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Katabolonga callaba, no sabía qué decir. Massaba estaba destruida, Liboko, muerto; puede que Tsongor tuviera razón, puede que no hubiera conseguido transmitir a los suyos otra cosa que la salvaje violencia del caballo de guerra, el gusto por las llamas y la sangre. Tsongor lo tenía, y Katabolonga lo sabía mejor que nadie.

– Estás en lo cierto, Tsongor – respondió el viejo servidor con suavidad -, has fracasado. Tus hijos devoran tu imperio y no conservarán nada de ti, pero yo sigo aquí y me has legado a Suba.

Al principio, Tsongor no lo comprendió, no le cabía en la cabeza que Katabolonga pudiera pensar que lo había dejado a su hijo en herencia, pero poco a poco, sin saber por qué, empezó a parecerle que era así. Lo destruirían todo, todo, no quedaría más que Katabolonga, impasible en medio de las ruinas, resumiendo en sí mismo toda la herencia de Tsongor. La fidelidad de Katabolonga, que esperaba a Suba, con su obstinada e inquebrantable paciencia. Puede que le hubiera transmitido eso a su hijo, sí, sin que el propio Suba lo supiera, la tranquila fidelidad de Katabolonga. Cerró los ojos. Sí, su amigo debía de tener razón, porque la risa de su padre había dejado de resonarle en el cráneo.

No, la victoria no llegaba. Macebú había dejado Massaba y Kuame empezaba a pensar que había hecho bien, jamás vencería. No se decidía a partir, como le había aconsejado su madre, pero no por miedo a que lo llamaran cobarde, eso no le importaba en absoluto: la idea de dejar a Sango Kerim gozando de Samilia lo horrorizaba, imaginar sus futuras cópulas bastaba para provocarle arcadas. Sin embargo, las ganas de luchar lo habían abandonado, se le había agotado el ingenio, se lanzaba al ataque con menos rabia. Una noche, al regreso del combate, que una vez más había sido una espantosa carnicería de la que nadie había salido victorioso, Kuame contempló a sus compañeros. Con los años, el viejo Bar – nak se había encorvado, andaba con la espalda doblada y se le veían los omoplatos bajo la piel; hablaba solo y ya nada conseguía arrancarlo de las visiones del qat. En cuanto a Arkalas, ya nunca se quitaba los arreos de guerra; por la noche, en su tienda, reía con los fantasmas que lo rodeaban. Sako aún conservaba el vigor, pero la barba que se había dejado crecer durante todos aquellos años le daba aspecto de viejo ermitaño guerrero. El único que tal vez no había cambiado era Gonomor; era el sacerdote de los dioses, y el tiempo usaba con él garras más ligeras. Kuame contempló el ejército de sus amigos, que regresaban del campo de batalla arrastrando las armas, los pies y los pensamientos por el polvo, observó aquella andrajosa tropa de hombres que habían dejado de vivir, de hablar, de reír, hacía tanto tiempo. Los abarcó con la mirada y murmuró:

– No puede ser, esto tiene que acabar.

Por la mañana, ordenó que todo el mundo se preparara para salir a la gran llanura de Massaba. Envió a un mensajero para comunicar a Sango Kerim que lo esperaba, le pedía que acudiera con Samilia y le daba su palabra de que ese día no intentaría ninguna argucia.

Los dos ejércitos se aprestaron como tantas otras veces, pero, en el momento de enfundarse la armadura de cuero o ensillar el caballo, todos presintieron que ese día ocurriría algo que alteraría el curso regular de la matanza.

Los dos ejércitos bajaron a la llanura al ritmo lento de los caballos, los cascos aplastaban a su paso cráneos y osamentas. Cuando las dos huestes estuvieron frente a frente a unas decenas de metros, ambas se detuvieron. Todos estaban allí: del lado de los nómadas, Rassami – lagh, Bandiagara, Orios, Dangay Sango Kerim; frente a ellos, silenciosos, Sako, Kuame, Gonomor, Barnak y Arkalas. Samilia estaba junto a Sango Kerim, montaba un caballo negro azabache, tenía el rostro cubierto con un velo y estaba rígida e impasible en su vestido de luto.

Al cabo de unos instantes, Kuame avanzó; cuando estuvo a unos pasos de Sango Kerim y Samilia, habló alzando la voz para que todos pudieran oír lo que tenía que decir.

– Me resulta extraño encontrarme de nuevo frente a ti, Sango Kerim, no lo niego. Durante mucho tiempo he creído que tu madre había parido un cadáver y que me bastaría con empujarte para ver rodar tus huesos por el polvo, pero no hemos dejado de luchar y ninguno de mis golpes ha conseguido derribarte. Me encuentro de nuevo ante ti, te tengo casi al alcance de la mano, y siento deseos de arrojarme sobre ti porque me parece que estás muy cerca y eres muy fácil de matar; y lo haría si no supiera que los dioses nos separarían una vez más sin que hubiera podido mojarme los labios con tu sangre. Te odio, Sango Kerim, puedes estar seguro, pero para mí no hay victoria, lo sé.

– Dices bien, Kuame – respondió Sango Kerim -. Jamás habría creído que podría estar tan cerca de ti sin hacer todo lo posible por cortarte el cuello, pero a mí también me han murmurado los dioses que jamás me darán esa alegría.

– Miro tu ejército, Sango Kerim – siguió diciendo Kuame -, y compruebo con placer que se encuentra en el mismo estado que el mío. Son dos muchedumbres muertas de cansancio que se agarran a las lanzas para mantenerse en pie. Hemos de admitir, Sango Kerim, que estamos sin aliento y que en esta llanura lo único que sigue creciendo es la muerte.

– Dices bien, Kuame – repitió Sango Kerim -. Vamos al combate como sonámbulos.

– Esto es lo que he pensado, Sango Kerim – dijo Kuame tras una pausa -. Ninguno de los dos aceptará renunciar a Samilia después de tantos combates, capitular ahora sería demasiado deshonroso; no hay más que una solución.

– Te escucho – respondió Sango Kerim.

– Que Samilia haga lo que su padre hizo antes que ella, que se dé muerte para sellar la paz – dijo Kuame.

Un formidable rumor se elevó de ambos ejércitos. Era un guirigay de arneses que entrechocaban y frases que pasaban de boca en boca. Sango Kerim se quedó pálido y boquiabierto, y sólo pudo preguntar:

– ¿Qué dices?