– Soy Katabolonga y no me desdigo, no retiro mis palabras. Ya te lo he dicho, te mataré.
El rey se mordió un labio. No temía al salvaje, pero tenía la sensación de estar a punto de fracasar y, sin saber por qué, presentía que debía convencer a aquel hombre esquelético a toda costa, que su paz de espíritu dependía de ello.
– No te pido que retires lo que has dicho – respondió Tsongor -. Ante todo mi ejército, Katabolonga, te propongo lo siguiente: mi muerte te pertenece, lo digo aquí, mi muerte es tuya. Te propongo que seas el portador de mi taburete de oro en los años venideros. Me acompañarás allí donde vaya, permanecerás a mi lado y velarás por mí. El día en que desees tomar lo que es tuyo, el día en que quieras vengarte, no me resistiré; podrás matarme cuando quieras, Katabolonga, mañana, dentro de un año, el último día de tu vida, cuando seas viejo y estés cansado. No me defenderé y nadie podrá ponerte la mano encima, nadie podrá decir que eres un asesino, porque mi muerte te pertenece y no habrás hecho otra cosa que tomar lo que hoy te doy.
Los soldados estaban desconcertados; nadie quería creer lo que acababa de oír, nadie podía creer que el más extenso de los reinos estaba en esos momentos en manos de aquel salvaje desnudo y desarmado que permanecía impasible en medio de un bosque de armaduras y lanzas. Katabolonga avanzó hacia el rey lentamente hasta estar muy cerca de él; le sacaba varias cabezas, no movía un músculo.
– Acepto, Tsongor, te serviré con respeto, seré tu sombra, el portador de tu taburete, el guardián de tus secretos. Te acompañaré a todas partes, seré el más humilde de los hombres y luego te mataré, en recuerdo de mi país y de lo que has quemado en mi interior.
A partir de ese día, Katabolonga se convirtió en el portador del taburete de oro del rey y lo siguió a todas partes. Pasaron los años. Tsongor abandonó la vida de guerrero, construyó ciudades, crió a sus hijos, ordenó excavar canales, administró sus tierras y su reino prosperó. Siguieron pasando los años. Su cuerpo iba encorvándose poco a poco, su cabeza encaneció, y reinaba sobre un reino inmenso que recorría constantemente para velar por los suyos, con Katabolonga siempre a su lado, con Katabolonga siguiéndole los pasos como la sombra del remordimiento. Era el encorvado recuerdo de sus años de guerras; rodeándolo con su presencia, le recordaba sin cesar sus crímenes y el dolor que había causado, de tal modo que Tsongor nunca podía olvidar lo que había hecho durante aquellos veinte años de su juventud. La guerra estaba allí, en aquel cuerpo alto y delgado que caminaba junto a él sin decir nada, y que podía cortarle el cuello en cualquier momento.
Los dos hombres envejecieron juntos. Con el paso de los años, se convirtieron en algo así como dos hermanos; el pacto de antaño parecía olvidado, estaban unidos por una amistad profunda y silenciosa.
«Lo sé», había dicho Tsongor. No lo había entendido, y Katabolonga no se sintió con fuerzas para decirle nada más; puede que no hubiera llegado el momento. El rey Tsongor acababa de responderle: «Lo sé.» Katabolonga bajó los ojos y se apartó silenciosamente, como todos los días, para dejar paso al monarca. Estaba triste, pero no dijo nada más, y el palacio entero se levantó al paso del rey. Todo bullía con una actividad febril, había tanto que hacer… tantos detalles que ultimar… El rey casaba a su hija Samilia. Era el día de las primeras ceremonias, y las mujeres del séquito corrían de aquí para allá buscando las últimas joyas que limpiar y las últimas telas que bordar.
La ciudad aguardaba la llegada de los embajadores del novio. Se hablaba de columnas enteras de hombres y caballos que se sucederían para depositar montañas de oro, telas y piedras preciosas en el patio de palacio, se hablaba de objetos fabulosos cuya utilidad nadie conocía, pero que dejaban sin habla a quien los veía. Samilia no tenía precio, eso era lo que Tsongor le había dicho a Kuame, el rey de las tierras de la sal, y Kua – me había decidido ir a depositar todo lo que poseía a los pies de Samilia. Se lo ofrecía todo, su reino y su nombre. Se presentaría ante ella tan pobre como un esclavo, consciente de que la inmensidad de sus riquezas no compraba nada, consciente de que, ante aquella mujer, estaba solo y desnudo. Se hablaba de que todo un reino acudiría a derramarse por las calles de la ciudad, de las riquezas de todo un pueblo amontonadas en el patio de palacio, ante el rostro impasible del rey Tsongor.
Era el día de los presentes y las calles de la ciudad estaban impolutas. A lo largo de todo el recorrido que seguiría el cortejo, el suelo estaba tapizado de rosas, y de las ventanas pendían colgaduras bordadas de oro. Todos aguardaban la aparición del primer jinete de la interminable comitiva del reino de la sal, los ojos de toda la ciudad espiaban el polvo de la llanura meridional. Todos querían ser los primeros en avistar la lejana silueta de los caballeros del cortejo.
Nadie vio a los hombres que habían tomado posiciones en las colinas del norte, a los hombres que habían asentado su campamento en ellas y que daban descanso a sus monturas. Nadie vio a los hombres que, inmóviles, observaban desde allí la ciudad y sus últimos preparativos. Estaban allí, en las colinas del norte, inmóviles como la desgracia.
El día terminaba apaciblemente. Los resplandores del sol se volvían ocres; en el cielo, las golondrinas trazaban grandes arcos y se abatían incansablemente sobre las plazas y las fuentes. Todo el mundo permanecía en silencio; la gran arteria aguardaba, desierta, a que los cascos extranjeros acudieran a hollarla.
Fue a esa hora cuando los centinelas de la ciudad vieron incendiarse las colinas del norte de Massaba. De improviso, al mismo tiempo, las cimas se iluminaron y los habitantes de la ciudad se quedaron estupefactos, pues no habían percibido ninguna actividad durante el día. Nadie había visto erigir las piras, ya que todos tenían los ojos clavados en el camino, y, contra todo pronóstico, lo que se iluminaba con altas llamas de fiesta eran las colinas. El rey Tsongor y todos los suyos se instalaron en la azotea del palacio para disfrutar del espectáculo, pero no hubo nada más, nada aparte de las golondrinas, que seguían girando en el cielo, y la ceniza de las colinas, que flotaba en el cálido aire del atardecer; nada, hasta que resonaron los ladridos de los perros del guardián de la puerta de poniente. El silencio de la ciudad era tal que todos pudieron oírlos, desde la azotea del palacio hasta las callejas más apartadas. Los perros de la puerta occidental estaban ladrando, y eso significaba que algún extranjero se había presentado ante ella. En cada puerta de la ciudad había un hombre cargado de amuletos, con cascabeles en las muñecas y los tobillos, una cola de buey en la mano izquierda y una cadena que sujetaba una trailla de doce perros en la derecha. Eran los guardianes de las jaurías y su misión consistía en ahuyentar a los malos espíritus y a los vagabundos. La jauría de la puerta oeste estaba ladrando, y el rey, la princesa, la corte, todos los habitantes de Massaba, se preguntaron por qué entraban los embajadores por allí, si la puerta preparada para recibirlos era la del sur. Era un contratiempo absurdo, y el rey Tsongor, nervioso, se levantó de su asiento; estaba irritado e impaciente. Su azotea dominaba toda la ciudad; la gran arteria estaba a sus pies, y sus ojos no se apartaban de la avenida esperando ver acercarse el cortejo de los presentes, pero lo que distinguió no fue un cortejo. Un hombre avanzaba solo por el centro de la avenida al paso lento y regular de un gran camello adornado con jaeces de mil colores. El animal y su jinete cabeceaban al ritmo de un navío que hiende las olas, se acercaban con la plácida y digna parsimonia de las caravanas del desierto. En vez de un cortejo, un hombre solo entraba en las calles de Massaba. El rey esperaba y empezaba, a su pesar, a sentir un vago temor, pues las cosas no iban como debían. El jinete llegó ante las puertas de palacio y pidió audiencia con el rey Tsongor, y sólo con el rey. Eso volvió a sorprender a todo el mundo, pues la costumbre era ofrecer los presentes a los ojos de todos, ante la futura esposa y su familia. Pero, una vez más, el rey se plegó a tan insólita exigencia, y sin más compañía que Katabolonga se instaló en el salón del trono.