Samilia permaneció diez días en la cima de la colina contemplando su ciudad, dejando que le llegaran los rumores de la llorosa muchedumbre y la lenta música de las ceremonias. Ya no hablaba con nadie; desde el día en que había insultado a Danga, vivía refugiada en su tienda. Por fin tenía la confirmación de lo que siempre había sabido: la desgracia estaba sobre ella y ya no la soltaría.
Era lo que, poco a poco, también empezaba a comprender Sango Kerim, que confió a su amigo Rassamilagh.
– Mañana se reanudarán los combates, y te lo digo a ti, Rassamilagh: un extraño miedo ha nacido en mi interior. No a morir o ser vencido, no, ese miedo lo conocemos todos; el miedo a volver a entrar en Massaba, porque, cada vez que nuestras tropas han penetrado en la ciudad, no he sentido otra cosa que dolor y consternación. Primero el incendio, durante el que vi desaparecer las torres de mi infancia, y luego la muerte de Liboko.
Rassamilagh lo escuchó y respondió:
– Entiendo tu miedo, Sango Kerim, es un miedo justo; no hay victoria posible.
Y tenía razón, Sango Kerim lo comprendió. Contempló la ciudad, que, extendida a sus pies, se preparaba para el combate del día siguiente, y supo que el sitio de Massaba era una locura. Al correr de los días, de los meses, de los años, ya no conocería más que el ritmo alternativo de las victorias y los lutos, y, aun así, cada victoria tendría un amargo sabor a herida, porque la obtendría sobre un pueblo y una ciudad que amaba.
En Saramina, Suba empezó las obras de la primera tumba de Tsongor. Shalamar le abrió las puertas de su palacio, le ofreció su oro, sus mejores arquitectos y sus maestros albañiles, y la ciudad no tardó en vibrar con la incesante actividad de los obreros.
Suba había decidido construir la tumba en los jardines colgantes de Saramina, el punto más elevado de la ciudadela. Los jardines se extendían a lo largo de una lujuriante sucesión de terrazas y escalinatas; los árboles frutales daban sombra a las fuentes, y la vista abarcaba toda la ciudad, la esbelta silueta de las torres y la extensión inmóvil del mar. Suba ordenó acondicionar la terraza más amplia para poder erigir en ella un palacio, quería que fuera de la misma piedra blanca del país. La silueta de la tumba surgió tras meses enteros de trabajo encarnizado. El exterior era inmaculado y deslumbrante, y en las salas, altas estatuas reinaban impasibles sobre el mármol de las losas.
Cuando la obra estuvo acabada, Suba invitó a Shalamar a visitar la tumba antes de que sellaran la puerta. La recorrieron en silencio, deambulando por las vastas salas, admirando los detalles de los mosaicos que cubrían el suelo y asomándose a los balcones para contemplar las espléndidas vistas. Shalamar era una figura menuda y maravillada que acariciaba la piedra de las columnas constantemente; al salir, se volvió hacia Suba y le dijo:
– Lo que has construido aquí, Suba, es la tumba de Tsongor el glorioso. Te doy las gracias por haber regalado a Saramina un palacio a la altura de tu padre; a partir de hoy será el silencioso corazón de la ciudad, al que nadie va pero todos veneran.
Fue entonces cuando Suba lo comprendió, comprendió que lo que debía hacer era el retrato de su padre, siete tumbas como los siete rostros de Tsongor. El de Saramina era el rostro del rey aureolado de gloria, del hombre con un destino de excepción que había tuteado a la luz durante toda su vida. No tenía más que desgranar los rostros de Tsongor, una tumba por cada uno de ellos, en los cuatro rincones del reino, y las siete tumbas juntas dirían quién era Tsongor. Ésa era la tarea que tenía por delante, hallar el sitio y la forma que correspondían a los otros rostros.
Suba compartió por última vez la noche marina de Saramina con Shalamar y, a la mañana siguiente, se despidió y volvió a montar en su mula. Había dejado el velo negro de las lavanderas de Massaba en el palacio de la anciana reina, que lo había colgado en la torre más alta de la ciudadela. Le quedaba todo un continente por recorrer. Todo el reino sabía ya que Suba vagaba buscando por todas partes un lugar en el que construir un palacio funerario, y era un honor que todas las regiones y todas las ciudades esperaban conseguir.
A lomos de su obstinada mula, Suba recorrió el reino en calidad de arquitecto. En el bosque de los baobabs chillones ordenó que se erigiera una alta pirámide, una tumba para Tsongor el constructor en mitad del espeso humus y los gritos de pájaros de plumaje rojizo. Luego fue hasta los confines del reino, al archipiélago de los mangos; eran las últimas tierras antes de la nada, las últimas tierras donde el nombre de Tsongor hacía arrodillarse a los hombres. En ellas construyó una isla cementerio para Tsongor el descubridor, el que había ensanchado los límites de la tierra, el que había llegado más lejos que el más ambicioso de los hombres. Para Tsongor el guerrero, el jefe del ejército, el estratega militar, excavó inmensas salas rupestres en las altas mesetas rocosas de las Tierras del Centro; allí, a varios metros de profundidad, encargó a los artesanos miles de estatuas de guerreros, grandes muñecos de arcilla, todos diferentes; luego, los repartió por las oscuras galerías del subterráneo. Un inmenso ejército de soldados de piedra ocultaba el suelo, como un pueblo de guerreros petrificados, capaces de cobrar vida en cualquier momento, esperando pacientemente el regreso de su rey para ponerse en movimiento. Una vez terminada la tumba del guerrero, Suba buscó un lugar para construir la tumba de Tsongor el padre, el que había criado a cinco hijos con amor y generosidad. En el desierto de las higueras solitarias, en medio de las dunas, el viento y los lagartos, hizo erigir una esbelta torre de piedra ocre que se veía a varios días de marcha de distancia, y en su cima colocó una roca de los pantanos, un grueso bloque traslúcido que durante la noche irradiaba toda la luz acumulada a lo largo del día. La roca se alimentaba del sol del desierto e iluminaba la oscuridad como un faro para las caravanas.
Poco a poco, el rostro eterno de Tsongor iba tomando forma merced al sudor y la abnegación de Suba, totalmente absorbido por su tarea. Las tumbas iban surgiendo, y cada vez que terminaba una, cada vez que sellaba la puerta de aquellas silenciosas moradas y abandonaba el lugar, a Suba le parecía oír a sus espaldas algo muy parecido a un lejano suspiro. Sabía lo que significaba, Tsongor estaba allí, a su lado, en sus noches de sueños y sus días de trabajos; Tsongor estaba allí, y el suspiro que oía Suba al acabar cada tumba le decía siempre lo mismo: que había cumplido su tarea y Tsongor se lo agradecía. Sí, al acabar cada tumba, Tsongor le daba las gracias, pero aquel suspiro también le decía que aún no era eso y que no había encontrado el sitio. Entonces, el incansable Suba volvía a ponerse en marcha, volvía a buscar un lugar conveniente para poder oír al fin a sus espaldas el suspiro de alivio de su padre.
Capitulo 5: La olvidada.
Massaba seguía resistiendo, pero su aspecto había cambiado. Lo que en ese momento dominaba la llanura era una ciudad exangüe: las murallas parecían estar a punto de desmoronarse, las reservas de agua y víveres estaban prácticamente agotadas, y hordas de aves carroñeras trazaban círculos sobre las murallas y se abatían sobre los cadáveres que no habían sido incinerados. La ciudad estaba sucia, y sus habitantes, exhaustos. Los guerreros tenían el rostro demacrado de los caballos que a veces se pierden en el desierto y avanzan obstinadamente hacia el horizonte hasta que las fuerzas los abandonan y se derrumban de golpe sobre la ardiente arena de la muerte. Ya nadie hablaba, todos esperaban con resignación que la vida cesara.
En el palacio de Tsongor todo se había degradado. El incendio había destruido toda un ala, que nadie había tenido ni el tiempo ni la energía necesarios para reconstruir; era una masa de alfombras quemadas, techos desplomados y muros ennegrecidos; habitaciones enteras, antaño salas de recepción, eran entonces dormitorios en los que se amontonaban cuerpos fatigados. La gran azotea del palacio se había convertido en hospital, y quienes cuidaban a los heridos lo hacían contemplando a la vez los combates de las murallas. Todo estaba pendiente de un hilo, todo podía ceder en cualquier momento. Las calles ya no eran más que senderos de tierra, pues los adoquines se habían utilizado como armas arrojadizas contra el enemigo, y los jardines, para dar de pastar a los animales. Luego, cuando el hambre empezó a acuciar, los animales sirvieron de alimento a los hombres.