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Ya en 1955, Kruschev había visitado Cachemira y la había declarado parte de la India por siempre jamás, y más recientemente, el Bolshoi había representado El lago de los cisnes en Delhi ante un público ataviado para la ocasión con sus saris de seda más elegantes y sus joyas más voluminosas.

Y, naturalmente, corrían los primeros tiempos de la exploración espacial. Una perra llamada Laika había sido lanzada a las alturas en el Sputnik II. En 1961 hizo el viaje un chimpancé llamado Ham. Después de él, el mismo año, Yuri Gagarin. Con el lento transcurso de los años, subieron no sólo americanos y soviéticos, perros y chimpancés, sino también un vietnamita, un mongol, un cubano, una mujer y un negro. Satélites y lanzaderas orbitaban la Tierra y La Luna; habían aterrizado en Marte, habían sido lanzados hacia Venus, y habían sobrevolado con éxito Saturno. En aquel momento, un equipo soviético de expertos en aeronáutica y aviación, con instrucciones de su gobierno de encontrar buenos candidatos para enviar al espacio, llegó a la India. De visita en unas instalaciones de las fuerzas aéreas en la capital de la nación, les llamó la atención el señor Mistry, no sólo debido a su competencia sino también por la férrea determinación que relucía en su mirada.

Se había sumado a otros candidatos en Moscú, y Sai, con seis años, fue confiada al mismo convento en que había estado acogida su madre.

La competencia era feroz. Justo cuando el señor Mistry confesaba a su mujer su convencimiento de que sería elegido entre sus colegas para convertirse en el primer indio más allá del influjo de la gravedad, los hados decidieron que, en vez de surcar a toda velocidad la estratosfera en esta vida, con esta piel, para ver el mundo como los mismos dioses, le otorgarían otra visión del más allá, y así él y su esposa fueron aplastados por las ruedas de un autobús local, cargado con treinta indómitas mujeres de provincias que habían apurado dos días para trocar y vender sus mercancías en el mercado.

Así habían muerto, bajo ruedas extranjeras, entre cajones de embalaje de muñecas rusas. Si en lo último que pensaron fue en su hija en St. Augustine, ella nunca lo sabría.

Moscú no formaba parte del plan de estudios del convento. Sai imaginaba una arquitectura corpulenta y plomiza, fornida, de sólidos músculos y mofletes de dogo, en tonos grises soviéticos, bajo cielos grises soviéticos, llena de grises personas soviéticas comiendo grises alimentos soviéticos. Una ciudad masculina, sin adornos ni debilidades, sin almenas, sin un ángulo peligroso. Ahora con un incontrolable derrame de color escarlata en esa escena, desovillándose.

– Lo siento mucho -dijo la hermana Caroline-. Lamento mucho la noticia, Sai. Tienes que ser valiente.

– Soy huérfana -susurró Sai para sí mientras descansaba en la enfermería-. Mis padres han muerto. Soy huérfana.

Detestaba el convento, pero era todo lo que alcanzaba a recordar. No había habido nada más en su vida.

«Querida Sai -solía escribir su madre-, bueno, se acerca otro invierno y hemos sacado la ropa de abrigo de lana. Fuimos a jugar al bridge con el señor y la señora Sharma y tu padre hizo trampas como siempre. Nos gusta comer arenque, un pescado de aroma acre que tienes que probar algún día.»

Ella respondía durante las sesiones de correspondencia supervisadas.

«Queridos mamá y papá, ¿qué tal estáis? Yo estoy bien. Aquí hace mucho calor. Ayer hicimos el examen de Historia y Arlene Macedo copió como siempre.»

Pero las cartas parecían un libro de ejercicios. Sai no había visto a sus padres en dos años, y la inmediatez emocional de su existencia se había desvanecido mucho tiempo atrás. Intentaba llorar, pero no lo conseguía.

En la sala de reuniones bajo un Jesucristo con dhoti clavado a dos palos barnizados, las monjas se consultaban con inquietud. Ese mes no llegaría el giro bancario de los Mistry a las arcas del convento, ni las donaciones obligatorias para el fondo de renovación de los lavabos y el fondo del autobús, para los días festivos y las fiestas de guardar.

– Pobrecilla, ¿pero qué podemos hacer? -Las monjas chasqueaban la lengua porque sabían que Sai era un problema especial. Las de mayor edad recordaban a su madre y también que el juez pagaba su manutención pero nunca la visitaba. Había otros retazos de la historia que ninguna de ellas habría sido capaz de encajar, claro, pues parte de la narración se había perdido y parte se había olvidado a propósito. Lo único que sabían del padre de Sai era que lo habían criado en un orfanato de caridad zoroastra, y que un generoso donante le permitió pasar de la escuela a la universidad y luego por fin a las fuerzas aéreas. Cuando los padres de Sai se fugaron para casarse, la familia en Gujarat, sintiéndose deshonrada, desheredó a la madre.

En un país tan lleno de parientes, Sai padecía escasez.

Sólo había un nombre bajo el enunciado «Ponerse en contacto en caso de emergencia». Era el del abuelo de Sai, el mismo hombre que antaño pagara las cuotas del colegio:

Nombre: Juez Jemubhai Patel

Parentesco: Abuelo materno

Ocupación: Presidente de tribunal (jubilado)

Religión: Hindú

Casta: Patidar

Sai no había conocido a su abuelo, quien en 1957 le fue presentado al escocés que había construido Cho Oyu y que en ese momento emprendía el viaje de regreso a Aberdeen.

– Está muy apartada pero la tierra tiene potencial -le había informado el escocés-, quinina, sericultura, cardamomo, orquídeas.

El juez no estaba interesado en las posibilidades agrícolas de la tierra pero fue a verla, confiando en la palabra del hombre -la famosa palabra de un caballero- a pesar de todo lo que había pasado. Ascendió a caballo y abrió la puerta que daba a aquel espacio austero, alumbrado por una luminosidad monástica cuyos matices se alteraron con la luz solar. Había tenido la sensación de que, más que en una casa, entraba en una sensibilidad. El suelo era oscuro, casi negro, con anchos tablones; el techo semejaba la cavidad torácica de una ballena, con las marcas de un hacha todavía en las vigas. Un hogar de piedra de río plateada centelleaba como la arena. Frondosos helechos topetaban con las ventanas, rígidas vetas de follaje sembradas de esporas, onduladas protuberancias forradas de pelusa broncínea. Supo que allí podría ser consciente de la hondura, la anchura, la altura y de una dimensión más esquiva. Fuera, aves de vivos colores trinaban y se lanzaban en vuelo rasante, y las montañas del Himalaya ascendían un estrato tras otro hasta que sus picos relucientes infundían tal sensación de pequeñez a un hombre que tenía sentido renunciar a todo, desembarazarse de todo. El juez podía vivir allí, en esa concha, esa calavera, con el consuelo de ser extranjero en su propio país, pues esta vez no aprendería el idioma.