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– No teníais derecho – les dijo -, ningún derecho a morir. Samilia está viva, la habéis dejado sola. Debíais luchar por ella, pero os habéis destrozado del primero al último y la habéis olvidado. Ya no queda nadie para velar por ella. Os maldigo, no teníais derecho.

La tropa desapareció lentamente, nadie se atrevió a volverse. Tsongor se quedó allí, era la única sombra que no podía pasar al otro lado. Una voz lejana lo llamaba al mundo de los vivos. Tsongor la conocía, era la voz de Katabolonga.

– ¿No lloras, Tsongor?

No, no lloraba; apretaba los puños con cólera, maldiciendo a los condenados.

Suba seguía recorriendo los caminos, pero su comportamiento había cambiado. Era como una sombra miedosa, evitaba las ciudades, se mantenía alejado de los hombres. El asesinato del oráculo seguía torturándolo, la vergüenza no le daba tregua. Pensaba en su padre, en sus conquistas, en sus crímenes, y ahora creía comprenderlo. No paraba de reflexionar sobre las palabras del oráculo; sí, la anciana tenía razón, sólo se inspiraba asco. Ya no pensaba en las tumbas, y la idea de tener que dirigir otra obra lo horrorizaba; no, no construiría la última tumba, quería huir, desaparecer del mundo. Era un peligro para los hombres, sus manos podían matar. Lentamente, como un viejo decrépito, avanzaba hacia los grandes desfiladeros del norte, aquellas altas y escarpadas montañas, salvajes y abandonadas por el hombre. Sólo podía esconderse allí, allí, donde nadie iría a buscarlo. Quería desaparecer, y los grandes desfiladeros le parecían el abismo ideal para perderse.

Cuando llegó, el prodigioso espectáculo de las montañas lo dejó sobrecogido. Era un macizo muy accidentado, surcado por largos desfiladeros semejantes a angostos caminos de piedra, pasillos en los que apenas cabía un hombre; allí nada tenía medida humana. A veces, después de haber recorrido un desfiladero, llegaba al borde de un precipicio, y era como estar en una terraza: hasta donde alcanzaba la vista, no había otra cosa que el inmenso silencio de las montañas. Por primera vez desde el asesinato del oráculo, se sentía en paz; de vez en cuando, un halcón solitario rasgaba el cielo, estaba solo en un mundo salvaje. Suba se dejó llevar por su mula.

Durante tres días vagó por aquel laberinto de piedra, plegándose a los caprichos de su montura, sin comer ni beber, como una sombra que muere lentamente empujada por el viento. Al cuarto día, cuando las fuerzas lo habían abandonado por completo, se vio de pronto ante la entrada de un palacio excavado en la roca. Al principio creyó que tenía alucinaciones; pero la entrada estaba allí, austera y suntuosa. Era allí, sí, allí era donde había que enterrar a Tsongor, lo supo de golpe. Bajó de la mula y se arrodilló ante el palacio. Era allí. Tal vez fuera el mismo Tsongor quien había construido aquel palacio, sí, tal vez hubiera llegado allí y hubiera sentido por aquel lugar lo mismo que él ante el ciprés de las tierras soleadas; o tal vez aquel palacio silencioso e ignorado por todos hubiera existido siempre, olvidado por los hombres. Sí, allí era donde había que enterrar a Tsongor, un lugar suntuoso pero escondido, una tumba regia y majestuosa que ningún hombre encontraría jamás. Allí era donde debía reposar Tsongor, las montañas tenían su misma grandeza. Allí podría esconder su vergüenza, ya no le cabía duda, una tierra que no tenía la medida del hombre, infinitamente más bella y más salvaje, un lugar fuera del mundo; lo había encontrado.

Volvió a montar con la certeza de que su viaje había acabado. Ya no le quedaba más que volver a Massaba. Había construido seis tumbas repartidas por todo el reino y había encontrado la séptima, la última morada de Tsongor. Ya sólo quedaba enterrarlo para que pudiera descansar en paz.

Ningún rumor, ningún ruido de batalla perturbaba ya el profundo sueño del rey. Tsongor y Katabolonga habían dejado de hablar, no había nada más que decir; sin embargo, el viejo rey seguía removiéndose en su tumba. Katabolonga creía que se debía una vez más a la moneda roñosa, que el deseo de pasar a la orilla de los muertos volvía a torturar a Tsongor, pero un día el difunto rey habló al fin, y hacía tanto tiempo que Katabolonga no oía su voz que dio un respingo, como un mono asustado.

– Legué mi imperio a mis hijos – dijo Tsongor -. Lo devoraron a bocado limpio y se mataron unos a otros sobre un montón de ruinas. No lloro por ellos, pero ¿qué le di a Samilia? Ni el marido que le había prometido ni la vida a la que tenía derecho. ¿Qué habrá sido de ella? De Samilia no sé nada, era mi única hija y no recibió nada de mí. A Suba tal vez le transmitiera lo que soy, pero Samilia es la parte que se me escapó. Sin embargo, fue para ella para quien más preparé mi legado. Quería darle un hombre, tierras; quería que mi vida sirviera para eso, para ponerla a cubierto, para que nada pudiera dañarla jamás; quería que mi sombra de padre velara por ella y sus descendientes. Pero no le dejé otra cosa que el luto, el luto por su padre y luego el luto por sus hermanos, uno tras otro, la muerte de sus pretendientes, el saqueo de la ciudad. ¿Qué recibió de mí? Promesas de fiestas y la ceniza de las casas saqueadas. Samilia es la parte sacrificada. Yo no quería eso, nadie lo quería, pero todos la olvidaron.

Tsongor calló y Katabolonga no respondió, no tenía nada que decir. Él también pensaba a menudo en Samilia. A veces se preguntaba si no era su deber buscarla para escoltarla allí donde fuera, para velar por ella, pero no había hecho nada. A pesar de la compasión que le inspiraba, sentía que su sitio no era ése. Su fidelidad consistía en esperar a Suba, no debía haber otra cosa, así que había dejado desaparecer a Samilia, como todos los demás. Y, como todos los demás, tenía remordimientos, porque sentía que aquella mujer era sagrada, sagrada por todo lo que había sufrido, sagrada porque todos, uno tras otro, sin ni siquiera darse cuenta, la habían sacrificado.

Suba tomó el camino de regreso. Cabalgó durante semanas, impaciente por volver a ver su tierra natal y preocupado por lo que encontraría en ella. Su mula había envejecido, avanzaba más despacio y se había quedado casi ciega, pero seguía llevándolo por los caminos del reino sin dudar nunca. De su silla aún pendían las ocho trenzas de las mujeres de Massaba, que el tiempo había encanecido, eran el reloj de arena de Suba. Había transcurrido toda una vida. Llegó a la cima de la más alta de las siete colinas al alba, Massaba estaba a sus pies. De golpe parecía haberse convertido en un pequeño e insignificante montón de piedras, sólo las murallas conservaban su imponente silueta. La llanura estaba desierta y los poblados de tiendas que antaño se apretujaban al pie de las murallas habían desaparecido. Ya ni siquiera se distinguía el trazado de los caminos que en otro tiempo llenaban muchedumbres de afanosos mercaderes, ya no quedaba nada. Lentamente, Suba bajó a la llanura y entró en Massaba.

Era una ciudad desierta, no se oía el menor ruido, no se percibía un solo movimiento en torno a aquellas piedras impasibles, todo se había desintegrado. Los habitantes que habían sobrevivido a la larga guerra habían acabado huyendo de aquel lugar maldito, lo habían dejado todo tal cual, las plazas, las casas en ruinas… El tiempo y la vegetación se habían apoderado de todo. En ese momento las fachadas estaban cubiertas de verde musgo y las malas hierbas prosperaban en los patios, en las azoteas, entre las tejas y en las grietas de los muros. Era como si la vegetación se hubiera tragado la ciudad poco a poco. La hiedra envolvía las casas que aún seguían en pie y el viento zarandeaba las puertas y formaba densos remolinos de polvo. Suba recorrió las calles de la ciudad con las mandíbulas apretadas. Massaba no había caído, no, se había podrido lentamente; los vestigios de los combates de antaño alfombraban las calles, fragmentos de cascos, astillas de cristal, trozos de máquinas de guerra calcinadas. Todo iba acudiéndole a la mente: los rostros de los que había dejado atrás, la presencia de sus hermanos, la última noche que habían pasado juntos, la víspera de su partida, las canciones, los licores que habían bebido. Recordaba la mano de su hermana acariciándole el brazo, recordaba las lágrimas que había vertido; era el único que sabía que todo aquello había existido. Su mula avanzaba en medio de la desolación, y él se sentía tan viejo como si tuviera varios siglos. Volvía a ver un mundo desaparecido, recorría calles devoradas por el pasado; era como un estúpido superviviente que ve morir a toda una generación de hombres y se queda solo, estupefacto, en medio de un mundo sin nombre.