– No será de nadie – respondió Kuame -, lo sabes tan bien como yo, moriremos todos sin obtenerla. Samilia es el rostro de la desgracia, que corte ella misma el cuello sobre el que nadie pondrá la mano nunca. No creas que me resulta fácil condenarla a morir, nunca he deseado hacerla mía tanto como hoy, pero, con la muerte de Samilia, nuestros dos ejércitos dejarán de luchar y evitarán la muerte.
Kuame había hablado con apasionamiento y tenía el rostro congestionado. Era evidente que lo que acababa de decir le quemaba por dentro, no dejaba de moverse sobre el caballo.
– ¿Cómo te atreves a hablar así? – replicó Sango Kerim -. Por un instante me has parecido sensato, pero veo que todos estos años de guerra te han hecho perder la cabeza.
Kuame estaba exultante, no por lo que acababa de decir Sango Kerim, pues apenas le había prestado atención, sino por la rabia que bullía en su interior. Lo que había dicho lo había dicho a su pesar. Veía a Samilia, impasible frente a él, y la condenaba a muerte, cuando lo que deseaba era estrecharla entre sus brazos. Pero había hablado con pasión, y tenía que llegar hasta el final para no enloquecer de dolor.
– No adoptes esa actitud de ofendido, Sango Kerim – dijo al fin -. Defiendes a esta mujer, eso te honra, pero lo que debo decirte te hará cambiar de opinión. La mujer a la que tanto amas se entregó a mí; a pesar de haber elegido tu campo, me entregó su cuerpo una noche, en tu propio campamento. No te miento, ella está aquí y puede confirmarlo. ¿Es verdad, Samilia?
Se produjo un silencio pétreo. Hasta los buitres dejaron de arrancar jirones de carne de los cadáveres y volvieron la cabeza hacia la muchedumbre de los guerreros. Samilia no se inmutó; con el rostro aún cubierto por el velo, respondió:
– Es verdad.
– ¿Y acaso te violé? – le preguntó Kuame, frenético.
– Nadie me ha violado ni me violará jamás – contestó Samilia.
El rostro de Sango Kerim se había transfigurado, una rabia fría lo paralizaba y no podía ni moverse ni hablar. Kuame, cada vez más exaltado, siguió hablando:
– ¿Lo entiendes ahora, Sango Kerim? Nunca será de ninguno de los dos, y seguiremos matándonos. No hay otra posibilidad, que se mate, que haga lo que hizo su padre.
Por toda respuesta, Sango Kerim giró el caballo hacia Samilia y se dirigió a ella ante la petrificada muchedumbre de sus guerreros.
– Durante todos estos años he luchado por ti – le dijo -, para mantenerme fiel al juramento de antaño, para ofrecerte mi nombre, mi lecho y la ciudad de Massaba. Por ti reuní un ejército de nómadas que aceptaron venir a morir aquí por amistad hacia mí, y hoy me entero de que te has entregado a Kuame, de que ha gozado de ti. De modo que, sí, me pongo de su lado y, como él, pido tu muerte. Mira a todos estos hombres, mira estos dos ejércitos mezclados, y piensa que un gesto de tu mano puede salvarles la vida. A pesar de tu infamia, no estoy dispuesto a cederte a Kuame, porque entonces mi humillación sería doble, pero si te matas ya no serás de nadie, y en el instante en que tu mente se nuble y la sangre empape tus cabellos, oirás los vítores de todos estos guerreros, a los que habrás salvado la vida.
Las palabras de Sango Kerim hacían sonreír a Kuame como un demente. Recorría las filas de su ejército preguntando a todos sus hombres:
– ¿Queréis que muera? ¿Queréis que muera?
Y, en ambos campos, cada vez se elevaban más voces para gritar:
– ¡Sí! ¡Que muera!
Fueron decenas de voces, luego centenas y por último el ejército entero. De repente, los hombres parecían haber recuperado la esperanza, contemplaban aquel cuerpo menudo, enlutado e inmóvil, y comprendían que bastaba que desapareciera para que todo acabara. De modo que sí, todos gritaban cada vez más fuerte, todos gritaban con alegría, con furia; sí, Samilia tenía que morir para que todo acabara.
Sango Kerim impuso silencio con un gesto de la mano, y todos se volvieron hacia aquella mujer, que permanecía muda. Samilia se quitó el velo lentamente y todos los guerreros pudieron ver el rostro de aquella por cuya causa morían desde hacía tanto tiempo. Era hermosa. Tomó la palabra, y la arena de la llanura aún recuerda lo que dijo:
– Queréis mi muerte. Ante vuestros hombres reunidos, queréis poner fin a la guerra. Sea, cortadme el cuello y firmad la paz. Y si ninguno de los dos tiene valor para hacerlo, que se presente uno de. vuestros hombres y haga lo que su jefe no se atreve a hacer. Estoy sola, rodeada de miles de hombres; no huiré, y si me resisto, no tardaréis en reducirme. Vamos, aquí me tenéis, que uno de vosotros se acerque y que todo acabe. Pero no, no os movéis, no decís nada, no es eso lo que queréis. Queréis que me mate yo misma y os atrevéis a pedírmelo cara a cara. Jamás, ¿me oís?, yo no pedí nada, fuisteis vosotros los que os presentasteis ante mi padre, primero con regalos, luego con ejércitos. Estalló la guerra. ¿Qué he ganado yo? Noches de llanto, arrugas y un puñado de polvo. No, jamás lo haré, no quiero abandonar la vida. No me ha regalado nada, era rica, y mi ciudad ha sido destruida, era feliz, y mi padre y mi hermano están enterrados. Me entregué a Kuame, sí, la víspera del día que, de no ser por la llegada de Macebú, habría visto la caída de Massaba, y si lo hice fue porque el hombre que se presentó ante mí esa noche ya estaba muerto. Le hice el amor como se acarician las sienes de un muerto, para que, mientras avanza en las tinieblas, huela durante el mayor tiempo posible el olor de la vida. Tú vienes aquí, Kuame, y revelas eso ante todo el ejército, pero no fue a ti a quien me entregué, fue a tu sombra vencida. Os maldigo a los dos por atreveros a desear que me mate, y vosotros, hermanos, no decís nada…, no habéis despegado los labios para oponeros a estos dos cobardes. Lo veo en vuestras miradas: consentís mi muerte, la esperáis. Que el rey Tsongor, vuestro padre, os maldiga también a vosotros. Oíd bien lo que os dice Samilia: jamás alzaré la mano contra mí misma; si queréis verme muerta, matadme vosotros mismos y manchaos las manos. Os digo más, a partir de este día, no soy de nadie; escupo sobre ti, Sango Kerim, y sobre nuestros recuerdos de infancia; escupo sobre ti, Kuame, y sobre la madre que te trajo al mundo; escupo sobre vosotros, mis hermanos, que os destruís mutuamente con el odio de vuestras entrañas. Os ofrezco otra solución para acabar con la guerra: ya no seré de nadie, no conseguiréis meterme en vuestro lecho ni arrastrándome del cabello. Ya nada os obliga a luchar, porque a partir de este día ya no lucháis por mí.
En absoluto silencio, sin dedicar una sola mirada a sus hermanos, Samilia dio la espalda a los dos ejércitos y se marchó. Estaba sola, sin nada; dejaba atrás su vida. Kuame y Sango Kerim se disponían a detenerla, pero se lo impidió un extraño grito, un grito que se elevó de las filas del ejército de Kuame, potente y ronco, una voz que parecía proceder de siglos lejanos.
– ¡Al fin te encuentro, hijo de perra! ¡Que tu nombre sea el de un linaje de cadáveres para siempre!
Todo el mundo trataba de averiguar de dónde procedía el grito y a quién iba dirigido. Los hombres miraban a todas partes, pero, antes de que comprendieran quién se había expresado de aquel modo, se oyó un estentóreo grito de guerra y Arkalas salió de entre los hombres como una flecha. Era él, el guerrero loco, quien había proferido los insultos, era él, pero llevaba tanto tiempo sin hablar que nadie había reconocido su voz. Bandiagara estaba junto a Sango Kerim, y Arkalas había tardado en reconocerlo. Había pasado mucho tiempo desde el sangriento día en que, bajo los efectos del maleficio de Bandiagara, Arkalas había acabado metódicamente con todos los suyos. De pronto, había vuelto a verlo todo en su perturbada mente, y se había puesto a gritar. En un segundo estaba sobre su enemigo, y antes de que nadie pudiera impedirlo saltó del caballo, se lanzó sobre el rostro de Bandiagara como un murciélago voraz y empezó a devorárselo con la furia de una hiena, arrancándole pedazos de carne a dentellada limpia, la nariz, las mejillas, todo.