Los cenicientos se lanzaron contra la puerta de la Lechuza como lobos sedientos de sangre. Eran cincuenta, pero parecía que nada podría detenerlos. Arrollaron a los defensores de la puerta claveteada y aplastaron a la guardia, sorprendida de verse frente a aquellos gigantes. Por segunda vez, los nómadas penetraron en Massaba y por segunda vez el pánico se apoderó de sus calles. La noticia corrió de casa en casa: los cenicientos avanzaban matando a todo aquel que hallaban a su paso. Cuando llegó a sus oídos, el joven Liboko corrió al encuentro de los enemigos, y un puñado de hombres de la guardia especial de Tsongor lo siguió; la rabia iluminaba el rostro de Liboko. Cayeron sobre la tropa de los cenicientos en el momento en que irrumpían en la plaza de la Luna – una plazuela en la que antaño se reunían los echadores de cartas y que en las noches de estío se llenaba con el dulce murmullo de una fuente -. Liboko se abalanzó sobre el enemigo como un demonio, perforó vientres y seccionó miembros, atravesó pechos y desfiguró rostros. Luchaba sobre su terreno, para defender su ciudad, y parecía que el ardor que lo animaba no lo abandonaría jamás. Golpeaba sin descanso, causaba bajas en las filas enemigas con una furia inaudita, arrollaba a los adversarios con un ímpetu irresistible. De pronto, su brazo se inmovilizó en el aire; tenía un hombre a sus pies, allí, a su merced, podía destrozarle el cráneo, pero no lo hizo. Se quedó así, con el brazo en alto, durante unos instantes interminables. Había reconocido a su adversario, era Sango Kerim. Sus miradas se encontraron. Liboko tenía los ojos clavados en el rostro de aquel hombre que había sido su amigo durante tanto tiempo, y no se decidía a golpear; sonrió con suavidad, y ése fue el instante que aprovechó Orios. Había presenciado toda la escena, comprendía que Sango Kerim podía morir en cualquier momento, así que no lo dudó: destrozó el rostro de Liboko con todo el peso de su maza. El cuerpo del joven se derrumbó, la vida ya lo había abandonado. El pecho de Orios emitió un poderoso gruñido de satisfacción. Sango Kerim, consternado, se dejó caer al suelo, soltó las armas, se quitó el casco y tomó en sus brazos el cuerpo del hombre que no había querido matarlo. El rostro de Liboko era un cráter de carne, y en vano buscó en él Sango Kerim la mirada que se había cruzado con la suya segundos antes. Lloró por Liboko mientras la lucha seguía haciendo estragos a su alrededor; presas de una furia ciega tras presenciar lo ocurrido, los hombres de la guardia especial rechazaron a los cenicientos con todas sus fuerzas. Querían recuperar el cuerpo de su jefe, no podían abandonarlo al enemigo, querían enterrarlo con sus armas al lado de su padre; y ante su violento empuje, Orios tuvo que retroceder. Los cenicientos abandonaron el cuerpo, abandonaron la plaza de la Luna llevándose a Sango Kerim, que se había quedado sin energía, y salieron del recinto amurallado huyendo de los hombres de la guardia especial, que los perseguían gritando como posesos.
La noticia de la muerte de Liboko se abatió al mismo tiempo sobre Massaba y sobre el campo de los nómadas. Sango Kerim ordenó el repliegue de sus tropas; para él ese día estaba maldito, y no debía asestarse ni un solo golpe más. Volvieron al campamento lentamente, en silencio, con la cabeza gacha, como un ejército derrotado, mientras en Massaba empezaba a resonar el agudo grito de las plañideras; el llanto se elevaba en todas partes, la ciudad lloraba a uno de sus hijos. Sango Kerim envió a Rassamilagh para comunicar a Sako que podía enterrar a su hermano en paz. Los guerreros nómadas se quedaron en las colinas, se decretaron diez días de luto y la guerra volvió a interrumpirse. Una vez lavado y vestido, el cuerpo de Liboko fue sepultado con sus armas en la cripta de palacio, y durante diez días las plañideras se turnaron sobre su tumba para apagar la sed del muerto con las lágrimas de los vivos.
En la sala del catafalco, el rey Tsongor se había puesto en pie. Su descarnado cuerpo de viejo muerto estaba tan flaco que en algunos sitios parecía transparente. Katabolonga miraba petrificado a su señor, pues creyó que Tsongor había regresado de entre los muertos; luego vio el rostro del rey y comprendió que era el dolor, un dolor insoportable, lo que lo había obligado a levantarse. Tsongor se quedó inmóvil y abrió la boca, pero de sus labios no brotó ningún sonido; hizo un gesto con la mano, como para dibujar algo que no podía nombrar. Katabolonga bajó los ojos.
– ¿Qué quieres de mí, Tsongor? – El rey no respondió, pero se acercó un poco más a su amigo. Su inex – presividad de muerto daba a sus rasgos un aspecto insostenible. Katabolonga volvió a hablar -: Lo has visto, ¿verdad? ¿Has visto pasar ante ti a tu hijo? Te has arrojado a sus pies, pero no has podido abrazar nada. ¿O simplemente te has quedado paralizado? Sin poder dar un paso. Has visto la dulce sonrisa de Liboko. ¿Es eso, verdad? Sí, lo sé. ¿Qué quieres de mí, Tsongor?
El silencio volvió a llenar la cripta. Katabolonga observaba los ojos desorbitados de su amigo, los labios de Tsongor temblaban levemente. Katabolonga aguzó el oído, le llegó un sonido lejano y se concentró. El rey Tsongor hablaba en voz muy baja, era un canto monótono que se repetía sin cesar. Katabolonga escuchó; sí, era eso, de los labios del muerto salía una sola palabra pronunciada cada vez con más fuerza, hasta el infinito, hasta llenar toda la cámara, una sola palabra que el cadáver no se cansaba de repetir con los ojos clavados en Katabolonga. t
– Devuélvemela… Devuélvemela… Devuélveme^ la…
Katabolonga no lo entendió, creyó que Tsongor hablaba de Liboko y se sintió embargado por el dolor, le habría gustado llorar.
– Sabes que si pudiera te devolvería a tu hijo – murmuró -, pero yo mismo he oído el roce de la mortaja sobre su cuerpo, no puedo hacer nada.
Tsongor lo interrumpió; en ese momento su voz era más fuerte y más firme.
– La moneda…, devuélvemela… – dijo, hablando como antaño, pero ya no era el dulce murmullo de una voz que se recrea siguiendo los meandros de una conversación, era una voz ronca que da órdenes -. La moneda que te di, Katabolonga, devuélvemela; abandono, se acabó. Lo he visto, sí, con la sonrisa en los labios, con medio rostro destrozado. Nuestras miradas se han encontrado, pero no se ha parado, su sonrisa ha resbalado sobre mí. La moneda que te di, Katabolonga, ya es hora de que me la devuelvas; pónmela entre los dientes y junta bien mis mandíbulas de muerto para que no se caiga. Me voy, no quiero seguir viendo esto, no; todos pasarán por aquí, uno tras otro, todos, con el tiempo; Liboko es el primero. Voy a ser el espectador de la lenta sangría de mi familia. Devuélvemela para que pueda descansar en paz.
Katabolonga estaba sentado con la cabeza agachada ante su soberano. Cuando Tsongor calló, se levantó lentamente y desplegó toda su estatura de vivo. Volvían a estar frente a frente, como el lejano día en que el ram – pante había desafiado al conquistador. Katabolonga no temblaba, miraba al rey a los ojos sin pestañear.
– No te daré nada, Tsongor. Tú deseaste los sufrimientos a los que te has condenado. No te daré nada, me lo hiciste jurar y sabes que Katabolonga no retira lo que dice.
Se quedaron así, frente a frente, largo rato. El dolor dibujaba horribles muecas en el rostro de Tsongor, su boca parecía querer tragarse todo el aire de la cripta; luego, una vez más, aquel murmullo inaudible surgió de las profundidades de su cuerpo. Dio la espalda a Katabolonga, regresó a su tumba y volvió a adoptar su inmovilidad de muerto. De su cuerpo descarnado sólo ascendía aquella leve súplica:
– Devuélvemela… Devuélvemela…
Durante tres días con sus noches, Tsongor siguió murmurando en el profundo silencio de la cripta. Katabolonga le apretaba la mano con todas sus fuerzas para que sintiera su presencia incluso en la muerte, para que no dudara de su lealtad, pero no le devolvió la vieja moneda roñosa. Abrumado por el dolor, esperó a que la canción se apagara y el muerto volviera al silencio.