– ¿Éstas son las honras fúnebres que rindes a tu padre? Escupo sobre tu cabeza, que ha pensado semejante estupidez.
Apesadumbrado por el espectáculo de las llamas que devoraban la ciudad de su infancia, Sango Kerim prometió a Samilia que no volvería a lanzarse al ataque hasta que los habitantes de Massaba hubieran sofocado el incendio, pero nada podía hacer desaparecer la máscara de dolor que había caído sobre el rostro de Samilia.
Katabolonga había bajado a la cámara mortuoria del palacio y estaba junto al cadáver del rey. Aplicaba paños húmedos al cuerpo del difunto para evitar que le salieran ampollas y acabara ardiendo, y el rey Tsongor no pudo menos de preguntarse qué quería Katabolonga de su viejo cuerpo muerto.
– ¿De qué sirve lo que estás haciendo, Katabolonga? – le preguntó -. ¿Acaricias mi cadáver?, ¿lo cubres de aceite? Yo no siento nada, y tú no tienes necesidad de ocuparte de mí de este modo, a no ser que el tiempo haya pasado más deprisa de lo que creo y mi cuerpo esté empezando a descomponerse, a pesar de los bálsamos y los ungüentos. ¿Qué haces, Katabolonga, y por qué no me respondes?
Katabolonga oía la voz del viejo Tsongor, pero no podía responder, le temblaban los labios. Mantuvo la cabeza baja y siguió humedeciendo el cadáver. Hacía calor y el sudor le goteaba de la frente. Las gotas se mezclaban con las lágrimas, que no podía contener, caían sobre el cuerpo del viejo rey y refrescaban los despojos del soberano. El silencio volvió a inquietar a Tsongor.
– ¿Por qué no me hablas, Katabolonga? ¿Qué está ocurriendo en Massaba?
Katabolonga no pudo seguir callando.
– Si tu piel pudiera sentir el calor y el frío, no preguntarías nada, Tsongor. Si pudieras oler el aire de esta cámara, no necesitarías que te explicara nada.
– Ya no tengo olfato, Katabolonga. Habla, di.
– Todo arde, Tsongor. Massaba está en llamas, y el calor del incendio me asfixia incluso aquí, por eso me afano a tu alrededor. Tú no sientes nada, pero tu piel está ardiendo, como la piedra de esta cámara. Si no hago lo que debo, no tardarás en cubrirte de ampollas y arder. Te envuelvo el cuerpo con paños húmedos y te rocío con agua para que no ardas.
El rey se quedó mudo. En las profundidades de su noche, cerró los ojos; entonces creyó percibir el olor del incendio, y dejó que lo invadiera por completo. Sí, en ese momento estaba en medio de una espesa humareda, rodeado de altas y cegadoras llamas, envuelto en el olor a quemado. Al cabo de un instante, volvió a hablar en voz muy baja, como un sonámbulo asustado por el sueño que atraviesa.
– Sí, lo veo, todo arde. Las llamas eran pequeñas, pero se ha levantado viento y ahora saltan de tejado en tejado y devoran la ciudad barrio a barrio. Atacan mi palacio; el fuego lame los muros y prende en los tapices, que van cayendo al suelo en medio de una lluvia de pavesas. Sí, lo veo, desde la azotea del palacio veo un inmenso brasero extendido a mis pies. Las casas ceden con grandes suspiros de madera, y en los barrios populares ya apenas queda nada. Allí el fuego se ha propagado más deprisa que en ningún otro sitio; allí apenas se levantaban muros de piedra, no había más que casuchas de madera, tabucos y tiendas apiñados. Ahora no queda nada. Sí, lo veo, hombres que corren y luchan contra murallas de fuego. Todo arde y todo gime. Mi ciudad, mi pobre ciudad. La construí yo año tras año, yo mismo dibujé los planos, supervisé los trabajos y recorrí sus calles hasta conocer cada rincón. Ella era mi rostro de piedra. Si arde, Katabolonga, será mi vida lo que se lleve el humo. Quise construir un imperio sin límites, levantar una capital que relegara a mi padre y su pequeño reino a una prehistoria remota. Si Massaba arde, seré tan pequeño como él, seré como él, el tirano de una tierra fea e insignificante. Si arde, no habré legado nada a los míos.
– Lo hiciste, Tsongor – respondió Katabolonga -, pero queman tu legado.
El rey Tsongor volvió a quedarse callado. Katabolonga había terminado su trabajo, por fin el cuerpo del difunto rey estaba húmedo y no corría peligro. En ese momento, Katabolonga oyó de nuevo la voz de Tsongor, pero sonaba muy lejana, y tuvo que inclinarse sobre el rostro del muerto para entender lo que decía.
– Ya está – dijo Tsongor -. Ya está, ya los veo. Los primeros quemados de Massaba. Mujeres, niños, familias enteras con los rostros calcinados. Son los míos, los reconozco. Los ha matado el fuego, tienen la piel quemada y la mirada apagada. Soy el rey de un pueblo calcinado, Katabolonga. ¿Los ves, los ves tú también? Te has equivocado, Katabolonga, no soy yo quien necesita que le apliquen paños húmedos, no es mi piel la que necesitaba que la refrescasen, es la de los quemados de Massaba, es a ellos a quienes debes acariciar. ¿Los ves?, no tengo nada. ¿Lo veis?, no tengo nada que ofreceros, pero lloro por vosotros, los quemados de Massaba, y deposito delicadamente cada una de mis lágrimas sobre vuestros cuerpos torturados, con la esperanza de que consigan aliviaros.
La voz de Tsongor se apagó. Katabolonga se irguió y, al hacerlo, vio que el cadáver del rey lloraba gruesas gotas de agua para aliviar la piel de los quemados. Mientras, fuera, la ciudad seguía retorciéndose entre las llamas.
Las casas ardieron durante una semana, y durante una semana la guerra se interrumpió. Los sitiados luchaban día y noche contra las llamas, y el ejército nómada contemplaba sobrecogido el espectáculo de aquel esplendor de piedra que se deshacía en humo. Por fin, el séptimo día, el incendio remitió. Una negra máscara de humo cubría el rostro de todos los habitantes de Massaba; tenían el pelo chamuscado, la piel reseca y la ropa cubierta de sebo, y estaban exhaustos. Había calles enteras cubiertas de brasas, las casas se habían derrumbado y las siluetas de las vigas carbonizadas destacaban entre los montones de cascotes. Buena parte de las reservas se había perdido. Ya no quedaba nada, sólo el recuerdo aterrador de aquellas llamas gigantescas, que muchos días después aún seguían bailando en la mente de los extenuados vecinos.
Suba continuaba su viaje, ajeno al incendio de Massaba. Se acercaba a Saramina, la ciudad colgante, ya veía sus altas murallas blancas. Saramina era, tras Massaba, la segunda perla del reino; una ciudad elegante, construida con una piedra clara a la que el sol del atardecer arrancaba reflejos rosados; una ciudad erigida sobre un gran acantilado que dominaba el mar.
Al viejo Tsongor le gustaba aquella ciudad, que visitaba a menudo, sin que jamás dispusiera ningún cambio. Durante toda su vida se había mantenido escrupulosamente al margen de la gestión de la ciudadela para que nada en ella llevara su marca; no quería apropiársela. A su modo de ver, la ciudadela de Saramina era hermosa porque no se le parecía, por eso le gustaba visitarla. En ella era como un extranjero, deslumhrado por cada edificio, encandilado por la arquitectura, la luz y aquella extraña elegancia, por la que velaba pero en la que no había puesto nada. Había regalado aquella ciudad a uno de sus camaradas más antiguos: Manongo, pero, tras reinar sobre ella durante unos años, murió víctima de la fiebre. Según la costumbre, Tsongor debía haber nombrado a otro jefe guerrero para gobernarla, otro compañero del lejano pasado en premio a su lealtad y para mostrar a todos de qué regalos cubría Tsongor a quienes le servían bien. Pero no lo hizo. Con su bondad, Manongo se había ganado el afecto de los habitantes de Saramina, que lo veneraban ciegamente, pues había administrado la ciudad con inteligencia y generosidad. Tsongor asistió a sus funerales en persona, lloró con el pueblo de Saramina y recorrió en silencio las calles de la ciudadela bajo un sol de justicia. En medio de una muchedumbre deshecha en llanto, comprendió hasta qué punto querían a su viejo cámara – da en la ciudad y decidió entregar el poder a Shalamar, la viuda de Manongo. Tsongor la conocía bien, ella también había estado a su lado desde el primer momento, siguiendo a su marido a todas partes, en campaña, en palacio, compartiendo el miedo de los años de guerra y el fasto de los años de reinado; nunca había pedido nada. Fue la primera y única mujer del reino que alcanzó tan alto rango. Los habitantes de Saramina aceptaron la decisión con júbilo. Pasaron los años, y Shalamar continuó encargándose de su ciudad con amor. Cuando Tsongor visitaba Saramina, lo hacía con humildad, comportándose como un invitado y no como un rey. Era lo que siempre había querido, que Saramina prosperara en apacible libertad.