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El pánico se apoderó de los hombres. El ejemplo de Arkalas cundió en ambos ejércitos y se reanudó la lucha. Kuame y Sango Kerim no pudieron lanzarse en persecución de Samilia, pues en un instante decenas de hombres se arremolinaron a su alrededor, y tuvieron que librar batalla, atacados de nuevo por todas partes, incapaces de sustraerse a las fauces de la guerra. Y, poco a poco, Samilia desapareció detrás de la última colina.

La batalla duró todo el día, y cuando los dos ejércitos se separaron, Sango Kerim y Kuame estaban muertos de cansancio y cubiertos de sangre. Esa noche nadie pudo conciliar el sueño, ni en la ciudad ni en las tiendas de los nómadas. Unos gritos terribles desgarraban la oscuridad ininterrumpidamente, eran los ininteligibles alaridos de Bandiagara. Seguía allí, en mitad de la llanura, agarrándose a la vida; Arkalas estaba inclinado sobre él. Lo había apartado del combate para consagrarse por entero a torturarlo, y una vez que la llanura se quedó desierta volvió, como un perro que vuelve a desenterrar un hueso. No se les veía, pero se oían los desgarradores gritos de Bandiagara mezclados con las risas de su encarnizado verdugo; Arkalas seguía despedazándolo jirón a jirón. El cuerpo de Bandiagara era una masa informe que rezumaba lágrimas. Mil veces suplicó a su torturador que lo rematara, y mil veces estalló éste en carcajadas y hundió los dientes en su cuerpo.

Bandiagara murió al fin con las primeras luces del día. Era un amasijo irreconocible de carne desgarrada que Arkalas abandonó a los insectos; el rojo de la sangre jamás desapareció de los dientes de Arkalas, en recuerdo de su salvaje venganza.

La obra de la tumba de las tortugas fue la más larga y la más penosa de todas. El hedor hacía interminables las jornadas y los obreros trabajaban sin entusiasmo; construían algo feo, y eso les pesaba.

Cuando la tumba estuvo acabada, Suba abandonó la región y siguió vagando por los caminos del reino. Ya no sabía adonde ir, la tumba de las tortugas lo había obligado a replanteárselo todo. Hacer el retrato de su padre era imposible, a fin de cuentas, ¿qué sabía él del hombre que había sido Tsongor? Cuanto más recorría el reino menos capaz se sentía de responder a esa pregunta. Veía ciudades inmensas rodeadas de imponentes murallas, caminos pavimentados que unían unas regiones con otras; veía puentes y acueductos, y sabía que eran obra de Tsongor, pero a medida que descubría la inmensidad del reino iba percatándose de que para imponer semejante poder había sido necesaria una fuerza salvaje e implacable. Le habían contado las conquistas de Tsongor como si fueran las leyendas de un héroe, pero entonces veía que la de su padre había sido una vida de rabia y sudor. Someter regiones enteras, sitiar ciudades opulentas hasta hacerlas morir de asfixia, exterminar a los rebeldes, decapitar a los reyes. Suba recorría el reino e iba dándose cuenta de que no sabía nada del viejo Tsongor, de lo que había hecho, de lo que por su culpa habían sufrido otros y de lo que había sufrido él. Trataba de imaginarse al hombre que, durante todos esos años de conquistas, había llevado a su ejército más allá de la extenuación, pero a ese Tsongor sólo lo había conocido Katabolonga.

Necesitaba un sitio que lo dijera todo a la vez, un lugar que hablara del rey, del conquistador, del padre y del asesino, un lugar que contara los secretos más íntimos de Tsongor, sus miedos, sus deseos y sus crímenes, pero en el reino, ciertamente, no existía tal lugar.

Suba se sentía abrumado por la amplitud de su tarea. Por primera vez, tenía la sensación de que podía pasarse la vida entera buscando y morirse sin haber encontrado lo que buscaba.

Fue entonces cuando llegó a las colinas de los dos soles. Caía la tarde, y la región parecía impregnada de luz; el sol se ponía lentamente y lustraba el verde de las colinas, y los pueblos, escasos, parecían flotar en la luz. Suba se detuvo a contemplar la belleza del paisaje. Estaba en lo alto de una colina. Aún hacía calor, el voluptuoso calor del final de la tarde. A unos metros de donde se encontraba se alzaba inmóvil un alto y solitario ciprés. Suba tampoco se movía, quería abandonarse a aquel instante. «Es aquí – pensó -. Aquí, al pie del ciprés, simplemente, no hace falta nada más, una tumba de hombre, que se deje atravesar por la luz. Aquí, sí, sin tocar nada.» Suba no se movía, tenía la sensación de estar en casa, todo le resultaba familiar. Reflexionó largo rato, pero una idea empezó a tomar forma en su mente y acabó atormentándolo. No, aquello no era adecuado para Tsongor, aquella humildad, aquel recogimiento no eran propios del rey. A quien había que enterrar allí no era a Tsongor, sino a él, Suba, el hijo de vida errante. Sí, ya estaba seguro, allí era donde debían sepultarlo el día de su muerte, todo se lo decía.

Suba bajó de la mula lentamente y se acercó al ciprés, se arrodilló y besó el suelo. Luego, cogió un puñado de tierra y la guardó en uno de los amuletos que llevaba al cuello; quería oler a la tierra de los dos soles, que un día le ofrecería la última hospitalidad. Se levantó y, dirigiéndose a las colinas y la luz, murmuró:

– Aquí es donde quiero que me entierren. No sé cuándo moriré, pero hoy he encontrado el lugar de mi muerte. Es aquí, no lo olvidaré, volveré el último de mis días.

Después, cuando el sol se ocultó por completo, Suba volvió a montar en la mula y desapareció. Ya sabía lo que tenía que hacer, había encontrado el lugar de su muerte. Cada hombre debía de tener el suyo, una tierra que lo esperaba, una tierra de adopción con la que fundirse, y Tsongor también debía de tenerla. En alguna parte había un sitio que se le parecía, bastaba con seguir viajando, acabaría encontrándolo. Construir tumbas no servía de nada, jamás conseguiría pintar el retrato auténtico y completo de su padre, tenía que seguir viajando, el lugar existía. Suba apretaba el amuleto con la mano. Había encontrado la tierra que lo cubriría, ahora tenía que encontrar la tierra de Tsongor. Sería una revelación, lo presentía, una revelación, y habría cumplido su tarea.

Capitulo 6: La última morada.

Mientras la mula seguía avanzando, sobre la silla de montar Suba se miró las manos; la correa de cuero de las riendas pendía entre sus dedos, y mil arrugas diminutas le cubrían las falanges. Había pasado el tiempo, y sus manos lo mostraban, su propia soledad acabó hipnotizándolo. Siguió así sobre la silla, con la cabeza baja, todo un día, sin acordarse de parar, sin acordarse de comer, obsesionado por la idea de que, si seguía solo, la vida se le escaparía sobre aquella silla antes de que hubiera acabado su misión. El reino era inmenso, no sabía dónde buscar. Había oído hablar del oráculo de las tierras sulfurosas y decidió ir en su busca.

Al día siguiente emprendió el camino hacia aquellas tierras, y no tardó en verse en medio de una región de abruptas rocas. El azufre daba a la tierra su color amarillo y las rocas exhalaban columnas de vapor; parecía un terreno volcánico a punto de abrirse y dejar escapar altos chorros de lava. El oráculo vivía allí, en medio de aquel árido paisaje. Era una mujer, estaba sentada en el suelo y tenía el rostro oculto bajo una máscara de madera que no representaba nada. Sus pechos se movían bajo gruesos collares de gastadas cuentas.

Suba se sentó frente a ella. Iba a presentarse y hacer la pregunta que lo había llevado allí, pero la mujer le ordenó que guardara silencio con un gesto de la mano; luego le tendió un cuenco, y Suba apuró el brebaje que contenía. El oráculo sacó unos huesecillos y unas raíces quemadas y los frotó entre sí; a continuación invitó a Suba a cubrirse el rostro y las manos de grasa. Entonces éste intuyó que ya podía formular su pregunta.

– Me llamo Suba, soy hijo del rey Tsongor y recorro la inmensidad de su reino buscando un lugar para enterrarlo, un lugar cuya tierra está esperándolo. Lo busco y no lo encuentro.