– Que tu alma no sonría, Sango Kerim – le dijo Samilia -, pues lo que se presenta ante ti es la desgracia. Si me ofreces la hospitalidad de tu campamento, ya no habrá tregua. La guerra será feroz, y, como un jabalí furioso, Kuame no cejará hasta abrirte el vientre y devorarte las entrañas. Me lo ha dicho él mismo, y hay que creerlo. Me presento ante ti y te pido hospitalidad, pero no seré tu mujer, no hasta que haya acabado esta guerra. Estaré aquí, compartiré esos instantes contigo, cuidaré de ti, pero no podrás gozar de mí hasta que todo esto haya acabado. Ya lo ves, Sango Kerim, lo que se presenta ante ti y te pide hospitalidad es la desgracia. Puedes echarme, no sería ninguna deshonra; muy al contrario, sería el gesto de un gran rey, puesto que con él salvarías la vida de miles de hombres.
Sango Kerim se arrodilló y besó la tierra que los separaba; luego, mirándola con el deseo acumulado durante todos aquellos años, le dijo:
– Este campamento es tuyo. Reinarás en él como tu padre reinaba en Massaba. Te ofrezco mi ejército, te ofrezco mi cuerpo y hasta el último de mis pensamientos, y, si eres la desgracia, quiero abrazar la desgracia con todas mis fuerzas y no sustentarme de otra cosa.
En el inmenso campamento del ejército nómada, los hombres se empujaban para ver a aquella por cuya causa había estallado la guerra. Sango Kerim la llevó ante Rassamilagh y Bandiagara y luego la condujo a una enorme tienda, en la que las mujeres tuareg de Rassamilagh, envueltas en sus velos, le prepararon la comida y le acariciaron el cuerpo con sus perfumadas manos para que el sueño se apoderara de ella con voluptuosidad.
Los hombres del campamento, animados por aquel refuerzo inesperado, se pusieron a cantar canciones de su lejano país. Llevados por el cálido viento nocturno, los retazos de sus cánticos alcanzaron las murallas de Massaba; los centinelas levantaron la cabeza y escucharon aquella música, que les parecía muy hermosa. Fue entonces cuando la noticia llegó a palacio. Tramón, jefe de la guardia especial, irrumpió jadeando en pleno consejo; Sako, Liboko y Kuame, enfrascados en la conversación, alzaron la cabeza como un solo hombre.
– Danga se ha unido a ellos – dijo Tramón intentando recobrar el aliento -. Con cinco mil hombres; y con Samilia.
Todos esperaban que Sako montara en cólera, que rompiera la mesa a puñetazos, pero, para sorpresa general, permaneció impertérrito. Simplemente, dijo:
– Esta vez podemos estar seguros, moriremos todos. Nosotros, ellos, no quedará nadie.
Luego pidió los planos de la ciudad para estudiar la eventualidad de un sitio. Sin embargo, cuando tuvo ante sí el trazado de Massaba, se quedó en suspenso, porque presentía que la ciudad que había construido su padre, la ciudad en la que él había nacido y a la que amaba, empezaría a arder. Su padre había levantado los planos y supervisado los trabajos, la había construido y administrado, y Sako comprendía oscuramente que la tarea que le estaba reservada a él sería luchar en vano contra su destrucción.
En la sala del catafalco, el cadáver de Tsongor empezó a agitarse. Katabolonga sabíalo que eso significaba: el viejo rey estaba allí y quería hablar. Cogió la mano del cadáver, se inclinó sobre él y escuchó lo que la muerte tenía que decir.
– Dímelo, Katabolonga – le pidió el difunto rey -, dime que no es verdad. Estoy en el país sin luz y vago como un perro asustado sin atreverme a acercarme a la barca del río, porque sé que no tengo nada para pagar el viaje. A lo lejos veo la orilla en la que las sombras dejan de sufrir. Dímelo, Katabolonga, dime que no es verdad.
– Habla, Tsongor – murmuró el viejo criado con voz suave y serena -. Habla y yo te responderé.
– Hoy he visto desfilar ante mis ojos una multitud inmensa – siguió diciendo el cadáver -. Salían de entre las sombras y se dirigían lentamente hacia la barca del río. Eran guerreros desquiciados, me he fijado en sus distintivos, o en lo que quedaba de ellos. He escrutado sus rostros, pero no he reconocido a ninguno. Dime, Katabolonga, que se trata de un ejército de saqueadores que las tropas de Massaba han interceptado en algún lugar del reino, o de guerreros desconocidos que han venido a morir al pie de nuestras murallas sin que nadie sepa por qué. Dímelo, Katabolonga, dime que no es verdad.
– No, Tsongor – respondió Katabolonga -. No es ni una horda de saqueadores ni un ejército de moribundos que se ha arrastrado hasta nuestras tierras para expirar. Son los muertos de la primera batalla de Massaba. Has visto pasar ante ti a las primeras bajas de Kuame y Sango Kerim, mezcladas unas con otras en una lamentable procesión de sombras.
– De modo que no he conseguido impedir nada y la guerra está ahí – dijo Tsongor -. Mi muerte no ha servido para nada, salvo para impedirme luchar. Mis hijos y los habitantes de Massaba deben de considerarme un cobarde.
– Les dije lo que me pediste – replicó Katabolonga -, pero no he podido impedir nada, es la guerra.
– Sí – afirmó el rey -, la he visto. Aquí, en los ojos de esas sombras que avanzaban hacia el río, podía sentirla en ellos. A pesar de sus heridas, a pesar de su muerte, deseaban seguir luchando. He visto a todas esas sombras, que avanzaban al mismo paso, desafiarse con la mirada. Eran como caballos cubiertos de espuma que sólo quieren morderse. Sí, la guerra estaba en ellos, y en los míos también, seguro.
– Sí, Tsongor, en los tuyos también.
– En los ojos de mis hijos, en los de mis amigos, y en los de todo mi pueblo. Las ganas de morder.
– Sí, Tsongor, en los ojos de todos y cada uno, está ahí.
– No he conseguido nada, Katabolonga. Es mi castigo, que llega ahora. Todos los días, todos los días veré venir hacia mí a los guerreros caídos en el campo de batalla. Escrutaré sus rostros tratando de reconocerlos, los contaré, ése será mi castigo. Todos desfilarán por aquí, y yo estaré ahí, aterrado ante las muchedumbres que día tras día vendrán a poblar el país de los muertos.
– Día tras día, tu ciudad se vaciará. Nosotros también contaremos los muertos todos los días, para ver cuál de nuestros amigos falta y por quién hay que llorar.
– Es la guerra – dijo Tsongor.
– Sí, la guerra, que brilla en los ojos de los ejércitos – respondió Katabolonga.
– Y no he conseguido impedir nada – añadió Tsongor.
– Nada, Tsongor, a pesar de haber sacrificado tu vida.
Capitulo 4: El sitio de Massaba.
La mañana del segundo día, la guerra se reanudó, y con ella las quejas que emanaban de la tierra saqueada. Los hombres de Sango Kerim estaban listos para combatir desde el alba, pues sentían que la suerte estaba de su lado, lo sentían en el viento que les acariciaba la piel. Nada podía detenerlos, eran el desastrado ejército de los extranjeros llegados de los cuatro rincones del continente para derribar las altas torres de la ciudad.
Del lado de Massaba, Sako y Liboko se habían aliado al joven Kuame. Los dos ejércitos avanzaban juntos, el de las tierras de la sal, con Barnak, Arkalas y Kuame, y el de Massaba. Tramón dirigía la guardia especial, Liboko iba al frente de los soldados rojiblancos y Gonomor mandaba a los hombres – helécho, apenas un centenar de guerreros cubiertos con hojas de plátano de la cabeza a los pies, adornados con collares hechos de pesadas conchas y armados de enormes mazas que sólo ellos podían levantar y que destrozaban el cráneo de sus enemigos con un espantoso crujido de majador.
Los dos ejércitos estaban frente a frente en la llanura de Massaba. Antes de que dieran la señal de cargar, Bandiagara se bajó del caballo. Descendía de un linaje en el que cada hombre era el depositario de un maleficio, de uno solo, transmitido de padres a hijos, y sentía que había llegado el momento de convocar a los espíritus de sus antepasados y lanzar su maldición contra el ejército enemigo. Hincó una rodilla en tierra y vertió en ella un poco de licor de baobab, se untó la mano de barro y se embadurnó el rostro mientras repetía: