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La carretera se inclinaba, apenas una repisa sobre el Teesta, un río insensato, recordó, que brincaba adelante y atrás a cada momento. Biju se cogía a la estructura metálica mientras el jeep maniobraba por los barrancos escarpados y sorteaba roderas y piedras: había más agujeros en la carretera que carretera propiamente dicha, y todo, desde su hígado hasta su sangre, estaba recibiendo un buen meneo. Dirigió la mirada hacia abajo, donde quedaba el olvido, y volvió a desviarla rápidamente hacia la ribera excavada. Qué cerca estaba la muerte -lo había olvidado en su existencia eterna en América-, aquella constante proximidad al destino más cercano de uno.

De modo que, bien agarrados al caparazón de metal, siguieron serpeando ladera arriba. Había infinidad de mariposas de una miríada de variedades, pero al llover un poco desaparecieron. La lluvia escampó y luego regresó; otro pequeño espasmo y volvieron a desvanecerse. Las nubes entraban en el jeep y volvían a salir, tornando borrosos a los pasajeros de tanto en tanto. Las ranas no dejaban de croar animadamente. Se toparon al menos con una docena de desprendimientos de tierra en la carretera entre Siliguri y Kalimpong, y mientras esperaban a que fueran despejados se acercaban vendedores ambulantes que ofrecían momos en cubos, rajas triangulares de coco. Allí era donde vivía su padre y adonde él había ido a visitarlo y donde habían concebido la idea de mandarlo a América, y Biju, en su inocencia, hizo lo que su padre, en su propia inocencia, le dijo que hiciera. ¿Qué podía saber su padre? Aquella manera de abandonar a la familia en busca de trabajo los había condenado durante varias generaciones a tener el corazón siempre en otros lugares, la mente absorta en gente que estaba en otra parte; nunca podían encontrarse en una sola existencia al mismo tiempo. Qué maravilloso sería que las cosas fueran de otra manera.

51

El juez, agotado de esperar, se durmió y soñó que Canija estaba muriendo: por un momento la perra salió del delirio, le dirigió una mirada familiar, meneó el rabo con un esfuerzo heroico, y luego, en un segundo, el alma detrás de sus ojos desapareció.

– ¿Canija? -El juez se inclinó hacia ella, en busca de algún indicio.

– No -dijo el cocinero, también en el sueño del juez-; está muerta, mire -insistió con aire terminante, y levantó una pata de la perra para luego dejarla caer. No volvió a levantarse. Se posó lentamente. Se estaba quedando rígida, y él le dio unas sacudidas, pero el animal no se movió.

– ¡No la toques o te mato! -lo amenazó el juez a voz en grito, y se despertó, convencido por la lógica de su sueño.

Al día siguiente, cuando regresó de otra búsqueda en vano, repitió las palabras.

– Si no la encuentras AHORA MISMO -le chilló al cocinero-, TE MATO. Ya vale. Me he hartado. Es culpa tuya. Era responsabilidad tuya vigilarla cuando yo me bañaba.

Ahí radicaba la diferencia: el cocinero le tenía cariño a Canija. La había llevado a pasear, le preparaba tostadas con huevo para desayunar en invierno, le hacía estofado, la llamaba: «Canijilla, Ishtu, Ishtoo», pero estaba claro que para él no era más que un animal.

El juez y su cocinero llevaban viviendo juntos más tiempo que con cualquier otra persona, prácticamente en la misma habitación, más cerca el uno del otro que de cualquier otro ser humano y… nada, cero, ni el menor entendimiento.

Hacía mucho tiempo ya de la desaparición de Canija. Estaría muerta a estas alturas si le había picado una serpiente, o se habría muerto de hambre en el caso de que se hubiera perdido o hubiese quedado herida lejos de allí.

– Pero AVERÍGUALO -le dijo al cocinero-. ENCUÉNTRALA. AHORA MISMO.

– ¿Cómo, cómo voy a encontrarla, sahib? -Suplicó-. Lo estoy intentando, lo he intentado…

– ENCUÉNTRALA. ES CULPA TUYA. ¡CANIJA ESTABA A TU CARGO! TE MATARÉ. Espera y verás. No cumpliste con tu deber. No la vigilaste. Era tu deber y dejaste que la robaran. ¿Cómo te atreves? ¿¿Cómo te atreves??

El cocinero se preguntó si habría hecho algo mal y su culpabilidad empezó a agravarse. ¿De veras había cometido una negligencia? No había cumplido con su deber. No la había vigilado con la suficiente atención. No había demostrado respeto. Debería haber estado vigilando a la perra el día que desapareció…

Se echó a llorar sin mirar nada ni a nadie y desapareció en el bosque.

Mientras iba dando traspiés de aquí para allá pensó que había hecho algo tan terrible que el destino se tomaría la revancha y ocurriría algo aún más terrible…

Sai iba y venía por el sendero gritándole al cocinero entre los árboles: «Vuelve a casa, no pasa nada, no lo dice en serio, está tan triste que ha perdido la cabeza, no sabe lo que dice…»

El juez estaba bebiendo en la galería e intentando convencerse de que no sentía el menor remordimiento, lo que le había dicho al cocinero estaba perfectamente justificado… ¡Claro que sí! ¡Te voy a matar!

– ¿Dónde estás? -llamó Sai, caminando bajo la Vía Láctea, que, según había leído en Mi tribu en vías de desaparición, los lepchas llamaban Zolungming, «mundo de arroz».

El tío Potty preguntó a voz en cuello:

– ¿Habéis encontrado a la perra?

– No, y ahora también ha desaparecido el cocinero.

– Volverá. ¿Te apetece tomar una copita conmigo?

Pero ella siguió adelante.

El cocinero no la oyó porque había ido a parar a la Cantina de Thapa, llena de hombres bebiendo, gastando los posos de su dinero. Les contó lo ocurrido y eso les hizo reír, un poco de diversión en tiempos tan espantosos. ¡Ha muerto la perra del juez! La hilaridad se propagó. Apenas podían parar de reír. En un lugar donde la gente moría sin recibir la menor atención -de tuberculosis, hepatitis, lepra, fiebres-, un lugar donde no había empleos ni trabajo, nada que comer… y ¡semejante revuelo por una perra! Ja ja ja ja ja ja ja.

– No tiene ninguna gracia -dijo el cocinero, pero él también rió un poco, aliviado al ver que resultaba divertido, pero entonces se sintió peor, doblemente culpable, y volvió a sus lloriqueos. Había desatendido su deber… Por qué no habría cuidado de la kutti…

En un rincón de la cantina estaba Gyan, a quien ya permitían salir de casa. Él no reía. Ay, qué día aciago aquel en que comentó a sus camaradas lo de las armas del juez. Después de todo, ¿qué le había hecho Sai? La sensación de culpa le sobrevino de nuevo y sintió náuseas y mareo. Cuando el cocinero se marchó, fue tras sus pasos.

– No he ido a dar clases por culpa de los disturbios… ¿Qué tal está Sai? -masculló.

– Está muy preocupada por la perra. No para de llorar.

– Dile que iré a buscar a Canija.

– ¿Cómo?

– Dile que se lo prometo. Encontraré a la perra. Que no se preocupe en absoluto. No olvides decírselo. Encontraré a Canija y se la llevaré a casa.

Pronunció la frase con una convicción que nada tenía que ver con Canija ni con sus posibilidades de encontrarla.

El cocinero lo miró con recelo. Nunca le habían impresionado las aptitudes de Gyan. De hecho, la propia Sai le había dicho que su tutor no era muy inteligente.

Pero Gyan volvió a asentir con aplomo. La próxima vez que viera a Sai, le llevaría un regalo.

52

Biju no había visto semejante inmensidad en mucho tiempo: la pura, abrumadora inmensidad de la ladera y el pedregal que descendía por su flanco. En algunos lugares, la montaña entera simplemente se había desprendido de sí misma, desplegada como un glaciar con cantos rodados y árboles desarraigados. En medio de la destrucción, el precario caminito de hormigas de la carretera se había visto arrastrado. Sintió entusiasmo ante la inmensidad de la montaña, las demenciales enredaderas, la punzante y clamorosa abundancia de verdor, la estruendosa vulgaridad de las ranas que era como el sonido de la tierra y el aire mismo. Pero los problemas de la carretera eran tediosos. De manera que, sintiéndose paciente como se siente uno ante la magnitud de la naturaleza, impaciente como se siente uno con respecto a los detalles humanos, esperó el momento de ver a su padre. El trabajo de reabrir un sendero a través de aquella ruina se solía encargar a cuadrillas de enanos y enanas encorvados, que reconstruían las cosas piedra a piedra, recomponiéndolo todo cada vez que su trabajo quedaba destrozado, acarreando piedras y barro en cestos de mimbre sujetos a la frente por medio de fajas, tambaleándose como chiflados debido al peso, golpeando imponentes rocas de río una y otra vez durante horas con martillos y cinceles hasta que desprendían un trocho, luego otro trocito. Disponían las piedras y la superficie se volvía a embrear. Biju recordó cómo, de niño, su padre siempre le hacía caminar sobre brea recién extendida cuando encontraban un trecho, con el fin de reforzar, según decía, las suelas de los zapatos. Ahora que el gobierno había suspendido las obras de reparación, los hombres del FLNG se vieron obligados a bajar ellos mismos y apartar las rocas, retirar los troncos de árboles caídos, quitar terrones a paladas… Sortearon siete desprendimientos de tierra. En el octavo, el jeep resbalaba pendiente abajo y no hacían más que quedarse atascados.