– Lo sé, Tsongor.
– ¿Qué debo hacer, Katabolonga? – Es hoy, amigo mío.
– ¿Hoy? *
– Sí.
– Me lo has dicho esta mañana.
– Te lo he dicho en cuanto lo he sentido.
– Esta mañana ya… Sí, lo recuerdo. No he comprendido tus palabras, creía… Sí, creía que hablabas de la boda de Samilia, pero no era eso, no, tenías la mirada triste, ya lo sabías. Sí, era eso, sabías todo esto mucho antes que yo. Es hoy, dices. Sí, tienes razón, no se puede hacer otra cosa. Está bien, ni la guerra, ni las batallas de antaño. Sólo esta noche inmensa sobre mí, y el nervioso vuelo de los murciélagos, nada más. Tu mano abatiéndose sobre mí para echar la gran sábana de la vida sobre mis ojos. Sí, te comprendo, Katabolonga, te comprendo, amigo mío, velas por mí. Benditos sean tus labios, tus labios que dicen lo que será.
En mitad de la noche, el rey Tsongor salió a la azotea y, una vez más, Katabolonga lo siguió, como una sombra discreta y peligrosa. Tsongor observó el cielo y las siete colinas de Massaba; las hogueras de Sango Kerim seguían ardiendo a lo lejos. Aspiró el cálido aire de la noche estival. Permaneció allí una hora, sin decir palabra al portador del taburete de oro; luego le pidió que llamara a su hijo menor, Suba.
Katabolonga sacó de la cama a Suba, que lo siguió sin hacer ninguna pregunta y encontró a su padre en la azotea con el rostro alterado y las facciones tensas; los tres hombres estaban solos en la profunda noche de Massaba.
– No hagas ninguna pregunta, hijo mío – le ordenó el viejo Tsongor -, limítate a escuchar lo que digo y a acceder a lo que te pido, pues no es momento de explicar nada. Soy el rey Tsongor y tengo tantos años en las mejillas y en los huecos de las manos como tú cabellos. La vida me pesa enormemente y pronto llegará el día en que mi cuerpo será demasiado viejo para soportarla. Me doblaré, me arrodillaré y la dejaré en el suelo ante mí sin amargura, porque ha sido generosa conmigo. No hables, no digas nada, sé lo que piensas. Digo que ese día llegará. Escúchame. Sólo te pido una cosa, hijo mío. Cuando llegue, habrá empezado tu misión. No llores con las plañideras, no participes en las discusiones que dividirán a tus hermanos sobre el reparto del reino, no escuches los rumores de palacio ni las habladurías de Massaba. Simplemente, recuerda mis palabras, recuerda esta noche en la azotea y haz lo que debes. Córtate el pelo, ponte una larga túnica negra y quítate las joyas que llevas en ambos brazos. Te pido que te marches, que abandones la ciudad y a nuestra familia, te pido que cumplas tu misión, aunque tengas que dedicarle veinte o treinta años de tu vida. Construye siete tumbas por todo el mundo, en lugares apartados a los que nadie pueda llegar, haz que las construyan los mejores arquitectos del reino, siete tumbas secretas y suntuosas. Que cada una de ellas sea un monumento a lo que fui para ti. Pon en ellas toda tu energía, todo tu ingenio; elige bien las tierras donde las construyas, en mitad de un desierto, a orillas de un río, bajo tierra si puedes… haz lo que quieras. Siete mausoleos reales, más fastuosos que el palacio de Massaba; no escatimes ni tus esfuerzos ni mis tesoros. Cuando hayas acabado esa obra, habrán pasado los años, y puede que seas más viejo que yo en estos momentos. Que eso no te detenga, que nada te haga olvidar tu promesa, la promesa a un padre muerto, la promesa a un rey que se arrodilla ante ti. No escuches a nadie, acalla la voz de la rebeldía en tu interior y acaba lo que debes acabar. Cuando las siete tumbas estén construidas, vuelve a Massaba, ordena que abran el sepulcro real y llévate mi cuerpo contigo. En tu ausencia, tus hermanos me habrán embalsamado, tendré el rostro hundido de las momias que sonríen en el espanto; seguiré aquí, te esperaré aquí, en Massaba. Llévame contigo, que carguen mi sarcófago a lomos de un animal y parte en comitiva para realizar el último viaje de tu promesa. Elige una de las siete tumbas y deposita en ella mi cuerpo; tú serás el único que sabrá dónde reposa, el único. Siete tumbas, y una sola en la que habitaré en la eternidad de mi noche. Cuando hayas hecho eso, y antes de marcharte y vivir la vida que debes vivir, inclínate hacia mi oído de muerto y murmúrame estas palabras: «Soy yo, padre, soy Suba. Estoy vivo y estoy junto a ti. Descansa en paz, pues todo ha acabado.» Sólo entonces habrás cumplido tu promesa, sólo entonces podrá decirse que Tsongor está enterrado. Te habré esperado todos esos años para morir, y solamente entonces podrás quitarte la túnica de luto, volver a ponerte las joyas y abrazar de nuevo la vida.
La noche era oscura. Katabolonga y Suba permanecían inmóviles. El joven príncipe estaba estupefacto, miraba a su padre sin comprender, incapaz de responder, totalmente concentrado en escuchar aquella voz.
– Me escuchas – siguió diciendo el rey Tsongor -. Lo veo. No respondes, muy bien, recuerda cada una de mis palabras. Y ahora, Suba, júrame que harás lo que te pido. Júralo ante Katabolonga y que la noche envuelva nuestro secreto. Jura y no reveles una sola palabra de esto a nadie, jamás.
– Lo juro, padre.
– Dilo otra vez. Que el sueño de Massaba te oiga, que la tierra de tus antepasados lo escuche, que los murciélagos lo sepan. Jura y no te retractes.
– Lo juro. Lo juro ante ti.
El rey Tsongor hizo que su hijo se levantara y lo tomó en sus brazos. Las lágrimas le resbalaban por el rostro.
– Gracias, hijo mío. Y, ahora, vete.
Suba desapareció, y los dos ancianos volvieron a quedarse solos en la infinita azotea de aquella noche de verano.
– ¿Debo llamar a Samilia? – preguntó Katabolonga.
El rey reflexionó durante unos instantes, al cabo de los cuales miró al viejo portador y negó con la cabeza, pues no se sentía con fuerzas para mantener otra conversación; la noche acabaría pronto, y quería reservarse aquellos últimos instantes.
– Haber construido todo esto y tener que abandonarlo todo sin haberlo disfrutado… – murmuró -. En el momento de cerrar los ojos, ¿podré decir que he sido feliz, a pesar de todo lo que me han quitado? ¿Y qué pensarán de mí aquellos a quienes dejo detrás? Puede que mañana Samilia me maldiga. Sus gritos resonarán por todo el palacio y escupirá sobre mi nombre, escupirá sobre su dote. No le quedará más que un puñado de tierra que apretar entre las manos, pues los presentes habrán desaparecido, no quedará nada. Sus joyas, su ropa, sus velos de novia, podrá quemarlos sobre mi tumba. Me maldecirá, sí, a no ser que consiga lo que se me ha negado en vida. Sé cuándo se avecina una guerra, eso sí lo aprendí; está ahí, a mi alrededor, tú también la sientes, ¿verdad, Katabolonga?
– Sí, Tsongor, está ahí, esperando a que amanezca para arrojarse sobre Massaba desde lo alto de las colinas. Está ahí, no te quepa duda.
– Escúchame bien, Katabolonga – siguió diciendo el rey, tan absorto que parecía no haber oído la voz de su amigo -. Mañana estaré muerto, y sé lo que ocurrirá. Se decretará el luto, se detendrá todo, un velo de espeso silencio caerá sobre mi ciudad y aquellos a quienes amo cambiarán de rostro y se reunirán en torno a mi tumba; mis hijos, mis compañeros, mis leales, los hombres y las mujeres de Massaba; una muchedumbre enlutada se amontonará a las puertas de palacio, las plañideras se arañarán el rostro. Sé que ocurrirá todo eso. Todos estarán ahí Kuame y Sango Kerim también acudirán. El príncipe Kuame vendrá a dar el pésame a Samilia, pero, sobre todo, vendrá para ver su rostro. Y Sango Kerim también estará allí, porque mi muerte lo habrá apenado y porque no querrá ceder el terreno a su rival. Sé que ocurrirá todo eso. Estarán allí, a los pies de mi cadáver, llorando, lamentándose de mi muerte y vigilándose mutuamente, es como si ya los estuviera viendo. Lo sé, no se lo reprocho. Yo en su lugar probablemente haría lo mismo, yo también iría a llorar al padre para quedarme con la hija. Por eso quiero que hables con ellos, Katabolonga, eres el único que puede hacerlo.