriría quiénes eran los responsables, de dónde había surgido aquel siniestro plan…
De aquellos pagados por la policía, aseguraron los manifestantes, para incitar a los manifestantes a que respondieran al agravio devolviendo las pedradas y de esa manera la policía tuviera un pretexto para intervenir.
Nada de eso, dijo la policía. Los alborotadores, aseguraron, habrían traído las piedras para arrojárselas a los representantes de la ley.
Sea como fuere, todas las partes coincidieron en que, enfurecidos por el ataque, el gentío empezó a lanzar las piedras contra los jawans pertrechados con escudos y porras antidisturbios. Los proyectiles alcanzaron el tejado de la comisaría y destrozaron las ventanas.
Los policías recogieron las piedras y las lanzaron de vuelta. ¿Quiénes eran ellos para mostrarse espiritualmente superiores a la muchedumbre?
Y entonces, BAM BABAM, el aire se llenó de piedras y botellas y trozos de ladrillo y gritos. El gentío empezó a recoger pedruscos y asaltó un solar en construcción para pertrecharse; la policía cargó contra la muchedumbre; las piedras impactaban y todo el mundo era alcanzado; saltaron unos sobre otros, se aporrearon con palos, se golpearon con piedras, lanzaron mandobles con los machetes: una mano, una cara, una nariz, una oreja…
Se propagó el rumor de que entre los manifestantes había hombres con armas… Quizá era cierto. Quizá no.
Pero cuanto más firmes se mostraban los manifestantes y más plantaban cara y se negaban a dispersarse, mayor certeza tenía la policía de que estaban armados. Un desafío semejante no podía darse a menos que contaran con armas. Eso sospecharon.
Al cabo, la policía no pudo soportar más el suspense de su sospecha, y abrieron fuego.
Los manifestantes de la primera línea se dispersaron, echando a correr a derecha e izquierda…
Los que iban detrás, que en ese momento estaban más allá del cine Kanchan, empujados por quienes estaban aún más atrás, fueron abatidos.
En un borrón a cámara rápida, trece muchachos del pueblo cayeron muertos.
Así era como avanzaba la historia, el lento desarrollo, la apresurada quema, los saltos tanto atrás como adelante, engullendo a los jóvenes en un odio antiguo. El espacio entre la vida y la muerte, al cabo, demasiado pequeño para medirlo.
En ese momento, algunos de los que huían se volvieron para lanzarse contra la policía clamando venganza. Les arrebataron las armas y los agentes, al verse repentina y drásticamente superados en número, empezaron a suplicar y gimotear. Un jawan murió acuchillado, a otro le cortaron los brazos, un tercero recibió una puñalada, y clavaron cabezas de policía en lo alto de postes delante de la comisaría, enfrente del banco bajo el ciruelo donde la gente de la ciudad descansaba en tiempos más pacíficos y el cocinero leía de vez en cuando sus cartas. Un cadáver decapitado pasó fugazmente calle abajo, la sangre manando a borbotones por el cuello, y todos vieron la verdad acerca de las criaturas vivas: que tras la muerte, en una humillación final, el cuerpo se defeca encima.