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Pasaron junto a Biju, quien inspeccionaba su equipaje, que por fin había llegado, y encima intacto.

– Pero el problema ocurrió en Francia -dijo alguien-, no aquí. Fue allí donde no cargaron el equipaje.

Pero los hombres estaban tan complacidos que no prestaron atención.

– Buena suerte -se desearon mutuamente con una palmada en la espalda, y el hombre de Ohio se fue, contento del refuerzo que suponía la historia de la maleta perdida: munición contra su padre, porque sabía que su padre no se enorgullecía de él. ¿Cómo podía no estar orgulloso? Pero no lo estaba.

Sabía lo que pensaba su padre: la inmigración, presentada tan a menudo como un acto heroico, bien podía ser exactamente lo contrario; la cobardía era lo que llevaba a muchos a América; el viaje se caracterizaba por el miedo, no por la valentía; un deseo cucarachero de escabullirse a donde uno nunca veía pobreza, no del todo, nunca tenía que soportar una punzada en la conciencia; donde nunca se oían las súplicas de criados, mendigos, parientes arruinados, y donde nunca se te exigiría abiertamente generosidad; donde uno podía sentirse virtuoso cuidando meramente de su propia esposa-hijo-perro-jardín. Experimentar la sensación de alivio de ser un trasplante desconocido para los habitantes de la zona y ocultar la perspectiva que otorgaba el viaje. Ohio era el primer lugar que adoraba, pues allí, por fin, había podido cobrar aplomo…

Pero luego su padre lo miraba, sentado en kurta de pijama y hurgándose los dientes con un palillo, dándole a entender que si te ubicabas en una posición modesta obtenías firmeza. Y el hijo no podría contener la ira: su padre estaba celoso, celoso, incluso de su propio hijo, celoso, con ese resentimiento tercermundista…

Una vez, su padre fue a Estados Unidos, y no había quedado impresionado ni siquiera con el tamaño de la casa: «¿Para qué? Todo ese espacio desaprovechado, menudo desperdicio de agua, electricidad, calefacción, aire acondicionado. No es muy inteligente, ¿verdad? ¡Y el mercado queda a media hora en coche! ¿¿A esto llaman Primer Mundo?? Ekdum bekaar!»

El padre acerca de los perritos calientes: «La salchicha es mala, el pan es malo, el ketchup es malo, hasta la mostaza es mala. ¡¿Y esto es una institución americana?! ¡Se pueden comer mejores salchichas en Calcuta!»

Ahora el hijo tenía la historia del equipaje perdido.

Biju salió del aeropuerto a la noche de Calcuta, cálida, mamífera. Sus pies se hundieron en el polvo aventado y mullido, y le sobrevino un sentimiento abrumador, triste y tierno, antiguo y dulce como el recuerdo de conciliar el sueño, un niño en el regazo de su madre. Había miles de personas en la calle a pesar de que casi eran las once. Vio un par de cabras de elegante perilla en un carrito, camino del matadero. Una asamblea de ancianos con elegantes rostros de cabra, fumando bidis. Una mezquita y minaretes iluminados de un verde mágico con un grupo de mujeres que pasaban apresuradamente cubiertas con burka, los brazaletes tintineando debajo del negro, y un psicodélico desbarajuste de color procedente de una tienda de golosinas. Los rotis surcaban el aire como si de un número de malabarismo se tratara, sembrando de lunares el cielo sobre un restaurante con la leyenda: «El buen comer pone de buen humor.» Biju se quedó plantado bajo el suave sari tibio y polvoriento de la noche. La dulce monotonía del hogar: notó que todo se desplazaba y encajaba a su alrededor, sintió que, poco a poco, él mismo se iba encogiendo hasta recobrar su tamaño normal a medida que se desvanecía la enorme ansiedad de ser extranjero, la insoportable arrogancia y la vergüenza del inmigrante. Allí nadie le prestaba atención, y si le decían algo, sus palabras eran naturales, despreocupadas. Miró en derredor y por primera vez en Dios sabe cuánto, se le desempañó la mirada y comprobó que podía ver con claridad.

49

El juez se arrodilló y rogó a Dios, él, Jemubhai Popatlal el agnóstico, que había hecho un largo y duro viaje para echar por la borda los ruegos de su familia; él, que se había negado a lanzar al agua el coco y bendecir su travesía tantos años atrás en la cubierta del SS Strathnaver.

«Si me devuelves a Canija, reconoceré tu existencia en público, nunca volveré a negarte, le diré al mundo que creo en ti, en ti, si me devuelves a Canija…»

Luego se puso en pie. Estaba dando al traste con su educación, retrocediendo hacia el hombre supersticioso que hacía tratos, ofrecía sacrificios, se la jugaba con el destino, recurría al camelo, retaba a lo que estaba ahí arriba, fuera lo que fuese…

¡Demuéstrame si existes!

O de otra manera sabré que no eres nada.

¡Nada! ¡Nada! (mofándose).

Pero, por la noche, la idea volvió a abrirse paso en su mente.

¿Estaba pagando por haberse apartado de la fe en cierto momento de su vida? ¿Por pecados que ningún tribunal sobre la tierra podía juzgar?, aunque esto, bien lo sabía, no reducía su peso en la balanza, no los anulaba… Aun así, ¿quién podía estar vengándose de él? No creía en la divinidad iracunda, en una balanza que mantuviera el equilibrio. Claro que no. El universo no se ceñía a la justicia. Eso había creído por culpa de su propia presunción humana, hasta que averiguó la verdad.

Sin embargo pensó en su familia, a la que había abandonado.

Pensó en su padre, de cuya fuerza, esperanza y amor se había nutrido, sólo para volverse y escupirle a la cara. Luego pensó en cómo había repudiado a su esposa Nimi. A estas alturas, Bomanbhai Patel, el de la haveli delicadamente esculpida, había muerto, y un tío había usurpado el trono: la única desgracia de Bomanbhai -todo hijas, ningún hijo- se perpetuaba más allá de su existencia.

Los pensamientos del juez se remontaron al motivo exacto por el que había enviado a su esposa de vuelta a casa. Todo giraba sobre un incidente en particular.

Una mañana temprano en Bonda, un coche se detuvo y un grupo de mujeres brotó como un ramo de flores. La señora Mohan -la apasionada congresista- iba al volante y había visto a Nimi junto a la verja de la casa de Jemubhai. «Ay, señora Patel, venga a visitarnos, ¿por qué siempre nos da largas? ¡Esta vez no pienso aceptar un no por respuesta! Vamos a divertirnos un poco. Tiene que salir de casa de vez en cuando.»

Medio feliz, medio asustada, Nimi se había encontrado sobre el amplio regazo de una desconocida en el coche. Habían ido a la estación y tuvieron que aparcar lejos porque miles de personas se habían reunido para gritar y manifestarse: «¡Abajo el Raj británico!» Estuvieron allí un rato paradas y luego siguieron a una procesión de coches hasta una casa.

Ofrecieron a Nimi un plato con huevos revueltos y una tostada, pero no comió porque había demasiado barullo, demasiada gente, todos gritando y discutiendo. Intentó sonreírle a un niño, el cual tardó en recordar el funcionamiento de los músculos y le devolvió la sonrisa demasiado tarde.

Al cabo, alguien dijo: «Aprisa, el tren está a punto de partir, más vale que vayamos a la estación», y la mayor parte de la muchedumbre se marchó en tropel de la casa. Uno de los rezagados la llevó a su casa y ahí acabó el asunto.

– Somos parte de algo que pasará a la historia, señora Patel le dijo-. Hoy ha visto a uno de los hombres más importantes de la India.

¿Cuál era? Nimi no tenía idea.

El juez, que volvía de un viaje -cinco perdices, dos codornices y un ciervo anotados en su diario de caza-, había sido citado por el comisario del distrito e informado de la pasmosa noticia de que su esposa había formado parte del comité de recepción de Nehru en la estación ferroviaria del acantonamiento. Había comido huevos revueltos y tostadas con miembros destacados del Partido del Congreso.