Las campañas del rey Tsongor duraron veinte años. Veinte años de campamentos, de combates y de avances; veinte años durante los cuales no durmió más que en lechos improvisados; veinte años consultando mapas, elaborando estrategias y asestando golpes. Era invencible. Tras cada nueva victoria, atraía a los enemigos a sus filas ofreciéndoles los mismos privilegios que a sus propios soldados, de tal modo que su ejército, a pesar de las bajas, a pesar de los cuerpos mutilados y las hambrunas, no dejó de crecer. El rey Tsongor envejeció a caballo, espada en mano, tomó mujer a caballo durante una de sus campañas, y la inmensa muchedumbre de sus hombres aclamó el nacimiento de cada uno de sus hijos sudando aún con el ardor de los campos de batalla. Veinte años de lucha y de expansión hasta el día en que llegó al país de los rampantes. Eran las últimas tierras inexploradas del continente, en los confines del mundo; más allá no había otra cosa que el océano y las tinieblas. Los rampantes eran un pueblo de salvajes que vivían dispersos en minúsculas chozas de barro. No tenían ni jefe ni ejército, su país era una sucesión de aldeas y en cada una vivía un hombre con sus mujeres, en la ignorancia del mundo que lo rodeaba. Eran hombres altos y delgados, esqueléticos en algunos casos. Los llamaban los rampantes porque, a pesar de su talla, sus chozas no llegaban a la altura de un caballo. Nadie sabía por qué no construían viviendas adecuadas a su talla; vivir así, en chozas minúsculas, hacía que todos tuvieran el cuerpo encorvado. Un pueblo de gigantes que nunca se erguían, un pueblo de hombres altos y delgados que, por la noche, caminaban por los polvorientos senderos con la espalda encorvada, como si el cielo los aplastara bajo su peso. En combate singular eran adversarios temibles, rápidos e implacables; se erguían cuan largos eran y se arrojaban sobre el contrincante como leopardos famélicos. Eran peligrosos incluso desarmados, y resultaba imposible hacerlos prisioneros porque, mientras les quedaba un soplo de fuerza, se arrojaban sobre el primer hombre que veían e intentaban despedazarlo. No era raro ver a rampantes encadenados lanzarse sobre sus guardianes y matarlos a dentelladas; mordían, arañaban, aullaban y bailaban sobre el cuerpo de su adversario hasta dejarlo convertido en un amasijo de carne. Eran temibles, pero apenas ofrecieron resistencia al rey Tsongor, pues jamás consiguieron organizarse, jamás llegaron a oponer una línea de frente a su avance. El rey penetró en las tierras rampantes sin temblar una sola vez, quemó los poblados uno tras otro, lo redujo todo a cenizas, y el país no tardó en convertirse en una tierra seca y vacía en la que, por las noches, se oía el grito de los rampantes, que aullaban su pena e insultaban al cielo por la maldición que les había enviado.
Katabolonga era uno de ellos, probablemente uno de los últimos que seguían con vida cuando el rey estaba a punto de acabar sus conquistas. Su choza había sido arrasada, como tantas otras; sus mujeres, violadas y asesinadas. Lo había perdido todo, pero, por algún motivo que nadie se explicó jamás, no reaccionó como sus hermanos, no se arrojó sobre el primer soldado que le salió al paso para intentar arrancarle la nariz a bocado limpio y bañarse las manos en la sangre de la venganza. No. Esperó mucho tiempo, esperó a que todo el país estuviera sometido, a que el rey Tsongor estableciera su último campamento en aquel gran país vencido, y sólo entonces salió del bosque en el que permanecía escondido.
Era un día espléndido, luminoso y tranquilo; ya no luchaba ningún soldado, ya no se combatía en ningún sitio, ya no había ninguna choza en pie. El ejército entero descansaba y festejaba la victoria en aquel campamento inmenso. Unos limpiaban sus armas, otros se curaban los pies y otros discutían intercambiando trofeos.
Katabolonga se presentó a la entrada del campamento desnudo, desarmado, con la cabeza alta y sin temblar. A los soldados que le cerraron el paso y le preguntaron qué quería, les respondió que iba a ver al rey, y su voz tenía tal autoridad, tal calma, que lo llevaron ante Tsongor. Atravesó todo el campamento; fue una marcha de varias horas, porque el ejército de todos los pueblos asimilados, unidos en aquella empresa de sangre y conquista, era enorme. Avanzó bajo el sol con la cabeza erguida, y resultaba tan extraño ver a un rampante caminar de ese modo, tranquilo, decidido, altivo, había algo tan hermoso en aquel espectáculo, que los soldados lo siguieron formando un cortejo; querían ver qué deseaba el rampante, querían ver qué pasaba. El rey Tsongor vio una nube de polvo a lo lejos y distinguió una figura esbelta que destacaba entre una muchedumbre de soldados regocijados y curiosos. Dejó de comer y se levantó, y cuando el salvaje se detuvo ante él, lo contempló largo rato en silencio.
– ¿Quién eres? – le preguntó a aquel hombre que podía lanzarse sobre él en cualquier momento e intentar despedazarlo a dentellada limpia.
– Me llamo Katabolonga.
En el ejército que se arremolinaba en torno a la tienda del rey se produjo un silencio inmenso. Los hombres estaban asombrados ante la belleza de la voz del salvaje, ante la fluidez con que las palabras brotaban de sus labios. Estaba desnudo, tenía el pelo revuelto y los ojos enrojecidos por el sol; frente a él, el rey Tsongor parecía un niño desmedrado.
– ¿Qué quieres? – le preguntó el soberano.
Katabolonga no respondió, como si no hubiera oído la pregunta. Durante unos instantes interminables los dos hombres no se quitaron ojo; luego, el salvaje rompió el silencio:
– Soy Katabolonga y no respondo a tus preguntas, hablo cuando quiero. He venido a verte y a decirte, ante todos los tuyos, lo que debe decirse: has arrasado mi casa, has matado a mis mujeres, has pisoteado mis tierras con los cascos de tu caballo, tus hombres han respirado mi aire y han convertido a los míos en animales asustados que disputan el alimento a los monos, has venido de muy lejos para quemar lo que poseía. Soy Katabolonga y nadie quema lo que es mío sin perder la vida. Estoy aquí ante ti, estoy aquí en medio de todos tus hombres, y quiero decirte esto: soy Katabolonga y te mataré, porque, por mi choza quemada, por mis mujeres asesinadas, por mi país asolado, tu muerte me pertenece.
En el campamento ya no se oía nada, ni el ruido de un arma, ni la voz de un soldado murmurando algo. Todos estaban pendientes de lo que decidiría el rey, todos estaban listos para saltar sobre el salvaje y matarlo al menor gesto del soberano, pero Tsongor no se movía. Todo el pasado volvía a su mente: veinte años sintiendo asco de sí mismo, acumulados uno sobre otro, veinte años de guerras y matanzas que lo obsesionaban. Miraba al hombre que tenía delante con atención, con respeto, casi con afecto.
– Soy el rey Tsongor – dijo al fin -. Mis tierras no tienen límites. Comparado con mi reino, el reino de mis padres era un grano de arena. Soy el rey Tsongor y me he hecho viejo a caballo luchando. Llevo veinte años luchando, veinte años sometiendo a pueblos que ni siquiera conocían mi nombre. He recorrido la tierra entera y la he convertido en mi jardín. Tú eres el último enemigo del último país. Podría matarte y poner tu cabeza en lo alto de una pica para que todo el mundo sepa que ahora reino sobre todo un continente, pero no voy a hacerlo. El tiempo de las batallas ha acabado, no quiero seguir siendo un rey de sangre. Ahora tengo que reinar sobre el reino que he construido y voy a empezar por ti, Katabolonga. Tú eres el último enemigo del último país, y te pido que accedas a permanecer a mi lado de ahora en adelante. Soy el rey Tsongor y te propongo que me acompañes portando mi taburete de oro allí donde vaya.
Esa vez, un rumor inmenso se extendió por las filas del ejército. Los hombres repetían las palabras del rey a quienes no las habían oído, pero, mientras trataban de comprenderlas, el salvaje volvió a hablar: