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– Somos los hijos del baobab, a los que nadie puede corromper porque nos criamos con las ácidas raíces de nuestros antepasados; somos los hijos del baobab, a los que nadie puede corromper…

Luego pegó la oreja al suelo y escuchó a sus antepasados con todo su ser. Ellos le revelaron la palabra impronunciable que debía escribir en el aire para que su maleficio surtiera efecto. Finalizado el ritual, volvió a montar a caballo, y Sango Kerim dio la señal de ataque.

El ejército nómada cargó contra las líneas enemigas como un enjambre carnívoro. Los ejércitos de Kuame y de Sako esperaban inmóviles con los pies bien afirmados en el suelo, esperaban con los escudos embrazados, listos para parar los golpes. A la vista de aquel bosque de lanzas y espadas que se abalanzaba sobre ellos, encomendaron su alma a la tierra. El choque fue espantoso. La carga de los animales destrozó los escudos y derribó a los hombres, que quedaron atrapados bajo los cascos; como una ola incontenible, los atacantes los pisoteaban y seguían avanzando. Fueron muchos los que murieron así, aplastados por el peso del enemigo, asfixiados bajo los cuerpos, triturados por carros que se lanzaban contra las líneas a galope tendido. Aquella carga brutal golpeó a los ejércitos de Massaba como un mazazo en plena cabeza, y retrocedieron ante el enorme empuje del enemigo. Entonces empezó el repulsivo cuerpo a cuerpo de los combatientes que se degüellan. Los hombres de Kuame y Sako perecían por decenas; tenían miedo. La contemplación de aquella carga que los había pulverizado había sembrado el terror en sus filas. Se mostraban menos seguros en el combate, sus cuerpos dudaban, buscaban ayuda con la mirada mientras frente a ellos el ejército nómada seguía avanzando impulsado por una furia prodigiosa. Sólo los mascadores de qat se batían con bravura, pues las drogas los hacían inmunes al miedo; su única preocupación era repartir golpes.

Las perras de la guerra de Arkalas combatían con rabia, pero las aguardaba un destino espantoso. Bandiagara abarcó con la mirada a aquellos miles de travestidos, de los que abominaba, y dibujó en el aire la palabra secreta que le habían revelado sus antepasados. De pronto, las mentes de los hombres de Arkalas se oscurecieron; miraban a sus hermanos y veían enemigos a quienes exterminar. Al instante, se arrojaron unos sobre otros y, persuadidos de que continuaban el combate, dieron la espalda a sus verdaderos adversarios. Y el espectáculo de aquel ejército despedazándose a sí mismo fue terrible. Las perras de Arkalas, tan peinadas y pintadas, se abalanzaban unas sobre otras y se arrancaban la carne a mordiscos hasta matarse, y lo hacían riendo como dementes. Hubo quien bailó sobre el cadáver de un amigo de la infancia. El mismo Arkalas, como un ogro enloquecido, buscaba con la mirada a alguien de su clan para abrirlo en canal y beberse su sangre. Cuando el resto del ejército comprendió que los hombres de Arkalas no sólo habían dejado de luchar contra el enemigo, sino que además se estaban despedazando entre sí, el pánico se extendió rápidamente de uno a otro extremo del frente. Todos echaron a correr para escapar de la muerte, y los desaforados gritos de Kuame no consiguieron detener a nadie, pues ya nadie pensaba en otra cosa que en salvar la vida. La caballería volvió grupas y picó espuelas, los infantes arrojaron al suelo los escudos y las armas para poder huir más deprisa, todos corrían hacia las puertas de Massaba para ponerse a cubierto. Tramón pereció, detenido en su carrera por Sango Kerim, que le clavó su larga y puntiaguda lanza en mitad de la espalda. La vida escapó de su cuerpo y Tramón cayó de bruces al suelo, con la pica enhiesta entre los hombros.

El ejército huía en desbandada hostigado por el enemigo, que le pisaba los talones y segaba la vida de los que eran demasiado lentos. Sólo Arkalas, combatiente tan temible como ridículo, seguía luchando. Abatió al último de sus hombres de un golpe de maza que le trituró las cervicales. En ese momento se disipó el maleficio de Bandiagara, y Arkalas recobró el juicio; vio a sus pies decenas de hombres a los que conocía. Estaba en lo alto de una montaña de cadáveres, y la sangre que le cubría el rostro tenía el sabor familiar de los suyos. Habría seguido allí, paralizado por el terror, moviendo la cabeza y llorando como un niño, si Gonomor, escoltado por los hombres – helécho, no se lo hubiera llevado consigo para ponerlo a salvo tras las murallas de Massaba.

Cuando el último fugitivo entró en la ciudad y las enormes hojas de la puerta se cerraron tras él, un inmenso clamor de alegría resonó en la llanura; la mitad de los hombres de Massaba habían perecido. En el interior de la ciudad nadie hablaba. Los guerreros recuperaban el aliento y, cuando al fin lo conseguían, rompían a llorar en silencio, y las manos, las piernas y la cabeza les temblaban como tiembla el cuerpo de los vencidos.

En el pánico de la retirada, los hombres de Kuame habían abandonado su campamento de las colinas del sur de Massaba, y en ese momento, desde lo alto de las murallas, veían consternados a los caballeros de Ras – samilagh, que, tras rodear la ciudad, se habían apoderado de sus tiendas, sus víveres y sus animales. Todo estaba perdido, ya no había nada que hacer. Los gritos de alegría que les llegaban de allá arriba acabaron de sumirlos en la desesperación. El más digno de lástima era Arícalas, que vagaba por las murallas murmurando los nombres de los suyos, aullaba de dolor y se arañaba el rostro maldiciendo al cielo. Cada vez que pensaba en lo que había hecho, tenía que abalanzarse a las almenas para vomitar, y se daba cabezazos contra la muralla gritando:

– ¡Prepárate para sufrir, Bandiagara! ¡Cuando caigas en mis manos, rezarás para morir, Bandiagara! ¡Que el cielo me conceda ser el peor de los azotes para mis enemigos! ¡Que me conceda ser el que no teme a los golpes y no retrocede jamás!

Un profundo abatimiento aplastaba Massaba. El peso de la desgracia oprimía las mentes, los hombres ya no querían nada, ya no les quedaban fuerzas. Se habrían dejado llevar por la pasividad de la desf speración si Bar – nak, el viejo mascador de qat, no hubiera reaccionado y los hubiera sacado de su estupor. Les habló de todo lo que aún había que hacer, les dijo que el tiempo apremiaba y era necesario organizarse para la batalla del día siguiente, y así, estimulada por el desgreñado viejo, que miraba a todas partes con ojos de drogado, la ciudad de Massaba despertó y se preparó para el sitio. Todos los habitantes arrimaron el hombro, largas hileras de hombres y mujeres trabajaron durante toda la noche. Reforzaron las puertas, taparon las brechas de las murallas, organizaron el racionamiento, almacenaron víveres en los inmensos subterráneos del palacio, trigo, cebada, tinajas de aceite, harina… Las bodegas de las casas se acondicionaron como depósitos de agua, y la ciudad entera adquirió el aspecto de una plaza fuerte. El entrechocar de las armas y el ruido de los cascos de los caballos llenaban todas las calles. Massaba se preparaba para un largo sitio que demacraría a sus habitantes y agrietaría sus murallas con un cerco de hambre.

Esa noche, tras la incursión de Rassamilagh en las colinas meridionales, se celebró un consejo en el campamento de los nómadas y se procedió a repartir el botín. Luego, mientras Sango Kerim, Danga y Bandiagara bebían el dulce licor de mirto del desierto, Rassamilagh se puso en pie y tomó la palabra.

– Sango Kerim, el dulce licor que bebes es el de la victoria, y yo bendigo este día que ha visto a nuestro ejército romper las líneas enemigas. Es el momento de decidir qué haremos mañana. Yo, por mi parte, hablaré sin rodeos. Lo he pensado con detenimiento. Levantemos el campo, abandonemos esta tierra. Hemos conseguido lo que queríamos, hemos humillado al adversario en el campo de batalla. Tú has conseguido a la mujer que habías venido a buscar. No podemos esperar nada más de esta guerra.