¿Cómo osáis…? ¿Cómo osáis no…?
¿Por qué no habría yo de tener…? Cómo osáis… Me merezco… Su alma menuda y codiciosa… Sus rabietas y berrinches… Sus lágrimas mezquinas… Sus lloros, suficientes para toda la tristeza del mundo, eran únicamente por sí misma. La vida no tenía un único propósito, ni siquiera una única dirección… La simplicidad de lo que le habían enseñado no podía sostenerse. Ya nunca volvería a creer que sólo había un único relato y que sólo le pertenecía a ella, que podía crear su propia dicha diminuta y vivir a salvo en su interior.
Pero ¿qué ocurriría en Cho Oyu?
El cocinero regresaría a sus alojamientos cojeando…
El juez regresaría a su habitación…
Llovería toda la noche. Continuaría, a ratos, con una saña igualada únicamente por la ferocidad con que la tierra respondía al ataque. Se desataría un verdor bárbaro y voluptuoso; la ciudad se deslizaría pendiente abajo. Lenta, laboriosamente, igual que hormigas, los hombres reconstruirían sus senderos y su civilización y sus guerras, sólo para ser arrastrados de nuevo por las aguas…
La nueva mañana despuntaría, negra o azul, despejada o encapotada. El juez se sentaría delante de su tablero, y a las cuatro y media, sin pensar, por mera costumbre, abriría la boca y diría, como siempre decía: «Panna Lal, trae el té.»
Y siempre habría algo dulce y algo salado…
Sai se quedó allí…
Pensó en su padre y en el programa de investigaciones espaciales. Pensó en todos los National Geographic y libros que había leído. En el viaje del juez, el viaje del cocinero, el de Biju. En el globo terráqueo que giraba sobre su eje.
Y sintió un destello de fuerza. De resolución. Debía marcharse.
El congreso de esperanzadas ranas siguió cantando, incluso mientras una tenue luz ámbar asomaba por el este a medida que la lluvia iba escampando.
Detrás de Sai, Cho Oyu seguía sumido en la sombra. Ya no oía el jaleo de los hombres. El juez yacía agotado en su cama. El cocinero estaba encorvado en la cocina, su rostro presa todavía de una pesadilla.
Sai, aturdida por la falta de sueño, se volvió para entrar, pero entonces, justo cuando lo hacía, cobró conciencia de un punto minúsculo, una figura que subía con esfuerzo la pendiente atravesando las nubes que seguían ancladas en el valle. Se detuvo a mirar. El punto se desvaneció entre los árboles, reapareció, volvió a desvanecerse, asomó por un recodo en la montaña. Se convirtió en una mancha rosa y amarillo que iba haciéndose más grande poco a poco, abriéndose paso a través de tupidas detonaciones de cardamomo silvestre…
¿Gyan?, pensó con un estallido de esperanza. Un mensaje: te querré pese a todo.
¿Alguien que había encontrado a Canija? Aquí mismo… ¡Está aquí mismo, viva y en perfecto estado! ¡Más rolliza que nunca!
La figura persistía. Era otra persona. Una mujer encorvada que arrastraba una pierna con visible dificultad. Debía de ir de camino hacia otro lugar.
Sai entró y fue a la cocina.
– Voy a prepararte un té -le dijo al cocinero, cubierto de marcas de zapatilla.
Puso la tetera al fuego y forcejeó con una cerilla húmeda. Al cabo, prendió, y Sai encendió el papel de periódico hecho una bola bajo las ramas.
Entonces oyeron el ruido de alguien que llamaba a la verja. Ay, Dios, pensó Sai atemorizada, quizá era la misma mujer que venía a suplicar, aquella cuyo marido había quedado ciego.
Se volvió a oír el ruido de la verja.
– Ya voy yo -dijo el cocinero. Se levantó despacio y se sacudió el polvo de la ropa.
Atravesó los hierbajos empapados hasta la verja.
En la verja, mirando entre el hierro forjado a guisa de encaje negro, entre las bolas de cañón cubiertas de musgo, había una figura en camisón.
– Pitaji? -dijo la figura, todo volantes y colores.
El Kanchenjunga asomó al separarse las nubes, como sólo ocurría por la mañana muy temprano en aquella época del año.
– ¿Biju?… -susurró el cocinero-. ¡Biju! -gritó fuera de sí.
Sai se asomó y vio dos figuras que se precipitaban la una hacia la otra al abrirse la verja.
Los cinco picos del Kanchenjunga se tornaron dorados con esa claridad luminosa que te hacía sentir, aunque sólo fuera por un instante, que la verdad saltaba a la vista.
Lo único que tenías que hacer era estirar el brazo y arrancarla.
Mis Salaams
A mi editor Joan Bingham y a mi agente Michael Carlisle, por su entusiasmo y generosidad sin límites en todo lo que se refiere a este libro. También a Rose Marie Morse, David Davidar, David Godwin, Simon Prosser y Ravi Singh. Y a Adelaide Docx por su valiosa ayuda editorial.
Por último, a la Santa Maddalena Foundation y la Eastern Frontier Society, así como a Bunny Gupta y Doma Rai de Sukhtara, por proporcionarme un agradable lugar de trabajo durante tres cruciales etapas en la escritura de esta obra.
Kiran Desai