Samilia contemplaba al hombre que acababa de entrar. Estaba estupefacta; era él, sí, Sango Kerim. El pasado resurgió ante ella de golpe; contempló a aquel hombre y, durante unos segundos, tuvo la sensación de haber vuelto a la época en que vivía con ellos, a la época en que su padre aún vivía, y eso la reconfortó. En su vida había algo inmutable, algo sólido, que no cambiaba; Sango Kerim volvía a rodearla con su presencia, como antaño. Samilia lo miraba con avidez, estaba allí, ante ella; en la desgracia, todavía podía contar con eso: la inmutable fidelidad de Sango Kerim. No había olvidado la presencia de Kuame, e intuía toda la violencia oculta en la confrontación de los dos pretendientes; sobre todo, sentía que en su interior crecía la tortura de la duda, pero, sencillamente, el rostro de Sango Kerim la reconfortaba. Era como si una voz lejana volviera a cantarle al oído las canciones de su infancia para tranquilizarla.
Ya todos lo habían reconocido, pero nadie se movía. Todos estaban al tanto de su regreso, todos sabían que el día anterior había visto a su padre y todos habían constatado con sorpresa hasta qué punto ese reencuentro había sido incapaz de suscitar la alegría del viejo Tsongor, hasta qué punto, por el contrario, lo había sumido en un profundo abatimiento. Pero ninguno se había atrevido a hacer indagaciones, y los preparativos de la boda, la ceremonia de los presentes y, en una palabra, la agitación general habían barrido todas las preguntas. Sin embargo, en ese momento volvieron a imponerse en las mentes de todos: ¿qué hacía allí?, ¿qué quería?, ¿qué le había dicho a su padre? A Danga y los demás les habría gustado hacerle aquellas preguntas, pero Sango Kerim permanecía inmóvil en mitad de la sala, con el rostro crispado; estaba pálido e intentaba disimular el temblor de sus manos, pero en vano. Desde que había entrado no dejaba de mirar a Kuame sin decir nada. Todo el mundo esperaba en silencio. Al fin, Sango Kerim, en quien convergían todas las miradas, tomó la palabra y se dirigió a Kuame, que lo escuchó sin comprender quién era aquel hombre, qué hacía allí y por qué se dirigía a él, que nunca lo había visto.
– Has venido… Sí, por supuesto… Has venido enseguida… sin aguardar ni siquiera un día. No, un día habría sido demasiado tiempo. Sí…
– ¿Quién eres? – le preguntó tranquilamente Kuame, que no comprendía qué sucedía.
Pero Sango Kerim no escuchaba.
– Has venido… – siguió diciendo -. Ni siquiera lo conocías…, pero aquí estás. Sí… Yo lo quería como a un padre. Cuando era niño, me pasaba las horas muertas mirándolo…, me acurrucaba en un rincón y lo observaba, porque quería aprender sus gestos, sus palabras… Como a un padre, sí, yo lo conocía. Has venido… para coger lo que deseas… a los mismos pies del muerto.
Kuame seguía sin comprender qué quería aquel hombre, pero la situación era cada vez más embarazosa, y, con tanta autoridad como rudeza, le espetó:
– Cállate.
Fue como una bofetada en el rostro de Sango Kerim, que guardó silencio y se puso aún más pálido; durante unos instantes, no dijo nada más, contempló el cuerpo del viejo Tsongor. Luego, sus ojos volvieron a posarse en Kuame, se deslizaron sobre él con desprecio, y se dirigió a Saleo con frialdad.
– He venido a buscar a Samilia.
Los hijos del rey Tsongor se levantaron como un solo hombre; Sako estaba blanco de cólera.
– Sango – dijo el primogénito del rey -, sería mejor que abandonaras la sala porque estás desvariando, y esto es indigno.
– He venido a buscar a Samilia – repitió Sango Kerim.
Esa vez, Kuame no pudo aguantar.
– ¿Cómo te atreves? – gritó.
Sango Kerim lo miró tranquilamente y respondió:
– Hago lo mismo que tú: como tú, vengo en un día de luto para pedir lo que es mío; como tú, sí, con el mismo impudor. Soy Sango Kerim, me crié aquí, con el rey Tsongor, crecí con Sako, Danga, Liboko y Suba, y pasé días enteros en compañía de Samilia; ella me prometió que sería mía. Al enterarme de que se casaba, vine para recordarle a Tsongor la promesa de su hija. Me prometió una respuesta, pero no ha cumplido su palabra, ha preferido morir. Sea. Hoy he vuelto y te digo que me llevo a Samilia. Eso es todo.
– Tú eres Sango Kerim y yo no te conozco – le respondió Kuame presa de la cólera -. No conozco ni a tu madre ni a tu padre, si es que los tienes. Jamás he oído tu nombre ni el de tus antepasados, no eres nadie, podría barrerte de un revés porque nos has insultado a todos, aquí, ante los restos del rey Tsongor. Ofendes el luto de una familia y me insultas.
– No tengo más que un pariente, en efecto – dijo Sango Kerim -, y a ése al menos lo conoces. Es el hombre que yace ahí, es el único que me crió.
– Es tu único pariente, dices, y ayer viniste a matarlo – replicó Kuame.
Sango Kerim se habría arrojado sobre su interlocutor para molerlo a palos, para hacerle pagar lo que acababa de decir, si, de pronto, la vieja y cascada voz de Katabolonga, que seguía sentado a los pies del muerto, no hubiera resonado en la sala.
– Nadie más que yo puede pretender haber matado a Tsongor. – El servidor se había puesto en pie, majestuoso, imponiendo a todos un profundo silencio -. Lo hice porque me lo pidió; del mismo modo, me levanto ante vosotros y digo lo que él quería que oyerais: la desgracia se ha abatido sobre Massaba, Tsongor os pide que enterréis vuestros planes de boda con su cadáver. Volved al lugar del que habéis venido y dejad a Samilia con su dolor. Tsongor no intenta ofenderos, desde el fondo de su muerte, os suplica que renunciéis. La vida no ha querido que Samilia se case.
Situados a uno y otro lado de Katabolonga, los dos hombres se miraban. Al principio lo habían escuchado con respeto, pero habían acabado impacientándose; en ese instante temblaban de rabia. Kuame fue el primero en hablar.
– En ningún momento he pensado en casarme con Samilia hoy, en este día de luto; esperar no es ninguna ofensa, seré paciente. Que el rey, en su muerte, no se inquiete. Si es necesario, esperaré meses, y cuando hayáis acabado de celebrar los funerales, sellaré con vosotros la unión de nuestras dos familias y de nuestros dos imperios. ¿Por qué iba a renunciar? No pido nada. Lo único que hago es ofrecer mi sangre, mi nombre y mi reino.
– Tú esperarás – dijo secamente Sango Kerim, fuera de sí -, sí, por supuesto, y entre tanto consolidarás tus posiciones. Te prepararás para la guerra, para que, llegado el día, no me quede ninguna posibilidad de tomar posesión de lo que me corresponde por derecho. De modo que lo digo aquí, ante todos vosotros: yo no espero.
Sako, pálido, se volvió hacia Sango Kerim y le gritó:
– ¡Insultas la memoria de nuestro padre!
– No, no espero – repitió Sango Kerim, tranquilo y altivo -. No obedezco a Tsongor, aunque lo quería como a un padre. Los muertos no dan órdenes a los vivos.
Katabolonga miraba a los dos rivales de hito en hito; intentaba comprenderlos, calibrar el odio que sentían el uno por el otro, pero no lo conseguía.
– Tsongor se mató por mis manos – dijo el viejo servidor -, porque sentía que la guerra se acercaba y no veía otro modo de evitarla. Se mató pensando que al menos su cadáver detendría vuestra carga, pero a pesar de todo corréis a arrojaros el uno sobre el otro, pisoteando sus palabras y su cadáver.
– ¿Quién pisotea el honor de quién? – preguntó Kuame con frialdad -. Yo he venido a casarme, me lo pidió el mismo Tsongor; he atravesado mi imperio y el suyo para venir aquí, y, en lugar de acogerme con alegría, mi anfitrión me invita a su funeral.
Una algarabía demencial invadió la estancia: todo el mundo hablaba a la vez, todos gritaban, todos gesticulaban, ya nadie se preocupaba del muerto, hasta que una voz firme y llena de autoridad impuso silencio.