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– ¡Que vengan, que vengan, y acabemos de una vez!

Y no apartaba los ojos de las colinas y del campamento, en el que, cuando el ejército de los nómadas se puso en marcha, creyó ver un puntito inmóvil que lo miraba. «Samilia – se dijo -. Se ha acercado a ver si morimos dignamente.»

Un día más, los guerreros se lanzaron con furia contra las murallas, pero, cuando los primeros llegaron ante ellas, se oyó un clamor lejano. De la colina más meridional bajaba un ejército que aún era imposible identificar. «Esta vez, se acabó – pensó Kuame -. Esos hijos de perra vuelven a recibir refuerzos.» Desde lo alto de las murallas, observaban la gran nube de polvo que levantaba aquel ejército desconocido con la resignada curiosidad del condenado a muerte que mira la capucha del verdugo; querían saber quién iba a aniquilarlos. Pero, de pronto, vieron que el ejército nómada retrocedía y se preparaba para defenderse, y cuanto más miraban más claramente veían que los refuerzos cargaban contra sus enemigos. En ese momento las siluetas empezaban a precisarse.

– Pero… si son mujeres… – murmuró Sako boquiabierto.

– Mujeres… – confirmó el viejo Barnak.

– Macebú – musitó al fin Kuame, y siguió pronunciando aquella palabra, cada vez más fuerte -: Macebú, Macebú…

Y todos los hombres de la muralla memorizaron aquellas tres sílabas y las repitieron sin saber lo que significaban, como si fueran un grito de guerra, un grito de alivio para dar las gracias a los dioses. Macebú, Macebú. Y para cada uno de ellos aquella extraña palabra quería decir: «Puede que no muramos hoy.»

– Pero ¿quién es? – le preguntó Sako a Kuame.

Y el príncipe de las tierras de la sal respondió: – Mi madre.

Quien descendía la cuesta a la cabeza de aquel ejército era, en efecto, la emperatriz Macebú. Se la conocía por ese nombre porque era la madre de su pueblo y ella y sus amazonas cabalgaban sobre cebúes de largos, rectos y puntiagudos cuernos. Era una mujer enorme cubierta de diamantes, y la mente política más brillante del reino; en las intrigas cortesanas y las negociaciones comerciales no tenía par. Además, cada vez que su reino declaraba la guerra, se ponía a la cabeza de su ejército y se transformaba en una fiera sanguinaria: profería injurias soeces contra sus enemigos, y durante la lucha no conocía ni la tregua ni la compasión. En su ejército sólo tenían cabida amazonas que habían aprendido el arte de combatir al galope; disparaban el arco sin dejar de cabalgar y, para mayor comodidad, todas tenían el seno derecho cortado.

El ejército nómada se quedó estupefacto; estaban tan acostumbrados a la rutina diaria de sus ataques contra la ciudad, tan seguros de que Massaba no tardaría en caer, que, ante la inesperada carga de un ejército que no conocían, sencillamente no sabían qué hacer. Sorprendidos de aquel modo, en mitad de la llanura y aislados de su campamento, se sintieron infinitamente vulnerables. Cuando pudieron distinguir a las amazonas de Macebú, cuando vieron a ese ejército de mujeres pintadas cabalgando a lomos de cebúes, creyeron que les gastaban una especie de broma macabra. No tardaron en llegar a sus oídos los soeces insultos de Macebú. La emperatriz gritaba a voz en cuello sin dejar de espolear a su montura:

– ¡Venid a que os aplaste la nariz y os haga morder el polvo! ¡Venid aquí, bastardos! Se os ha acabado la suerte. ¡Venid! Macebú está aquí para castigaros…

Un cielo de flechas se desplomó sobre las primeras líneas de guerreros nómadas. Las amazonas disparaban y se acercaban cada vez más, y cuanto más cerca estaban más potentes y certeros eran sus disparos. Cuando se produjo el choque entre los dos ejércitos, los cebúes ensartaron a innumerables guerreros con sus largos y puntiagudos cuernos; Sango Kerim comprendió que las amazonas de Macebú diezmarían su ejército si permanecía en la llanura. Cuando ordenó el repliegue hacia el campamento, la desbandada fue general. Las amazonas no se lanzaron en su persecución, se alinearon y, con calma y concentración, desencadenaron una lluvia de flechas que produjo abundantes bajas entre los nómadas. Los hombres caían de golpe, con la vida segada en plena carrera, y se quedaban tumbados boca abajo. Los arcos de las amazonas, hechos de flexible madera de secuoya, tenían más alcance que ningún otro conocido, y los nómadas debieron atravesar toda la llanura para ponerse a cubierto.

Por primera vez desde hacía meses, Massaba no tuvo que combatir en sus murallas; por primera vez desde hacía meses, las fuerzas de Massaba pudieron salir de la ciudad y recuperar sus posiciones sobre tres de las siete colinas. El sitio de Massaba había acabado, y toda la ciudad repetía con veneración aquel extraño nombre que oía por primera vez: Macebú.

Durante el atardecer y buena parte de la noche, la ciudad siguió desplegando una actividad frenética. Los habitantes sacaron a los muertos de las piras que habían improvisado en todas las plazas; excavaron fosas extramuros y los enterraron para evitar epidemias; recorrieron la llanura para recuperar las armas, los cascos y las armaduras de los nómadas abatidos por las amazonas; salieron a buscar hierba y trigo para alimentar a los animales y los hombres, y trasladaron el improvisado hospital a los subterráneos del palacio, más frescos y protegidos, y de más fácil acceso. Por último, cuando la luna ya estaba alta en el cielo, organizaron un enorme banquete en la azotea del palacio, y fue como si la ciudad entera exhalara un gran suspiro de alivio. Macebú ocupaba el lugar de honor en medio de los guerreros y las amazonas; quería saber el nombre de todo el mundo y se interesaba hasta por las heridas más leves. Luego, cuando al fin se quedó sola con Kuame durante unos instantes, la emperatriz le cogió la mano, lo contempló largo rato y le dijo:

– Has adelgazado, hijo mío.

– Hacía meses que estábamos sitiados, madre – - respondió él.

– Lo que veo en tu rostro es la marca de Samilia. Te miro y es como si acabara de conocerla. Te ha cubierto de arrugas, está bien.

No añadió nada más. Invitó a su hijo a beber y celebrar juntos aquel día que no había visto la caída de Massaba.

Suba proseguía su viaje a través del reino y aprendía a amar cada vez más aquellos momentos de vagabundeo que al principio le daban miedo. Ya no tenía prisa por llegar a una ciudad o encontrar el emplazamiento de la siguiente tumba, recorría los caminos e iba de un sitio a otro indiferente al mundo, y esa indiferencia le sentaba bien. Ya no tenía ni nombre ni pasado, vivía en silencio; para aquellos con quienes se cruzaba sólo era un viajero. Nuevas tierras desfilaban ante él, se dejaba mecer por el lento paso de su mula, feliz de no tener otra cosa que hacer en esos instantes que contemplar el mundo e imbuirse de su luz.

Poco a poco se acercaba a Solanos, la ciudad del río Ta – nak. El Tanak atravesaba un gran desierto de piedra, pero, cuando por fin desembocaba en el mar, la naturaleza cambiaba súbitamente. Las márgenes se cubrían de palmeras datileras, como un oasis en mitad de las rocas. Allí era donde la mano del hombre había levantado Solanos. Suba sólo la conocía de nombre, pues había sido el escenario de una de las batallas más famosas de su padre. Se contaba que el ejército del rey Tsongor atravesó el desierto para sorprender a los habitantes de Solanos, que esperaban ver llegar a los conquistadores por el río. Sufrieron las quemaduras de un sol implacable que agrietaba las rocas y, rendidos de fatiga, llegaron a comerse sus caballos. Algunos se volvieron locos, otros se quedaron ciegos. La columna de Tsongor menguaba con el paso de los días. Divisaron Solanos exánimes. La leyenda decía que Solanos conoció entonces la cólera de Tsongor, pero eso no era exacto; no fue la cólera lo que hizo que los hombres del rey se lanzaran contra la ciudad con una rabia furiosa, fueron el embrutecimiento, la desesperación y la locura. Los días de desierto les habían nublado el juicio, y se abalanzaron sobre Solanos como salvajes; pronto no quedó piedra sobre piedra.