El hombre que se presentó ante él era alto, vestía telas ricas pero de colores oscuros y llevaba más amuletos que joyas; en sus dedos no había anillos y, en vez de collar, varios cofrecitos de caoba que contenían talismanes pendían de su cuello. Iba cubierto con un velo, pero apenas entró en la sala hincó una rodilla con deferencia y, bajando la cabeza en señal de respeto, se lo quitó para no seguir ocultando el rostro por más tiempo. Al ver las facciones del viajero, el rey Tsongor tuvo una sensación extraña, pues había en ellas algo que le resultaba familiar. El desconocido alzó los ojos hacia Tsongor, y sonrió con la sonrisa afectuosa de un amigo. Permaneció en silencio unos instantes más, como para permitir a su interlocutor que se acostumbrara a su presencia, y luego dijo:
– Rey Tsongor, que tus antepasados sean bendecidos y que tu frente conozca el dulce beso de los dioses. Veo que no me reconoces, y no me sorprende. El tiempo ha hecho su trabajo sobre mi rostro, ha surcado de arrugas mis mejillas. Permíteme que te diga quién soy y que me acerque a besarte la mano. Soy Sango Kerim. Espero que el tiempo no haya conseguido que olvides mi nombre.
El rey Tsongor se levantó de un salto, no podía creerlo, tenía ante sí a Sango Kerim. La alegría brotó en su interior y lo invadió por completo. Se precipitó sobre su huésped y lo estrechó entre sus brazos. Sango Kerim… ¿Cómo era posible que no lo hubiera reconocido? Se había marchado siendo un niño y en ese momento tenía ante sí a un hombre. Sango Kerim… Siempre lo había tratado como si fuera su quinto hijo. El compañero de juegos de los cuatro de su misma sangre, con los que se había criado hasta los quince años; a esa edad, Sango le había pedido que lo dejara partir, pues quería recorrer el mundo, llegar a ser quien debía ser. Bien que a su pesar, el rey Tsongor le permitió hacer su voluntad. Luego fueron pasando los años, y como no volvía, lo olvidaron. Sango Kerim… Lo tenía allí, ante sí, elegante, orgulloso, un auténtico príncipe nómada.
– ¡Qué alegría para mí, Sango, verte en el día de hoy! – exclamó el rey Tsongor -. Deja que te contemple y te estreche contra mi pecho, tienes un aspecto magnífico, qué alegría. ¿Sabes que Samilia se casa mañana?
– Lo sé, Tsongor – respondió el nómada.
– Y por eso has vuelto precisamente hoy, ¿verdad? Para estar con nosotros.
– He vuelto por Samilia, sí.
Sango Kerim había respondido secamente; a continuación, retrocedió un paso y se quedó muy rígido mirando al rey Tsongor a los ojos, reencontrándose con el rostro de aquel anciano al que amaba. Lo embargaba la emoción, pero intentaba dominarse, pues tenía que mantenerse firme y decir lo que había ido a decir. El rey Tsongor comprendió que algo no marchaba bien y, una vez más, sintió que aquel día sería largo y se estremeció.
– Me gustaría, Tsongor, disponer de tiempo para abandonarme a la alegría de estar de nuevo en tu palacio. Me gustaría disponer de tiempo para redescubrir con gozo todos los rostros de antaño, los rostros de quienes me criaron, de aquellos con quienes jugué. El tiempo ha dejado su huella sobre nosotros, y me gustaría poder redescubrirlos uno a uno con las yemas de los dedos, comer con vosotros, como hacíamos antaño, y recorrer la ciudad, porque también ha cambiado, pero no he venido a eso. Me alegro de que te acuerdes de mí y lo hagas con alegría. Sí, he vuelto por Samilia, del mismo modo que me marché por ella. Quería conocer mundo, acumular riquezas y sabiduría, quería ser digno de tu hija. Hoy vuelvo porque mis vagabundeos han acabado, vuelvo porque ella me pertenece.
El rey Tsongor no daba crédito a sus oídos, no sabía si echarse a reír.
– Pero Sango…, no lo has entendido… Samilia… se casa mañana…, ya has visto las calles de la ciudad…, ya has visto… todo a tu alrededor… Es el día de los presentes. Mañana será la mujer de Kuame, el rey de las tierras de la sal. Lo siento, Sango, no lo sabía, no sabía que tú…, en fin, me refiero a que ignoraba tus sentimientos… Así que… yo… tú sabes que te quiero como a un hijo…, pero eso… no… es imposible…
Sango Kerim se había marchado. Los fuegos de las colinas del norte seguían ardiendo, como si no quisieran apagarse jamás; eran como inmensas antorchas que bailaban en la suave luz del atardecer. El rey Tsongor las observaba con rostro inescrutable. Al principio había creído que eran los embajadores de Kuame, que habían acampado en las colinas antes de entrar en la ciudad. Luego, cuando Sango Kerim se presentó ante él, se dijo, con placer, que también él había acudido a ofrecer espléndidos presentes a su hija. Ya sabía lo que significaban aquellas antorchas, sabía que un ejército había plantado sus tiendas sobre cada una de aquellas colinas y esperaba su respuesta. Y aquellas altas llamas que danzaban a lo lejos en el cálido aire del crepúsculo le hablaban de la desgracia que se disponía a abatirse sobre él y sobre Massaba. «Mira cómo ascendemos en el cielo, Tsongor – le decían -. Mira cómo devoramos las cimas de las colinas de tu reino y piensa que también podemos devorar tu ciudad y tu alegría. No olvides el fuego de las colinas, no olvides que tu reino puede arder como un insignificante trozo de madera.»
Cuando se presentó ante él, Samilia no necesitó preguntarle por qué la había llamado; al ver las arrugas que surcaban su vieja frente, la joven supo de inmediato que acababa de ocurrir algo grave. Lo observó, y como él seguía contemplando el vuelo de las golondrinas y las altas llamas que danzaban en el horizonte, le dijo con voz grave:
– Te escucho, padre.
El rey Tsongor se volvió y contempló a su hija. Todo lo que había emprendido en los últimos meses lo había hecho por su boda, aquel día se había convertido en su obsesión de padre y de rey. Que todo estuviera listo, que la fiesta fuera la más hermosa que el imperio hubiera celebrado jamás…, no había trabajado para otra cosa. Quería darle un marido a su hija y unir su imperio a otro por un medio distinto de la guerra y la conquista por primera vez. Había estudiado cada detalle de la fiesta personalmente, había pasado noches enteras en vela; por fin había llegado el día, y un hecho imprevisible amenazaba con arruinarlo todo. Contempló a su hija. Le habría gustado no tener que decir lo que tenía que decir, le habría gustado no tener que pedir lo que tenía que pedir, pero las llamas ardían y no podía sustraerse a su apetito.
– He recibido la visita de Sango Kerim – dijo al fin.
– Me lo han contado las mujeres de mi séquito, padre.
Samilia observaba a su padre y leía en su rostro una angustia que no comprendía. Tsongor había elegido a Kuame y ella lo había aceptado, le había hablado con dulzura y simpatía del joven príncipe de las tierras de la sal, y ella había accedido a aquella unión con alegría. No comprendía lo que, a esas alturas, podía ensombrecer el rostro de su padre de aquel modo. Todo estaba dispuesto, no quedaba más que celebrar la boda y disfrutar de la fiesta.
– Su llegada debería haberme colmado de alegría, Samilia… – empezó a decir Tsongor.
Pero no acabó la frase. Se produjo un largo silencio, y el rey volvió a abismarse en la contemplación de los garabatos que las golondrinas dibujaban en el cielo. Luego, de repente, reaccionó; sus ojos volvieron a posarse en los de su hija y, con voz ronca, le preguntó:
– ¿Es cierto, Samilia, que en la época en que Sango Kerim y tú erais amigos os hicisteis una promesa? – Samilia no respondió, buscaba en su memoria algo que pudiera parecerse a lo que le preguntaba su padre -. ¿Es cierto – insistió Tsongor – que le diste tu palabra, como él te dio la suya, de que un día os casaríais? ¿Pusisteis por escrito esas promesas de niños y las guardasteis en un amuleto?