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El hijo del rey Tsongor abandonó las vastas salas excavadas en la roca, volvió a salir a la luz del sol y montó en su eterna mula. Rehízo el camino entre las altas rocas, que lo observaban en silencio. Durante todas las noches de aquel viaje no había dejado de hacerse la misma pregunta: ¿por qué le había confiado aquella tarea su padre?, ¿por qué lo había condenado al exilio y la soledad?, a permanecer lejos de los suyos, a ignorar la suerte de Massaba. ¿Por qué lo había elegido a él, Suba, el menor de sus hijos? A él, que soñaba con una vida completamente distinta, que tantas veces había estado a punto de abandonar para acudir en ayuda de Massaba. Eran preguntas que lo inquietaban a menudo, pero a las que nunca había hallado respuesta. Había envejecido y había acabado considerando aquella tarea como una maldición que lo excluía del mundo y de la vida, pero en aquel momento comprendió de pronto que, durante su gran noche en blanco en la azotea de Massaba, su padre lo había intuido todo; había visto la aterradora guerra que se avecinaba, había visto el sangriento sitio de Massaba y las infinitas matanzas que cubrirían de sangre la llanura, había presentido que el mundo iba a vacilar, que todo desaparecería, que no quedaría nada y que ni él ni nadie podría oponerse a aquel viento salvaje que se lo llevaría todo. Así que había llamado a Suba y lo había condenado a años de vagabundeo y trabajos para que, durante todo ese tiempo, se mantuviera alejado de la desgracia que todo lo devora, para que, cuando todo acabara, quedara al menos un hombre. Y había acertado, quedaba uno, el último superviviente del clan Tsongor.

Suba había cumplido su promesa, pero la triste sonrisa de Tsongor lo obsesionaba. Quedaba Samilia, olvidada por todos y maltratada por la vida. Al principio pensó en lanzarse en su busca, pero conocía la inmensidad del reino y sabía que jamás la encontraría, sería una búsqueda vana. Reflexionó largo rato sobre su mula hasta llegar al último desfiladero de las montañas púrpura, allí levantó la cabeza y contempló el paisaje que lo rodeaba. Las montañas estaban a su espalda, la inmensidad del reino, ante él. Era el último hombre de un mundo extinguido, un hombre maduro que no había empezado a vivir; le quedaba vivir. Sonrió, ya sabía lo que tenía que hacer, construiría un palacio. Hasta ese día había obedecido a su padre y erigido las tumbas, una tras otra; a partir de entonces debía pensar en Samilia. Construiría un palacio, el palacio de Samilia, un edificio austero y suntuoso que sería el coronamiento de sus trabajos. Trataría de igualar la belleza de su hermana, lo haría de tal modo que el palacio hablara al mismo tiempo del fasto de su vida y del fracaso de una existencia devorada por la desgracia. Sí, eso era lo que le quedaba por hacer. En las tumbas de Tsongor nadie entraría jamás, las había sellado todas, una tras otra, para que en su interior sólo reinaran el silencio y la muerte. El palacio de Samilia estaría abierto, como un albergue regio para los viajeros; los hombres acudirían de todas partes para descansar en él, las mujeres dejarían ofrendas para honrar el recuerdo de la hija del rey Tsongor. Un palacio abierto a los vientos del mundo, como un caravasar resonante de voces y ruidos. Construiría aquel palacio, y quizá un día Samilia oyera hablar de aquel lugar que llevaba su nombre. Era la única esperanza que le quedaba, que su hermana oyera hablar del palacio y volviera junto a él. Construiría un palacio para llamar a su hermana, y si Samilia estaba ya demasiado lejos, si jamás volvía, no todo se habría perdido: el palacio estaría allí para contar a todos la locura de los Tsongor, para honrar el recuerdo de Samilia y ofrecer eterna hospitalidad a sus hermanas errantes.