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¿Podrían darle el nombre del detenido por el robo de las armas en su casa? El juez insistió. Sólo se preguntaba si de verdad ese hombre podía ser el culpable…

¿Qué hombre?

El que habían acusado de robar sus armas… No culpaba a la policía, nada de eso, pero la esposa y el padre del hombre habían ido a verlo y parecían muy disgustados…

No había tal hombre, dijeron, ¿de qué estaba hablando? Ahora, ¿le importaría dejar de hacerles perder el tiempo y largarse de una vez?

Los aullidos del torturado en el calabozo se hicieron más desgarradores, como a propósito, para enviar al juez un mensaje no muy sutil.

No alcanzaba a concebir un castigo lo bastante grande para la humanidad. Un hombre no estaba a la altura de un animal, ni una sola partícula. La vida humana era apestosa, corrupta, y mientras tanto había hermosas criaturas que vivían con delicadeza sobre la tierra sin hacer daño a nadie. «Deberíamos estar muriendo nosotros», casi sollozó el juez.

El mundo le había fallado a Canija. Había fallado a la belleza, había fallado a la elegancia. Pero por haber renegado él de este mundo, por haberse mantenido al margen, ahora Canija sufriría.

El juez había perdido su influencia… Sólo conservaba un poco de «señor sahib huzoor» por mera amabilidad, apenas un barniz residual a esas alturas; sabía lo que pensaban de él en realidad.

Recordó de repente por qué había ido a Inglaterra e ingresado en la Administración Pública india; sus razones le resultaron más claras que nunca, pero ahora esa posición de poder había desaparecido, dilapidada en años de misantropía y cinismo.

– Galletita, cachorrito, din din, lechecita, khana, ishtoo, papillita, dalia, chalo, car, pom-pom, dudú, walkie…

Gritó todo el idioma que compartían Canija y él, lanzando cariñosas palabras de parvulario por encima del Himalaya. Y agitó su correa de manera que emitiera el tintineo que la hacía brincar con un gañido de alegría con las cuatro patas juntas, como encaramada a un palo saltarín.

– Paseíto, baba, bollito… Canija, canijilla, chuletilla… -dijo entre lágrimas, y luego-: Perdóname, perrita mía… Déjala marchar, por favor, quienquiera que seas.

Siguió consumiendo la imagen de Canija, cómo a veces se tumbaba de espaldas con las cuatro patas al aire, caldeándose la barriga mientras dormitaba al sol. Cómo recientemente había logrado hacerla comer su asqueroso estofado de calabaza mediante el ardid de corretear por el jardín emitiendo zumbidos como si la hortaliza fuera un insecto, para luego introducirle de súbito un trozo en la boca abierta de par en par por la sorpresa. Asombrada, la perra se lo había tragado.

Se imaginó a los dos calentitos en la cama: buenas noches, buenos días.

El ejército salía al anochecer para asegurarse de que el toque de queda se cumpliera a rajatabla.

– Debe regresar, señor -le advirtió un soldado.

– Aparta de mi camino -le espetó él con acento británico para hacerlo retroceder, pero el soldado lo siguió a cierta distancia hasta que el juez, furioso, regresó a casa sin dejar de fingir que no tenía prisa.

Vuelve a casa, por favor, querida mía, preciosa mía,

Princesa Duquesa Reina,

Susú, Pupú, Cucú, rico rico qué olorcito,

Traviesilla,

Un premio, es hora de comer,

Diamante Perla,

¡Hora de cenar! ¡Galletita!

¡Cariño! ¡ Chiki!

¡Coge el hueso!

Qué ridículo sonaba todo sin un perro que oyera las palabras.

El soldado lo siguió mansamente, sorprendido por lo que salía de la boca del juez.

Algo iba mal, le dijo a su esposa una vez estuvo de regreso en la casa cuartel para los casados, unos barracones de cemento que desfiguraban la vegetación de la montaña.

Estaba ocurriendo algo indecente.

– ¿Qué? -preguntó ella, recién casada, absolutamente encantada con los sanitarios modernos y los chismes de cocina.

– Dios sabe lo que pasa, estos hombres seniles y sus animales, ya sabes -le dijo-, toda clase de cosas extrañas…

Luego olvidaron la conversación, porque el ejército seguía estando bien alimentado y la esposa informó a su marido que les había correspondido tanta mantequilla que podían compartirla con su familia extensa, aunque infringiese las normas, y mientras que un pollo para asar solía pesar entre 600 y 800 gramos, el que les habían traído pesaba casi el doble: ¿estaría inyectando agua a las aves el proveedor del ejército?

47

Mientras tanto, después de la manifestación, la policía había recibido refuerzos y estaba dando caza a los muchachos del FLNG. Peinaban remotas aldeas, intentaban detener a los partidarios de Gorkhaland entre los marxistas y los seguidores del Partido del Congreso, y también entre aquellos que no tenían preferencia por lo uno ni por lo otro. Y hacían redadas en las plantaciones de té cuando los administradores, recordando los ataques de los rebeldes contra los plantadores en Assam, las cerraban y se marchaban a Calcuta en aviones privados.

Los fugitivos, en su huida, esquivaban a la policía y pernoctaban en las casas de la gente más adinerada de la ciudad: Lola y Noni, la doctora, las princesas afganas, funcionarios jubilados, bengalíes, forasteros, cualquiera cuya casa no corriera peligro de ser registrada.

Llegaban noticias de idas y venidas por la frontera entre Nepal y Sikkim, de militares jubilados que controlaban el movimiento e impartían cursos rápidos sobre cómo armar bombas, tender emboscadas a la policía y volar puentes. Pero saltaba a la vista que en su mayoría no eran más que muchachos, imitadores del estilo de Rambo, con la cabeza llena de golpes de kung fu y kárate, armando bulla de aquí para allá con motos robadas y jeeps robados, pasándoselo en grande. Tenían dinero y armas. Estaban haciendo realidad las películas. Con el tiempo, se impondrían a sus propias ficciones y las nuevas películas se inspirarían en ellos…

Llegaban enmascarados por la noche, saltaban las verjas y saqueaban las casas. Al ver a una mujer que regresaba a casa embozada en un chal, la obligaron a quitárselo y se llevaron el arroz y el poco azúcar que llevaba escondidos.

En la carretera del mercado colgaban de los árboles extremidades de enemigos… ¿de qué bando, y enemigos de quién? Era el momento de hacer desaparecer a cualquiera que no te cayera bien, de vengar ancestrales rencillas familiares. Seguían oyéndose gritos en la comisaría, aunque una botella de Black Label podía salvarte la vida. Hombres heridos con las entrañas reventadas envueltas en pieles de pollo para mantenerlas frescas, eran conducidos a casa de la doctora en camillas de bambú para que los cosiera. Se encontró un cadáver enterrado en el depósito de aguas residuales, cada centímetro del cuerpo acuchillado, los ojos arrancados…

Pero así como todos estaban conmocionados por la violencia, a menudo también les sorprendía lo rutinario que era todo. Descubrieron el grado de perversión de que es capaz el corazón humano mientras permanecían sentados en casa sin nada que hacer, y averiguaron cómo era posible que un ser humano, enfrentado al hedor del mal inconcebible, se aburriera, bostezara, se ensimismara en el problema de un calcetín perdido, de las disputas vecinales, sintiera el hambre correteando como un ratoncillo por el estómago y se centrara, una vez más, en el problema acuciante de qué comer… Allí estaban los más comunes y corrientes, aquellos que no hacían buenas migas con las grandes incógnitas de la existencia, atrapados en las batallas míticas del pasado contra el presente, la justicia contra la injusticia: los más normales arrastrados por un odio extraordinario, porque el odio extraordinario, a fin de cuentas, era algo de lo más común.