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Tras la muerte de su hermano, Sako se había transformado; había adelgazado tanto que los largos collares que le colgaban sobre el pecho le golpeaban las costillas con un ruido seco, y se había dejado crecer una larga y enmarañada barba que hacía que se pareciera a su padre por momentos. Los guerreros de Massaba habían sido diezmados, de las fuerzas de antaño no quedaban más que la guardia especial y los hombres – helécho de Gonomor. En cuanto a Kuame, ya sólo contaba con Arkalas, Bar – nak y sus mascadores de qat, nada más, y no había que olvidar que aquellos hombres estaban agotados por meses de lucha ininterrumpida.

Kuame presentía que la derrota era inminente, que caería allí, con Massaba, en medio de los gritos de júbilo de los asaltantes, así que una noche, sin decir nada a nadie, se quitó la armadura, se puso una larga túnica negra y salió de la ciudad. La noche era oscura y no se oía nada. Atravesó como una sombra la gran llanura que había sido escenario de tantos combates y subió a las colinas. Una vez allí, se deslizó por el campamento sin más armas que un puñal, avanzó entre hombres y animales con paso decidido, y era tal su parecido con los hombres velados de Rassamilagh que a nadie se le ocurrió detenerlo. Esperó un rato más, hasta que el campamento se durmió, y luego, lentamente y sin hacer ruido, penetró en la tienda de Samilia.

Encontró a la hija de Tsongor tumbada en el lecho, quitándose pacientemente las decenas de horquillas que le sujetaban los cabellos.

– ¿Quién eres? – le preguntó ella sobresaltada.

– Kuame, el príncipe de las tierras de la sal – respondió él.

– ¿Kuame?

Samilia se había puesto en pie, tenía los ojos desorbitados y le temblaba la voz. Kuame dio un paso más hacia el interior de la tienda para evitar que lo vieran desde el exterior y se quitó los velos que le cubrían el rostro.

– No me sorprende que no me reconozcas, Samilia, porque ya no soy el hombre de antaño. – Se produjo un silencio. Kuame esperaba que Samilia le preguntara algo, pero no lo hizo; no podía, estaba petrificada -. No tiembles, Samilia, estoy a tu merced – dijo al fin Kuame -. Te basta un grito para entregarme a los tuyos. Haz lo que quieras, poco me importa, mañana estaré muerto.

Samilia no gritó. Contemplaba a aquel individuo que gesticulaba ante ella sin conseguir reconocer al hombre que había conocido; el rostro redondo, lleno y confiado de antaño estaba demacrado y cubierto de arrugas. Era una cara macilenta y angulosa que parecía afectada por la fiebre. Sólo la mirada era la misma, sí, la misma mirada que se había encontrado con la suya a los pies del cadáver de Tsongor; una mirada que la desnudaba.

– Lo sabes, ¿no? – le preguntó él -. Han tenido que decírtelo. En Massaba agonizamos poco a poco. Seguramente mañana todo habrá acabado y verás desfilar la larga columna de nuestras cabezas en lo alto de picas, por eso estoy aquí, por eso, sí.

– ¿Qué quieres? – inquirió Samilia.

– Lo sabes bien, Samilia. Mírame, lo sabes, ¿verdad?

Lo supo, en efecto, en el instante en que sus ojos volvieron a cruzarse con los de Kuame. Estaba allí por ella, se había deslizado hasta allí entre las tiendas enemigas para poseerla. Lo supo, y le pareció evidente que debía ser así. Sí, había ido hasta ella la víspera de su muerte, y ella supo que le daría lo que quería. El deseo no la había abandonado jamás; desde el día en que lo había visto por primera vez, y a pesar de su decisión de reunirse con Sango Kerim, algo la incitaba a ceder ante Kuame. Había elegido a Sango Kerim por deber, por fidelidad a su pasado, pero, cuando veía a Kuame, sabía que le pertenecía; a su pesar, a pesar de la guerra, que nunca permitiría su unión. Era así. Samilia no se movía, fue él quien se le acercó, podía sentir su aliento en el pecho.

– Mañana moriré, pero poco me importa si me llevo conmigo tu sabor.

Samilia cerró los ojos y sintió que la mano de Kuame le quitaba la ropa. Cayeron sobre el lecho y él la poseyó allí, entre el sudor de aquella noche sin brisa, en medio de las voces del campamento enemigo, de las idas y venidas de los soldados y el crepitar de los fuegos de guardia. Kuame la poseyó y ella se deshizo de placer por primera vez. Se abrió de par en par, y tuvo que morder las almohadas para no gritar. Largos y húmedos temblores le recorrían los muslos y acudían a saciar la sed de Kuame, quien, inclinado sobre ella, hundía la cabeza en su pelo. El lavó su alma de las heridas del combate, se embriagó, por última vez, con el olor de la vida. La tienda fue Uenándose del denso perfume de sus cuerpos, y cada vez que intentaba levantarse ella lo llamaba de nuevo a su lado y lo atraía hacia la intimidad de su cuerpo, en la que Kuame volvía a entregarse al dulce vértigo del placer.

Antes de que saliera el sol, Kuame abandonó el lecho de Samilia para deslizarse por el campamento enemigo y volver a la ciudad. Samilia le acarició el rostro, y él se lo permitió; esa mano que resbalaba por su mejilla le estaba diciendo adiós, le decía: «Ve. Ha llegado la hora de morir.»

Cuando Kuame desapareció, Samilia se quedó inmóvil largo rato. Desde que se había trasladado al campo de Sango Kerim, algo había muerto en su interior. Estaba allí, en medio de aquellos hombres que luchaban por ella; estaba allí, sin pasión, esperando, simplemente, el final de la guerra, para que no hubiera más sufrimiento y la vida regresara a su curso. La visita de Kuame lo había trastocado todo.

«No supe elegir – se dijo Samilia -, o me equivoqué. Escogí el pasado y la obediencia, acallé el deseo que alentaba en mi interior y me uní a Sango Kerim por lealtad, pero la vida exigía a Kuame. No, no es eso, si hubiera elegido a Kuame, ahora estaría llorando por Sango

Kerim. No es eso, no hay elección posible, pertenezco a dos hombres. Sí, soy de los dos, es mi castigo, para mí no hay felicidad posible. Soy de los dos, en la fiebre y el desgarro, eso es, no soy más que eso. Una mujer de la guerra, a mi pesar, que sólo engendra odio y lucha.»

Cuando se presentó ante Samilia, Kuame había aceptado la muerte. Los combates de los últimos meses habían agotado sus fuerzas, la derrota parecía irremediable, a su alrededor no veía otra cosa que cansancio y resignación. Había ido en busca de Samilia como el condenado a muerte pide un último deseo, gozar de aquella mujer era el único modo de abandonar la vida sin pesar. Quería acariciarla antes de que lo mataran, conocer su olor, impregnarse de él y seguir oliendo a ella cuando doblara la rodilla. Creía que, una vez hubiera poseído a Samilia, nada podría afectarlo, pero fue todo lo contrario; desde que había vuelto a Massaba, una cólera negra bullía en su interior, y, extenuado y consumido como estaba, su cuerpo se movía con gestos bruscos y nerviosos. Hablaba solo y se insultaba sin cesar.

– Ayer estaba dispuesto a morir. Estaba tranquilo, podían venir cuando quisieran, ya no me daba miedo nada. Habría muerto dignamente sin malgastar una mirada con mis enemigos. Y ahora…, ahora moriré, sí, pero con pesar. Ella me cubrió de besos, me tuvo apretado entre sus muslos, su vientre era suave…, y yo debo volver a ocupar mi puesto en la muralla. No, ahora sé lo que pierdo, y más valdría que no lo supiera.

Era el único hombre inquieto de las murallas, todos los demás permanecían inmóviles, rendidos por la fatiga, como niños a los que despiertan en mitad de la noche y se quedan donde los dejan, atontados. Estaban preparados para morir, y ya no deseaban más que aquella muerte que los liberaría del cansancio. Kuame escupía, vociferaba y golpeaba la muralla con los puños gritando: