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Cuando Suba penetró en la ciudadela colgante, la noticia de la muerte de su padre lo precedía. Era como si la ciudad estuviera esperándolo; en la calle principal, en las plazas, en las esquinas de las callejas, la muchedumbre aguardaba para verlo pasar. Todas las actividades se habían paralizado, nadie alzaba la voz.

La reina recibió a su huésped en la azotea del palacio, que dominaba el mar desde lo alto de un precipicio escalofriante en el que planeaban las aves marinas. Shalamar iba vestida de negro, y cuando vio a Suba, se levantó del trono y se arrodilló ante él. Ese gesto sorprendió al hijo del rey; sabía, por su padre, que Shalamar era una gran reina, pero descubrió a una mujer muy anciana, encorvada por los años, una mujer altiva que, sin embargo, se arrodillaba ante él. Comprendió que se prosternaba ante la sombra de Tsongor y, con suavidad y respeto, la ayudó a levantarse y sentarse en el trono. Shalamar le presentó las condolencias de su pueblo; luego, ante el silencio de Suba, llamó a una cantora, que entonó un cántico fúnebre. Sobre aquella azotea que dominaba el mundo, oyendo el fragor del mar, que batía las rocas al pie del acantilado, Suba se dejó invadir por la canción y el dolor, y lloró. Fue como si ese día su padre hubiera muerto por segunda vez. El tiempo transcurrido desde su partida de Massaba no había curado nada, el dolor seguía allí, asfixiante, y Suba tenía la sensación de que nunca conseguiría amansarlo. Shalamar lo dejó llorar, esperó pacientemente recordando, ella también, todos los momentos de su vida ligados a Tsongor; luego, al cabo de un rato, le pidió que se acercara un poco más, le cogió las manos como se las habría cogido a un niño y, con voz dulce y maternal, le preguntó qué podía hacer por él. Podía pedirle lo que quisiera, en nombre de su padre, en nombre de su recuerdo, Saramina haría lo que fuera. Suba pidió que se decretaran once días de luto en la ciudad, que se hicieran sacrificios, pidió que Saramina compartiera el dolor de Massaba, su hermana de piedra; luego, volvió a guardar silencio. Esperaba que Shalamar diera las órdenes pertinentes de inmediato, pero no lo hizo. La anciana miraba las siluetas de las torres y las azoteas, que se recortaban sobre el azul del cielo, mezclado con el del mar; al cabo de unos instantes, se giró hacia Suba. Su rostro había cambiado, ya no era el de una anciana apesadumbrada, sus facciones dejaban traslucir algo más duro y altivo; fue entonces cuando empezó a hablar con una voz cavernosa que arrastraba toda una vida de penas y dulzuras.

– Escúchame, Suba, escucha bien lo que voy a decirte, escúchame como un hijo a su madre. Haré lo que me pidas en nombre de Tsongor, pero no me pidas eso; no tienes necesidad de ordenar nada para que el dolor se abata sobre Saramina. Tsongor ha muerto y para mí es como si toda una parte de mi vida acabara de hundirse lentamente en el mar. Lo lloraremos, y nuestro luto durará más de once días. Déjanos eso a nosotros, déjanos organizar las ceremonias fúnebres como nos parezca, y comprobarás que se llora a tu padre como es debido. Escúchame, Suba, escucha a Shalamar. Yo conocía a Tsongor, y si te envió a recorrer los caminos del reino, no fue para convertirte en el mensajero de su muerte; tu presencia no es necesaria para que todo el reino se eche a llorar. Yo conocía a Tsongor, y no podía creer que se necesitara la vigilancia de uno de sus hijos para que Saramina llorara; lo que esperaba de ti era otra cosa. Déjanos el luto a nosotros, Suba, sabremos cumplirlo; abandónalo aquí, en Saramina, tu padre no te educó para que lloraras, ya es hora de que te deshagas del luto. Que mis palabras no te irriten, yo también he conocido el dolor de la pérdida en más de una ocasión, conozco el voluptuoso vértigo que procura. Tienes que sobreponerte y dejar la máscara del llanto a tus pies. No cedas al orgullo de quien lo ha perdido todo; hoy Tsongor necesita un hijo, no una plañidera.

Shalamar calló. A Suba le daba vueltas la cabeza; había estado a punto de interrumpir a la anciana varias veces, pues se sentía ofendido, pero la había escuchado hasta el final porque en su voz había una autoridad natural y penetrante que le decía que la anciana tenía razón. Se había quedado mudo; aquella anciana de arrugadas manos, aquella vieja reina acababa de abofetearlo con su ronca voz.

– Tienes razón, Shalamar – respondió al fin -, tus palabras han logrado que mis mejillas ardan, pero comprendo que la verdad habla por tu boca. Sí, Shalamar, dejo el luto y las plañideras a tu cuidado, haced lo que queráis, que Saramina haga lo que le parezca, como siempre ha hecho. Tienes razón, Tsongor no me envió aquí a llorar, me pidió que construyera siete tumbas por todo el reino, siete tumbas que dijeran quién fue. Y aquí es donde quiero construir la primera, en esta ciudad que tanto amaba. Sí, aquí es donde empieza mi enorme obra. Tienes razón, Shalamar, la piedra me llama, dejo el llanto para vosotros.

Lentamente, Suba plegó el largo velo negro que le habían entregado las mujeres de Massaba y lo depositó en las manos de la vieja reina. Shalamar había recuperado su rostro de madre y sonreía a aquel muchacho que había tenido la fuerza de escucharla; cogió el velo, indicó a Suba que se acercara y, besándolo en la frente, le murmuró:

– No temas, Suba, haz lo que debes. Yo lloraré por toda Saramina llorará por ti. Puedes irte tranquilo y Enfrentarte a la piedra.

El sitio de Massaba continuaba. Día tras día, mientras en las murallas los guerreros de Kuame y Sako se esforzaban en rechazar al enemigo, los habitantes de la ciudad retiraban escombros, limpiaban las calles y recuperaban de las ruinas aún calientes lo poco que las llamas habían respetado. Las espuertas de cascotes, ceniza y basura se utilizaban para rechazar al enemigo, se arrojaban sobre los asaltantes; Massaba vomitaba largos chorros de polvo y ceniza desde lo alto de sus murallas.

En el interior, la vida se había organizado. Todo se supeditaba a la economía de guerra, y los jefes daban ejemplo. Kuame, Sako y Liboko vivían con frugalidad: comían poco, compartían sus raciones con sus hombres y colaboraban en todos los trabajos de acondicionamiento. No había escapatoria, la ciudad estaba rodeada y las provisiones se agotaban, pero todo el mundo fingía ignorarlo y creer que la victoria aún era posible. Las semanas pasaban, los rostros se demacraban y la victoria no llegaba. Todos los días los guerreros de Massaba lograban rechazar a los asaltantes merced a un esfuerzo constantemente renovado; tras la incursión de Danga, nadie había conseguido echar una puerta abajo o tomar un trozo de muralla.

En el campo de los nómadas, los hombres empezaban a perder la paciencia. Bandiagara y Orios, sobre todo, maldecían aquellos muros que se negaban a caer y presionaban a Sango Kerim para que pusiera en práctica la estrategia que tan buenos resultados le había dado a Danga. Las fuerzas de Massaba eran demasiado reducidas para sostener ataques sobre un frente extenso, bastaría con atacar en dos o tres puntos a la vez. Sango Kerim aceptó y se preparó todo para el enésimo asalto a Massaba. Bandiagara dirigiría el primer ataque; Danga, el segundo, y Orios y Sango Kerim debían golpear una zona abandonada de la muralla.

Se reanudó la batalla, y con ella los gritos de los heridos, las voces de ánimo, las peticiones de ayuda, los insultos y el entrechocar de armas. Una vez más, el sudor parló las frentes, el aceite chorreó sobre los cuerpos y los cadáveres escaldados se amontonaron al pie de las murallas.