Cuando entró en el viejo palacio del rey Tsongor, un fuerte olor le abofeteó el rostro. Una colonia de monos había trasladado su domicilio a las inmensas salas del edificio, se contaban por centenares, por miles, y las alfombras estaban cubiertas de excrementos. Saltaban de habitación en habitación agarrándose a las lámparas, y Suba tuvo que abrirse paso entre ellos apartándolos a puntapiés. Eran monos aulladores y sus agudos chillidos eran lo único que se oía en la ciudad, quejas de animal inarticuladas. A veces se pasaban la noche entera chillando de ese modo, dando desgarradoras serenatas que hacían temblar las paredes del palacio.
Suba bajó a la gran cámara donde reposaba su padre. Estaba a oscuras, avanzó despacio, a tientas, y tropezó varias veces. De pronto, en mitad de la sala, se oyó un brusco chasquido al que siguió un resplandor que lo deslumhró, alguien acababa de encender una antorcha.
Suba se quedó pegado a la pared durante unos instantes, estupefacto; poco a poco, distinguió el sepulcro sobre el que reposaba su padre. Junto a él había alguien, con el rostro iluminado por el resplandor de la antorcha.
– Tsongor te esperaba, Suba.
Reconoció aquella voz al instante, era como si se hubiera marchado el día anterior. El hombre al que tenía ante sí era Katabolonga, el portador del taburete de oro de su padre. Estaba allí, tan descarnado como una vaca sagrada, con las mejillas hundidas y una larguísima barba que se le comía el rostro. Estaba sucio, pero se mantenía bien erguido. Durante todos aquellos años se había alimentado de los monos que se aventuraban a bajar allí sin moverse jamás, permaneciendo siempre junto a la cabecera del muerto. Suba se sintió invadido por una alegría inmensa, quedaba un hombre, un hombre que conocía el mundo en el que él había nacido, que recordaba el rostro de sus hermanos, sabía lo hermosa que era Samilia y lo que habían sido las fuentes de Massaba. Quedaba eso; allí, en medio de los huesos de mono roídos y la oscuridad, quedaba un hombre que lo había esperado y podía pronunciar su nombre.
Juntos cumplieron la promesa que le habían hecho a Tsongor: cogieron el cadáver del rey con precaución y lo sacaron al exterior, allí construyeron una especie de camilla de madera que engancharon a la vieja mula, y Suba se puso en camino una vez más.
Abandonaron para siempre la soberbia ciudad de antaño al liquen y los monos. Caminaban a ambos lados de la mula sin hablar, los dos velaban por el cuerpo del rey muerto. De pronto, en el instante en que llegaron a la cima de la colina, oyeron el gran coro quejumbroso de los monos aulladores. Era como el último adiós de la ciudad o como la risa burlona del destino, que elevaba su grito de victoria en un país de silencio.
Suba llevó el cadáver de su padre a las montañas púrpura del norte. Durante el viaje, Katabolonga le contó lo que había ocurrido en Massaba: la muerte de Libo – ko, la desaparición de Samilia y la inexorable destrucción de la ciudad. Suba no le hacía ninguna pregunta, ya no le quedaban fuerzas, sólo lloraba. El rampante interrumpía su relato y, más tarde, cuando las lágrimas se secaban, lo reanudaba, así que Suba vivió la agonía de Massaba y de los suyos por boca del viejo servidor de Tsongor.
Llegaron a las montañas púrpura y se internaron en los estrechos desfiladeros. Katabolonga miraba aquel laberinto rocoso, aquellos escarpados pasillos en los que el sol a duras penas conseguía penetrar, como habría mirado un lugar santo. La alta silueta de las rocas tenía algo de eternidad suspendida. Allí no había más seres vivos que algunas cabras monteses y grandes lagartos que se deslizaban de piedra en piedra.
Llegaron a la tumba tras una hora de marcha. Ante ellos se alzaba, la suntuosa fachada del palacio, excavada en la piedra ocre, parecía la silenciosa puerta que llevaba al corazón de las montañas.
Depositaron el noble cadáver de Tsongor en la última sala del palacio. Suba le puso la túnica real con la amorosa delicadeza de un hijo; luego, posó la mano en el pecho de su padre y se recogió durante unos momentos. Llamaba a su espíritu. Cuando sintió que el rey Tsongor volvía a estar allí, rodeándolo con su presencia, pronunció al oído del cadáver la frase que había conservado en la memoria durante tantos años:
– Soy yo, padre, soy Suba. Estoy junto a ti, escucha mi voz, estoy vivo. Descansa en paz, pues todo se ha cumplido.
Y besó la frente del rey Tsongor. De improviso, el cadáver sonrió con dulzura; oía la voz de su hijo y comprendía por su tono, más maduro, más grave que antaño, que habían pasado los años, que, a pesar de las guerras y las matanzas, al menos una cosa había ocurrido como había previsto. Suba estaba vivo y había cumplido su palabra. Había llegado el momento de desaparecer. Katabolonga se acercó lentamente, de una de las cajitas de caoba que llevaba colgadas del cuello, sacó la vieja moneda de Tsongor y delicadamente, sin decir palabra, la deslizó entre los dientes del muerto. Todo había acabado. Al término de su vida, Tsongor moría sin otro tesoro que la moneda que se había llevado consigo al iniciar su vida de conquistas. Así dio fin la lenta agonía del rey Tsongor. Sonrió con tristeza, como un ajusticiado, sonrió contemplando los rostros de su hijo y de su viejo amigo y murió por segunda vez.
Suba permaneció largo rato junto a la cabecera del cadáver. Conservaba en su mente la última expresión de su padre, aquella sonrisa triste y lejana que no le había visto esbozar en vida. Comprendía que para Tsongor no podía haber alivio; a pesar del regreso de su hijo y de la moneda de Katabolonga, el viejo rey había muerto pensando en Samilia, y ese recuerdo lo atormentaría incluso en la muerte.
Suba colocó la pesada losa de mármol y selló la tumba; todo había acabado, había cumplido con su deber. En ese momento, Katabolonga se volvió hacia él y le habló con suavidad.
– Ahora ve, Suba, y vive la vida que debes vivir sin temer nada. Yo me quedo con Tsongor, estaré aquí, no me moveré.
Y antes de que Suba pudiera decir nada, el gran rampante de arrugado rostro lo apretó contra su pecho y le indicó que se marchara. No había nada más que decir, Suba lo comprendió. Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de la tumba. Katabolonga se quedó mirando la silueta de su espalda y murmuró una plegaria para encomendarlo a la vida; sentía que la muerte crecía en su interior.
«Ya está – se dijo -, ahora me toca a mí. Ya no iré más lejos. Soy el último del viejo mundo. El tiempo del rey Tsongor y de Massaba ha concluido, el tiempo de mi vida, también. No iré más lejos.»
Se acurrucó a los pies de la tumba, como un centinela, listo para saltar, con una mano en el pomo del puñal y la otra sobre el sagrado taburete de oro, y murió. Su cuerpo se inmovilizó como la piedra y permaneció así por toda la eternidad, como una estatua vigilante que prohibe el acceso a un lugar sagrado a los extraños. Katabolonga estaba allí, para siempre, con la cabeza orgu – llosamente erguida, con los ojos clavados en la puerta de la tumba y en Suba, que se alejaba lentamente.