La anciana no dijo nada. Bebió del mismo cuenco del que había bebido Suba y escupió un chorro de líquido, que se evaporó en el aire. Sólo entonces se dignó hablar, con una voz aguda y áspera que hizo temblar el suelo alrededor de Suba.
– No encontrarás lo que buscas – dijo la mujer – hasta que tú mismo seas un Tsongor, hasta que te aver – güences de ti. – La anciana lo miraba fijamente. Luego se echó a reír y repitió -: Hasta que te avergüences, sí, yo te ayudaré a conseguirlo. Conocerás la vergüenza, créeme.
La mujer no paraba de reír. Suba se quedó boquiabierto y sintió que la cólera se apoderaba de él. La vieja no había respondido a su pregunta, su risa, sus dientes amarillos, todo aquello era un insulto, estaba burlándose de él. Su padre era el rey Tsongor, no había ninguna vergüenza que conocer, lo que los Tsongor se transmitían de padres a hijos no era la vergüenza. Todo aquello era absurdo e insultante, una vieja loca que se burlaba de él. Estuvo a punto de levantarse y desaparecer, pero quería formular otra pregunta. Se tragó el orgullo y volvió a hablar. Quería noticias de su ciudad. Por supuesto, había oído hablar de Massaba, pero siempre era la misma frase: «Aún siguen luchando.» Los rumores no decían nada más, ya no le llegaba ningún detalle, ya no había nadie que supiera quién había lanzado el último ataque y quién lo había rechazado. La guerra continuaba y no sabía nada más. Pidió noticias de los suyos al oráculo, y, una vez más, la anciana escupió al cielo un chorro de líquido azul que se evaporó al instante; luego le gritó al rostro:
– ¡Muertos! ¡Están todos muertos! Tu hermano Liboko fue el primero, murió como una rata, y los otros lo seguirán. Todos morirán, a su debido tiempo, como ratas, uno tras otro.
Y la risa volvió a deformarle el rostro. Suba estaba conmocionado, se tapó los oídos para no seguir oyendo, pero la roca parecía reírse debajo de él. No conseguía sustraerse a las risotadas de la vieja, imaginaba a su hermano Liboko tirado en el polvo. De pronto la cólera se apoderó de él, se puso en pie de un salto, cogió un palo grueso y nudoso y lo descargó sobre la anciana con todas sus fuerzas. Se oyó un crujido seco, le había dado en plena cabeza. La risa cesó y el cuerpo cayó al suelo como un peso muerto, inerte. Suba ya no oía nada, ya no veía nada, continuaba aferrando el palo. La cólera seguía allí, Liboko, sus hermanos; volvió a golpear. Golpeó una y otra vez; al fin, sudoroso y sin aliento, soltó el palo y recobró el juicio. A sus pies había un bulto de carne sin vida; salió huyendo, presa del terror.
Picó espuelas a la mula sin saber adonde ir. No podía quitarse el rostro de la anciana de la cabeza. La había matado por nada, por reírse, por cólera; la había matado; la risa, la voz, aquella fuerza sorda que gruñía en su interior, que lo había sumergido como una ola; había matado, lo llevaba dentro, suficiente rabia para matar. Llevaba el asesinato en la sangre, era un Tsongor, capaz de eso, él también.
Durante varios días se dejó llevar por la mula e, incapaz de elegir una dirección, vagó al azar de los senderos. Le temblaban las manos. Había dejado el palo junto al cuerpo y ya no hablaba, sentía un cansancio infinito. La violencia estaba allí, la había sentido, era la violencia salvaje de los Tsongor, la misma que corría por las venas de sus hermanos. Sí, se había entregado al voluptuoso placer de la cólera. Había matado al oráculo. Ya lo sabía: no era mejor que sus hermanos. El también era capaz de matar por Massaba. La orden de su padre era lo único que lo mantenía alejado de la carnicería y la fiebre del combate.
Vagaba por los caminos, sin comer ni detenerse, abrumado por el cansancio y el horror, vagaba cabizbajo huyendo instintivamente de todo ser vivo. Quería estar solo, ser invisible. Creía que llevaba su crimen escrito en las manos. A veces, lloraba y murmuraba:
– Soy un Tsongor, soy un Tsongor, alejaos de mí.
196
Samilia había abandonado Massaba como una cautiva que huye, sin llevarse nada. Los primeros días pensó que tendría que librar batalla y se preparó para hacerlo. Sango Kerim y Kuame no tardarían en darle alcance, y tendría que volver a gritarles que la dejaran. Estaba decidida, no quería ceder nada más, pero el tiempo pasaba y ni Sango Kerim ni Kuame se presentaban. Era evidente que nadie la perseguía, no se había equivocado, ya no era nada. Habían empezado la guerra por ella, pero, después del primer muerto, después del primer hombre que vengar, había dejado de ser el motivo de la lucha. La sangre llamaba a la sangre, y los pretendientes habían acabado olvidándola. Nadie la perseguía, salvo el viento de las colinas.
A partir de ese momento, la vida no fue para ella más que un vagabundeo nómada. Iba de pueblo en pueblo y vivía de la caridad de las gentes; por los caminos del reino, los campesinos dejaban de cavar la tierra para ver pasar a aquella extraña amazona y contemplaban a aqueÚa mujer de negro que avanzaba con la cabeza baja; nadie se le acercaba. Atravesaba regiones enteras sin despegar los labios, sin pedir otra cosa a la vida que fuerzas para continuar. Envejeció en los caminos, yendo siempre hacia delante. Acabó llegando a los confines del reino, y sin darse cuenta siquiera, sin dignarse mirar el continente que abandonaba, cruzó aquella última frontera y penetró en tierras inexploradas, yendo aún más lejos que el rey Tsongor en sus años mozos, dejando que a sus espaldas desaparecieran las tierras natales del reino y su antiguo sabor. Fue entonces cuando realmente ya no fue nada, ya no tenía ni nombre ni pasado; para quienes se cruzaban con ella no era más que una extraña figura con la que apenas se osa hablar y a la que se ve pasar con la vaga sensación de que en ella hay algo violento que es mejor evitar. La gente rezaba para que no se detuviera, y Sami – lia nunca se detenía. Avanzaba testarudamente por caminos y senderos, hasta no ser más que un punto que se pierde en la distancia.
Kuame y Sango Kerim se habían convertido en las secas sombras de dos cuerpos extenuados. La partida de Sami – lia les había oscurecido la mente, ya no pensaban, ya no deseaban, sólo querían morder y hacer sangrar a la tierra. En eso acababan tantos años de guerra, tanto matar, tanto esperar, para que a fin de cuentas ya no les quedara otra cosa que llorar que sus recuerdos de batalla; hasta los perros parecían reírse a su paso. La locura que hasta entonces había consumido sus carnes los envolvió por completo.
De Massaba ya no quedaba nada, era una ciudad destruida desde el interior. Las casas se habían caído, las habían desmontado piedra a piedra para tapar los agujeros de las murallas. Ya nada tenía forma, sólo se mantenía en pie un perímetro de muros que protegía un montón de ruinas de los asaltos exteriores. El polvo había reemplazado a los adoquines y los árboles frutales habían sido cortados y quemados. Samilia se había ido, y, al final del combate, la batalla estaba perdida para todos.
Así las cosas, Kuame y Sango Kerim reunieron a sus ejércitos en la llanura por última vez, y, por última vez, se dirigieron la palabra.
– Es el fin – dijo Sango Kerim -, lo sabes tan bien como yo, Kuame, sólo nos queda acabar lo que empezamos. Aún hay hombres que deben morir y todavía no han caído. Ninguno de los dos puede sustraerse a esta última batalla, pero quiero proclamar aquí la regla del último día, tras lo cual callaré y no conoceré otra cosa que la muerte y la furia. Ante nuestros dos ejércitos reunidos, digo esto: que quienes quieran irse lo hagan hoy. Todos os habéis batido dignamente. La guerra acaba hoy, lo que empieza a partir de ahora es la venganza. Quienes tengan un sitio al que volver, que vuelvan a él; quienes tengan una mujer con la que regresar, que partan de inmediato, y quienes no tengan la muerte de algún ser querido que vengar, que arrojen sus armas al suelo. Para ellos hoy se ha acabado todo; no habrán obtenido ninguna de las riquezas que esperaban ganar aquí, pero se van con vida, que la conserven celosamente. En cuanto a los demás, que se preparen para librar la última batalla; no habrá tregua, combatiremos día y noche, combatiremos olvidando Massaba y sus tesoros, combatiremos para vengarnos.