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La policía retrocedió marcha atrás como en una película rebobinada, pero se encontraron con que otros agentes llegados antes habían cerrado la puerta de la comisaría y yacían aterrados en el suelo; no estaban dispuestos a dejar entrar a sus camaradas, aunque golpearan y suplicaran. Así pues, perseguidos por la muchedumbre, los policías a quienes sus propios compañeros habían negado refugio, entraron por la fuerza en domicilios privados.

Lola y Noni, que habían dado cobijo de nuevo a los muchachos del FLNG la noche anterior, se encontraron con tres policías que aporreaban la puerta de Mon Ami. Irrumpieron en la sala y se sentaron sin dejar de gemir, mientras las señoras echaban las cortinas a su alrededor.

– Qué patético -les dijo Lola-. ¡¿Ustedes son la policía?! -Porque ahora ellos estaban a su merced y ella a merced de ellos-. ¡No nos han ayudado en todo este tiempo ¿y ahora necesitan nuestra ayuda?!

– Ma -la llamaron-, ma, por favor, no nos eche, haremos lo que quiera por usted. Como si fuéramos hijos suyos.

– ¡Ja! ¡Ahora me llamáis ma! Qué bonito. Qué gracia. No os comportabais así la semana pasada.

En el bazar seguían los disturbios. Tiraron jeeps al barranco, y al quemar autobuses, la luz de las llamas proyectó reflejos estridentes contra la bruma vespertina que empezaba a asentarse, y el fuego se propagó hasta las junglas de bambú. El aire en el interior de los tallos huecos se expandió, haciéndolos reventar y arder con el sonido de disparos renovados, amplificados.

Todo el mundo corría, los que participaban a regañadientes, los responsables y la policía apalizada. Se dispersaron por los senderos laterales hacia Bong Busti y Teesta Bazaar. El cocinero corría solo porque había perdido al vigilante de MetalBox, empujado en otra dirección. Corría tan rápido como se lo permitían los pulmones y las piernas, con el corazón palpitando dolorosamente en el pecho, los oídos y la garganta, cada respiración emponzoñada. Se las arregló para alejarse un trecho por el empinado atajo hacia la carretera de Ringkingpong, y allí sintió que las piernas le cedían bajo el peso del cuerpo, a tal punto le temblaban. Se sentó algo más arriba del bazar entre varas de bambú con banderas de oración blancas, las leyendas desvaídas como los colores de una concha arrastrada por el océano. La torre victoriana del Departamento de Investigación Criminal quedaba a su espalda, y también la oscura mole de las mansiones Galingka, Tashiding y Morgan, que databan de los tiempos británicos pero ahora eran casas de huéspedes. Un jardinero estaba en cuclillas en el jardín de la mansión Morgan, que todavía lucía las plantas traídas de Inglaterra por la señora Morgan. Parecía ajeno a lo que estaba ocurriendo; miraba fijamente sin curiosidad ni ambición, sin inquietud, desarrollando una cualidad exenta de cualidades que le permitiera sobrellevar esta vida.

El cocinero veía los fuegos ardiendo y los hombres que se dispersaban. A medida que atravesaban la calima producida por las llamas, daban la impresión de ondularse y henchirse cual espejismos. Por encima de él estaba el Kanchenjunga, sólido, extraordinario, un paisaje que durante siglos había otorgado a los hombres su libertad e insuflado dicha a los corazones humanos obstruidos. Pero el cocinero no podía sentir nada de eso ahora, y tampoco sabía si la vista de la montaña podría ofrecérselo alguna vez. Arañando su corazón como si de una puerta se tratara estaba su pánico, un roedor que no paraba de revolver.

¿Cómo podría nada ser igual? Por el camino del mercado, el rojo de la sangre formaba charcos relucientes mezclados con una mancha amarilla de dal que alguien debía de haber traído con la esperanza de ir de picnic tras el desfile, y había moscas rondando, zapatillas desparejadas, un triste par de gafas rotas, incluso un diente. Era muy parecido a la advertencia del gobierno sobre la seguridad que proyectaban en el cine antes de la película: un hombre iba en bicicleta a trabajar, un hombre pobre pero con una esposa que lo amaba y le había puesto el almuerzo en una tartera; entonces se oía un estruendo de bocinas y un pequeño y desesperado tintineo de bicicleta, y un turbio borrón iba cobrando nitidez hasta convertirse en la imagen muda de una mancha de comida mezclada con sangre. Los colores carentes de armonía, la domesticidad mezclada con la muerte, la certidumbre que se topaba con lo inesperado, el cariño sustituido por la violencia, todo eso siempre hacía que al cocinero le entraran ganas de vomitar y sollozar al mismo tiempo.

Eso hizo, y llorando, continuó a hurtadillas de regreso a Cho Oyu, ocultándose entre los arbustos cuando le adelantaron tanques del ejército que bajaban hacia la ciudad desde el área de acantonamiento. En vez de enemigos extranjeros, en vez de los chinos para los que se habían preparado, contra quienes habían alimentado su odio, debían enfrentarse a sus compatriotas…

Aquel lugar, aquel mercado donde había regateado de buena gana el precio de las patatas e insultado -sí, insultado- al wallah de fruta con dichosa impunidad, y disfrutado de las groserías acerca de frutos podridos que brotaban de sus labios; aquel lugar donde había perdido los estribos con los sastres sordos, el inepto fontanero, el lento pastelero con los canutillos de crema; aquel lugar donde había residido a salvo en el convencimiento de que era un lugar esencialmente civilizado en el que había sitio para todos ellos; aquel lugar donde él había existido en lo que semejaba una encantadora hosquedad, le demostraba ahora que andaba errado. No lo querían en Kalimpong y no era aquél su sitio.

En ese momento le sobrevino el miedo de no ver a su hijo nunca más…

Las cartas que había recibido a lo largo de los años no eran sino su propia esperanza que le escribía. Biju no era más que algo en lo que le gustaba pensar. No existía. ¿Podía existir?

44

Los incidentes terribles se prolongaron a lo largo del invierno y una primavera florida, el verano, luego la lluvia y el invierno de nuevo. Las carreteras estaban cerradas, había toque de queda todas las noches, y Kalimpong estaba atrapada en su propia locura. No se podía abandonar la ladera de las montañas; nadie salía de casa si podía evitarlo, se quedaba encerrado y parapetado.

Ser un nepalí reacio a participar era malo. El vigilante de Metal-Box había sido golpeado, obligado a repetir «Jai gorkha», y arrastrado hasta el templo de Mahakala para hacer un juramento de lealtad a la causa.

No ser nepalí era peor.

Si eras bengalí, gente a la que habías conocido desde siempre te negaba el saludo por la calle.

Ni siquiera los biharis, tibetanos, lepchas y sikkimeses te saludaban. Ellos, los bancos de peces sin importancia de una población minoritaria, los pequeños grupos sin autoridad que podían verse atrapados en cualquier red, querían dejar a los bengalíes en el bando opuesto al suyo en la polémica, los definían como el enemigo.

– Todos estos años -dijo Lola- he estado comprando huevos en esa tienda de Tshering calle abajo, y el otro día me miró a la cara y me dijo que no le quedaba ninguno. «Pero si veo la cesta ahí mismo, ¿cómo puedes decir que no te quedan?», le dije. «Ya están vendidos», me contestó.

»Hola, Pem Pem, exclamé cuando salía, al ver que entraba la hija de mi amiga la señora Thondup. -Apenas unos meses atrás Lola y Noni habían sido agasajadas con refinadas cortesías en su casa que las habían remitido a otra clase de vida en otro lugar, huevos de codorniz con brotes de bambú, gruesas alfombras tibetanas bajo sus pies desnudos-. Pero Pem Pem me dirigió una mirada suplicante y avergonzada y pasó por mi lado a toda prisa. Así pues, de repente estoy en el bando equivocado, ¿no? -añadió Lola-. No hay nadie que no te abandone.

En la cornisa a los pies de Mon Ami, entre la hilera de chozas ilegítimas, las hermanas habían visto un pequeño templo con una bandera roja y dorada, lo que garantizaba que, pasara lo que pasase, por los siglos de los siglos, ninguna autoridad -la policía, el gobierno, nadie- se atrevería a poner en tela de juicio la legitimidad del requisamiento de esas tierras. Los propios dioses habían dado ya su bendición. Estaban surgiendo pequeños santuarios por todo Kalimpong, contiguos a construcciones prohibidas por el municipio: una genialidad por parte de los que ocupaban las tierras. Y los intrusos hacían derivaciones de las líneas de teléfono, las tuberías de agua y las líneas eléctricas en batiburrillos de conexiones clandestinas. Los árboles que habían proveído a Lola y Noni de peras, tantas que echaban pestes («¡Compota de peras con nata, compota de peras con nata todos los días, maldita sea!»), habían sido despojados de la noche a la mañana. La parcela de brócoli había desaparecido, y el área cercana a la verja se estaba utilizando como letrina. Los niños se disponían en hileras para escupir a Lola y Noni a su paso, y cuando un perro de los intrusos mordió a Kesang, su criada, ella se puso a gritar: «¡Mirad, vuestro perro me ha mordido, ahora tengo que ponerme aceite y cúrcuma en la herida para no morir de una infección!»