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Nunca regresó a los tribunales.

«Adiós», dijo Sai a las obstinaciones malsanas del convento, los empalagosos ángeles de tonos pastel y el Cristo ensangrentado, presentados los unos junto al otro en inquietante contraste. Adiós a los uniformes tan pesados para una niña, chaqueta deportiva con hombreras varoniles y corbata, zapatos negros de pezuña de vaca. Adiós a su amiga Arlene Macedo, la única estudiante aparte de ella que provenía de una familia poco convencional. El padre de Arlene, según decía ésta, era un marinero portugués que iba y venía. No por el mar, susurraban las otras chicas, sino por una peluquera china en el hotel Claridge de Delhi. Adiós a cuatro años de aprender el peso de la humillación y el miedo, el arte del subterfugio, de ser descubierta por detectives de hábito negro y temblar ante el imperio de la ley que trataba deslices y equivocaciones cotidianos y corrientes con la gravedad de un crimen premeditado. Adiós a:

a. ponerse en la papelera con orejas de burro

b. coger insolación mientras aguantabas a la pata coja con las manos levantadas

c. proclamar tus pecados en la reunión matinal

d. recibir azotes hasta que la piel se ponía roja negra azul y de color cúrcuma

«Cría desvergonzada», le había dicho un día la hermana Caroline a Sai, que no había hecho los deberes, y le había dejado el culo brillante como el de un babuino, de manera que a la que no tenía vergüenza le entrara un poco enseguida.

Es posible que el sistema estuviera obsesionado con la pureza, pero sobresalía a la hora de definir el sabor del pecado. Era motivo de excitación desentrañar las fuerzas de la culpa y el deseo, hurgar y atizar los resultados. Eso había aprendido Sai. Eso por debajo, y por encima un soso credo: la tarta era mejor que los laddoos, cuchillo tenedor cuchara mejor que las manos, beber a sorbos la sangre de Cristo y consumir su cuerpo en forma de oblea era más civilizado que engalanar un símbolo fálico con caléndulas. El inglés era mejor que el hindi.

El poco sentido común que habían inculcado a Sai se había despeñado entre las contradicciones, y las propias contradicciones habían sido asimiladas. «Lochinvar» y Tagore, economía y ciencias morales, aventuras amorosas con tartán en las Tierras Altas de Escocia y danza de la cosecha con dhotis en el Punjab, himno nacional en bengalí y un impenetrable lema latino inscrito en banderolas bordadas al sesgo sobre el bolsillo de las chaquetas y también en un arco sobre la entrada: Pisci tisci episculum basculum. Algo por el estilo.

Pasó bajo aquel lema por última vez, acompañada por una monja de visita que estaba estudiando sistemas de financiación de conventos y se encaminaba a Darjeeling. Por la ventanilla, de Dehra Dun a Delhi, de Delhi a Siliguri, vieron una panorámica de la vida rural, y la India parecía tan vieja como siempre. Las mujeres caminaban con leña en la cabeza, demasiado pobres para llevar blusas bajo los saris. «Pena, pena, qué bien te conozco», comentó la monja, con alegría. Luego se sintió menos alegre. Era por la mañana temprano y las vías del tren estaban bordeadas de traseros desnudos. De cerca, alcanzaron a ver docenas de personas defecando en las vías para luego lavarse el trasero con agua de una lata.

– Qué gente tan sucia -dijo-, la pobreza no es ninguna excusa, no lo es, ni se te ocurra decirme tal cosa. ¿Por qué tienen que hacer esas cosas aquí?

– Por la pendiente -comentó un serio estudioso con gafas sentado a su lado-, la tierra desciende hacia las vías del tren, así que es un buen sitio.

La monja no respondió. Y para la gente que defecaba, los que iban en el tren tenían tan poca importancia -ni siquiera eran de la misma especie- que les traía sin cuidado que les vieran el trasero en plena faena, igual que no les hubiera importado que un gorrión fuera testigo de su comportamiento.

Y así sucesivamente.

Sai en silencio… consciente de que su destino la aguardaba. Alcanzaba a sentir Cho Oyu.

– No te preocupes, querida -le dijo la monja.

Sai no respondió y la monja empezó a irritarse.

Cambiaron a un taxi y siguieron camino por un clima más húmedo, un paisaje verde herrumbroso, chirriando y sufriendo sacudidas al viento. Pasaron por delante de puestos de té sobre pilares, pollos a la venta en canastas redondas de mimbre, y de las diosas del Durga Puja que estaban construyendo en el interior de chozas. Dejaron atrás arrozales y almacenes que se veían decrépitos pero llevaban los nombres de famosas compañías de té: Rungli Rungliot, Ghoom, Goenkas.

– No te quedes ahí compadeciéndote de ti misma. No creerás que Dios se enfurruñaba así, ¿verdad? ¿Con todo lo que tenía que hacer?

De pronto hacia la derecha, las aguas del río Teesta asomaron caudalosas entre blancas riberas de arena. Espacio y sol entraron a raudales por la ventanilla. Los reflejos aumentaban y se hacían eco de la luz, el río, cada uno de ellos aportando ángulos y colores a los demás, y Sai cobró conciencia del inmenso espacio en que estaba entrando.

Junto a la orilla, con el agua revuelta pasando veloz por su lado, el sol del atardecer en lunares a través de los árboles, se separaron. Hacia el este estaba Kalimpong, que a duras penas se mantenía a caballo entre las montañas de Deolo y Ringkingpon; hacia el oeste, Darjeeling se deslizaba por la cordillera de Singalila. La monja intentó ofrecerle un último consejo, pero su voz quedó ahogada por el fragor del río, de manera que le pellizcó la mejilla a Sai a guisa de despedida. Se fue en un jeep de las Hermanas de Cluny, doscientos kilómetros montaña arriba hacia una tierra donde se cultivaba té y una ciudad que era negra y viscosa, con racimos de conventos que surgían como setas en la niebla densa y húmeda.

Anocheció rápidamente tras la puesta de sol. Con el coche inclinado de manera que el morro apuntara hacia el cielo, siguieron ascendiendo en espiral; el menor movimiento en falso y caerían. La muerte le susurraba al oído a Sai, la vida latía en su pulso y su ánimo se desplomaba conforme ascendían vuelta tras vuelta. No había una farola por ninguna parte en Kalimpong, y las lámparas en las casas eran tan tenues que sólo se veían en el momento de pasar por delante; surgían de pronto y desaparecían nada más quedar atrás. La gente que pasaba caminando en plena negrura no llevaba faroles ni linternas, y los faros del coche los sorprendían haciéndose a un lado al paso del vehículo. El conductor se desvió de la carretera asfaltada a un camino de tierra, y al final se detuvieron en medio del monte ante una verja suspendida entre pilares de piedra. El sonido del motor menguó, los faros se apagaron. Sólo estaba el bosque, del que brotaban sonidos: ssss tsiu ts ts siuuu.

7

Oh, abuelo más lagarto que humano.

Perro más humano que perro.

El rostro de Sai del revés en su cuchara sopera.

A modo de bienvenida, el cocinero había modelado el puré de patatas para darle forma de automóvil, recordando una habilidad olvidada mucho tiempo atrás, cuando, sirviéndose de la misma simpática técnica, había hecho castillos de celebración con banderitas de papel, pescado con grandes aros en la nariz, puerco espines con púas de apio, gallinas con huevos auténticos detrás para conseguir un efecto cómico.

Este automóvil tenía ruedas de rodajas de tomate y adornos laminados con viejísimos pedacitos de papel de aluminio que el cocinero trataba como un metal precioso. Los lavaba, secaba, utilizaba y reutilizaba hasta que se desmenuzaban en migajas de oropel, pero ni siquiera entonces los desechaba.

El coche estaba en medio de la mesa, junto con chuletas de cordero en forma de remos, judías verdes anegadas y la pella de una coliflor cubierta de salsa de queso, con aspecto de cerebro amortajado. Todos los platos despedían furiosas volutas de vapor y delante de la cara de Sai se condensaban cálidas nubes con aroma a comida. Cuando el vapor se despejó un poco, echó otro vistazo a su abuelo en el extremo opuesto de la mesa y a la perra en otra silla a su lado. Canija estaba sonriente -la cabeza ladeada, la cola martilleando el asiento-, pero, por lo visto, el juez no se había apercibido de la llegada de Sai. Era una figura apergaminada con camisa blanca y pantalones negros con una hebilla lateral. Las prendas estaban desgastadas pero limpias, planchadas por el cocinero, que aún lo planchaba todo: pijamas, toallas, calcetines, ropa interior y pañuelos. Su cara parecía distanciada por causa de lo que aparentaba ser polvo blanco sobre la piel oscura, ¿o no era más que el vaho? Y rezumaba un tenue aroma antibiótico a colonia, más parecida a líquido conservante que a perfume. Había más que un indicio de reptil en el declive de su rostro, la amplia frente sin pelo, la nariz introvertida, la barbilla introvertida, su ausencia de movimiento, su ausencia de labios, la mirada fija. Como cualquier otra persona mayor, parecía no haber viajado hacia delante en el tiempo sino haberse remontado muy atrás. Con el oído atento a lo prehistórico, prestando atención al infinito, semejaba una criatura de las Galápagos contemplando el océano.