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– ¿Qué debo decirles, Tsongor? – le preguntó su siervo.

– Diles que he muerto porque no he querido elegir entre ellos. Diles que esta boda está maldita porque ha hecho correr mi sangre, y que deben renunciar a ella. Que Samilia siga virgen durante un tiempo y que después se case con otro hombre, un hombre humilde de Massaba, alguien que no esté al frente de ningún ejército. Diles que me habría gustado que las cosas ocurrieran de otro modo, pero nada de lo que previmos se ha cumplido. Díselo con buenas palabras, pues yo no ofendo a nadie, es la vida la que se ha burlado de nosotros. Hay que renunciar; que los dos vuelvan al lugar del que vinieron y elijan otra vida.

– Se lo diré, Tsongor – respondió Katabolonga -, y me esforzaré en encontrar las palabras adecuadas. Les diré que fueron las tuyas. – Katabolonga calló y dejó que el silencio volviera a apoderarse de la noche. No quería añadir lo que debía añadir, pero aun así lo hizo, en voz baja y triste -. Se lo diré, Tsongor – repitió -, pero no será suficiente.

– Lo sé, Katabolonga, pero hay que intentarlo. – De nuevo se produjo un largo silencio. Luego, el rey Tsongor volvió a hablar -: Hay una cosa más. Toma esto, Katabolonga.

En la oscura noche de Massaba, el rey tendió un pequeño objeto al viejo servidor, que lo recogió con cuidado en el hueco de la mano. Era una vieja moneda de cobre roñoso, con los dibujos gastados por el uso; apenas se distinguían las inscripciones grabadas en ella.

– He llevado encima esta vieja moneda toda mi vida. Es lo único que me queda del imperio de mi padre, lo único que me llevé cuando recluté mi primer ejército. Esta es la única moneda que puede pagar mi peaje al más allá como es debido, no quiero otra. Esta es la moneda que me introducirás en la boca y que apretaré entre mis dientes de muerto cuando me presente ante los dioses inferiores.

– Ellos te dejarán pasar con respeto, Tsongor. Al ver que el rey del mayor imperio se presenta ante ellos con esta única moneda, comprenderán quién fuiste.

– Escúchame bien, Katabolonga – siguió diciendo Tsongor -, escúchame bien, porque aún no he acabado. Es costumbre entregar esta moneda al muerto en el momento en que empiezan los funerales, para que llegue al más allá cuanto antes. Yo no quiero eso. Espera, guárdala y asegúrate de que ninguno de mis hijos la sustituye con otra. Mañana estaré muerto; tú tienes la única moneda que puede pagar mi peaje, y te pido que la guardes.

– ¿Por qué? – le preguntó Katabolonga, que no entendía qué deseaba el rey.

– La conservarás hasta el regreso de Suba. Sólo entonces, cuando mi hijo vuelva a Massaba, podrás entregar el precio del peaje a mi cadáver.

– ¿Sabes lo que eso significa, Tsongor?

– Lo sé – respondió simplemente el rey.

– Errarás durante años, sin descanso – repuso Katabolonga -. Años enteros condenado al tormento.

– Lo sé – repitió Tsongor -. Mañana estaré muerto, pero quiero esperar hasta el regreso de Suba para morir del todo. Hasta entonces, seré una sombra sin paz, seguiré oyendo los rumores del mundo de los hombres, seré un espíritu sin tumba. Es lo que quiero. Sólo tú tendrás la moneda capaz de apaciguarme. Esperaré el tiempo que haga falta; hasta que haya acabado todo, no debe haber descanso para Tsongor.

– Cumpliré tu voluntad – dijo Katabolonga.

– Júralo – le pidió el rey.

– Te lo juro, Tsongor, por las decenas de años que nos unen a ti y a mí.

Transcurrieron unos instantes eternos; ninguno de los dos hombres quería continuar hablando. La noche los envolvía. Al cabo, el rey Tsongor tomó la palabra como a su pesar.

– Vamos, Katabolonga, ya ha pasado el momento de hablar. El sol está a punto de salir, hay que acabar. Ven, acércate. Que no te tiemble la mano, coge lo que es tuyo.

Katabolonga se acercó al viejo rey Tsongor. Se había erguido cuan alto era, y su viejo y descarnado cuerpo parecía una araña mortífera. Había desenvainado un puñal, que sujetaba con fuerza. Se acercó al rey Tsongor hasta casi tocarlo; ambos sentían sobre la piel el aliento del otro. El soberano esperaba, pero no ocurrió nada; Katabolonga había dejado caer la mano, lloraba como un niño y hablaba en voz muy baja.

– No puedo, Tsongor, por más que lo intento, no puedo.

El rey contempló el rostro de su amigo. Jamás lo había creído capaz de llorar.

– Recuerda nuestra promesa, amigo mío – dijo el viejo Tsongor -. No haces más que cobrarte lo que te debo. Acuérdate de tu mujer, de tus hermanos, de las tierras que quemé y ensucié con mis pies. No merezco tu llanto. Sopla sobre tu cólera de antaño, está ahí, ha llegado el momento de que vuelva a abrasarte. Acuérdate de lo que robé, de lo que destruí. Estamos en medio de un inmenso campamento de arrogantes soldados, estoy ahí, ante ti, pequeño y feo como un rey criminal, me río de tus palabras, me río de tu pueblo exterminado y de tus poblados arrasados. Tienes un puñal en la mano, eres Katabolonga, nadie puede reírse de ti sin perder la vida. Tienes tu venganza al alcance de la mano, delante de todo mi ejército. Vamos, Katabolonga, ha llegado la hora de hacer sonreír a tus muertos y de lavar las ofensas de antaño.

Katabolonga dominaba al rey con toda su estatura, pero, con el rostro impasible y las mandíbulas apretadas, lloraba.

– Ya no me acuerdo de mis muertos, Tsongor – dijo el anciano servidor1 -. Por más que me remonto al pasado, sólo me acuerdo de ti, de las decenas de años que llevo a tu servicio, de las miles de comidas que he tomado detrás de ti. El Katabolonga de la venganza está enterrado, se quedó allí, con el rey guerrero que eras entonces, en aquella tierra quemada que no tiene nombre. Están frente a frente, a dos pasos uno de otro. Ya no soy aquel hombre. Te miro. Soy tu viejo portador del taburete, nada más. No me pidas esto, no puedo hacerlo.

Katabolonga dejó caer el puñal a sus pies y se quedó inmóvil, con los brazos caídos, incapaz de hacer nada. Al rey Tsongor le habría gustado abrazar a su viejo amigo, pero no lo hizo. Rápidamente, se agachó, cogió el cuchillo y, antes de que Katabolonga comprendiera lo que iba a hacer, se cortó las venas con dos tajos secos. De las muñecas del rey empezó a brotar una sangre oscura que se mezclaba con la noche. La voz del rey Tsongor resonó de nuevo, tranquila y suave.

– Ya está, me muero, ya lo ves. Tardará un poco, la sangre irá escapándoseme de las venas, me quedaré aquí hasta el final. Me muero, tú no has hecho nada. Ahora te pido un favor. – Mientras hablaba, su sangre seguía manando; a sus pies había empezado a formarse un charco -. El sol está a punto de salir, mira, no tardará, iluminará la cima de las colinas antes de que haya muerto, porque la sangre tardará un rato en escapárseme de las venas. Acudirá gente, se arremolinarán a mi alrededor. Mientras agonizo, oiré los gritos de los míos y el lejano rumor de los impacientes ejércitos. No quiero que ocurra eso. La noche se acaba, y no quiero sobrevivir a ella. Pero la sangre mana lentamente. Tú eres el único, Katabolonga, el único que puede hacerlo. Ya no se trata de matarme, yo lo he hecho por ti, se trata de ahorrarme este nuevo día que nace y del que no quiero saber nada. Ayúdame.

Katabolonga seguía llorando. No comprendía, ya no le daba tiempo a pensar, las ideas se atrepellaban en su mente. Sentía la sangre del rey bañándole los pies, oía su voz fluyendo dulcemente en su interior, oía a un hombre al que amaba suplicándole que lo ayudara. Cogió el puñal de las manos del rey con delicadeza. La luna lanzaba sus últimos rayos. Con un rápido movimiento, clavó el puñal en el vientre del anciano, luego retiró el arma y asestó otro golpe. El rey Tsongor se estremeció y relajó el cuerpo; en ese momento la sangre también brotaba de su vientre. Estaba tumbado en medio de un charco negro que inundaba la azotea. Katabolonga se arrodilló y apoyó la cabeza del soberano en sus rodillas. En un último instante de lucidez, el rey Tsongor contempló el rostro de su amigo, pero no le dio tiempo a decirle «gracias», pues la muerte le apagó la mirada de golpe. Sus músculos se contrajeron por última vez y se quedó así, con la cabeza echada hacia atrás, como si quisiera beberse la inmensidad del cielo. El rey Tsongor había muerto. En la turbación de su espíritu, Katabolonga oyó voces lejanas que reían en su interior, eran las vengativas voces de la vida de antaño. En su lengua materna, le murmuraban que había vengado a sus muertos y que podía sentirse orgulloso. El cuerpo del rey descansaba sobre sus rodillas con la rigidez de la muerte. Entonces, en los últimos minutos de aquella larga noche de Massa – ba, Katabolonga aulló, y su queja de animal hizo temblar las siete colinas de Massaba; su llanto despertó al palacio y a toda la ciudad, su llanto hizo vacilar las hogueras de Sango Kerim. La noche acababa a los estremecedores sones de los aullidos de Katabolonga. Y cuando cerró los ojos del rey deslizando la mano sobre ellos suavemente, lo que cerraba era toda una época, lo que enterraba era su propia vida. Y como un hombre al que han enterrado vivo, siguió aullando hasta que el sol se alzó sobre aquel primer día en que estaría solo, solo para siempre y presa del terror.