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Laurent Gaudé

El Legado del Rey Tsongor

Capitulo 1: La gran noche en blanco del rey Tsongor.

Por lo general, el primero que se levantaba en palacio era Katabolonga. Recorría los pasillos desiertos mientras fuera la noche aún gravitaba con todo su peso sobre las colinas. Ni un solo ruido acompañaba sus pasos; iba de su habitación a la sala del taburete de oro sin cruzarse con nadie. Su silueta era la de un ser vaporoso que se deslizaba a lo largo de las paredes; así era, acababa su tarea en silencio antes de que se levantara el sol.

Pero esa mañana no estaba solo. Esa mañana, en los pasillos reinaba una agitación febril. Decenas y decenas de obreros y porteadores iban y venían con precaución, hablando en voz baja para no despertar a nadie. El palacio era como un gran barco de contrabandistas que descargan sus mercancías al amparo de la noche. Todo el mundo se afanaba en silencio; en el palacio de Massaba no había habido noche, el trabajo no había cesado.

Desde hacía varias semanas, Massaba se había convertido en el palpitante corazón de una actividad de hormiguero, pues el rey Tsongor iba a casar a su hija con el príncipe de las tierras de la sal. De las regiones más remotas llegaban largas caravanas que acarreaban especias, telas y ganado. Los arquitectos se afanaban en ensanchar la gran plaza que se extendía ante la puerta del palacio. Se habían adornado todas las fuentes, y largas columnas de porteadores acudían con innumerables cestos de flores. Massaba vivía a un ritmo que no había conocido hasta entonces y su población había ido aumentando con el correr de los días. En ese momento, miles de tiendas apiñadas al pie de las murallas dibujaban inmensos y multicolores barrios de tela, en los que los mugidos del ganado se mezclaban con los chillidos de los niños que jugaban en la arena. Los nómadas habían llegado de muy lejos para estar presentes ese día, llegaban de todas partes e iban a ver Massaba, iban a asistir a la boda de Samilia, la hija del rey Tsongor.

Durante semanas, cada habitante de Massaba y cada nómada había depositado un presente para la futura esposa en la plaza principal. Era un mar de flores, amuletos, sacos de cereales y tinajas de vino, una montaña de telas y estatuas sagradas; todos querían ofrecer una prenda de admiración y un voto de felicidad a la hija del rey Tsongor.

Pero esa noche los servidores de palacio tenían orden de retirar todas aquellas ofrendas de la plaza, no debía quedar nada. El viejo rey de Massaba quería que la explanada estuviera adornada y resplandeciente, que todo el suelo estuviera cubierto de rosas y que su guardia de honor formara en uniforme de gala. El príncipe Kuame iba a enviar a sus embajadores a depositar a los pies del rey los presentes que ofrecía. Era el principio de la ceremonia nupcial, el día de los presentes, y todo debía estar preparado.

En toda la noche, los servidores no habían parado de ir y venir de la montaña de regalos de la plaza a las salas del palacio. Trasladaban al interior los centenares de sacos, flores y joyas, y distribuían los amuletos, las estatuas y los tapices por las estancias del palacio lo más silenciosa y armoniosamente que podían. La gran plaza tenía que quedar vacía, y el palacio, lleno de aquellas muestras del afecto del pueblo. La princesa Samilia tenía que despertarse en un palacio de mil perfumes y colores. En eso se afanaban, sigilosamente, las largas columnas de porteadores; tenían que acabar antes de que la princesa y las mujeres de su séquito se despertaran. El tiempo apremiaba, porque se habían cruzado con Katabolonga y, al menos algunos, lo habían reconocido. Sabían que si Katabolonga estaba en pie, el sol no tardaría en salir, y el rey Tsongor con él. Así que, a medida que Katabolonga avanzaba por los corredores de palacio, a medida que se acercaba a la sala del taburete de oro, la agitación crecía y los servidores trabajaban con más rapidez y nerviosismo.

Katabolonga, en cambio, no sentía ninguna ansiedad, caminaba tan despacio como de costumbre, al ritmo pausado que era propio en él. Sabía que tenía tiempo, que el sol no saldría de inmediato. Sabía – como todos los días desde hacía años – que estaría preparado, sentado a la cabecera de la cama del rey cuando éste abriera los ojos. Pensaba, simplemente, que era la primera vez, y desde luego sería la última, que se cruzaba con tantos hombres durante su marcha nocturna y que tantos murmullos acompañaban el ruido de sus pasos. Pero, apenas entró en la sala del taburete de oro, se detuvo bruscamente; el aire que le acariciaba el rostro le murmuraba algo que no acababa de comprender. Por un instante, al abrir la puerta, tuvo el presentimiento de que todo estaba a punto de acabar, mas consiguió serenarse. Atravesó la sala para coger el taburete de oro, pero, apenas levantó la reliquia, tuvo que volver a dejarla. El temblor que le recorrió los brazos volvió a decirle que todo estaba a punto de acabar, y esa vez prestó oídos a la sensación que empezaba a crecer en su interior. Escuchó, y la inquietud se apoderó de él, escuchó y supo que ese día, efectivamente, todo iba a acabar. Supo que ese día mataría al rey Tsongor, que ese día era el día del que había creído poder escapar. Comprendió que era el último día en que el rey se levantaría, el último en que él, Katabo – longa el salvaje, lo seguiría de sala en sala, caminando siempre sobre sus pasos, vigilando el menor de sus desfallecimientos, escuchando sus suspiros y cumpliendo la más honrosa de las tareas. El último día en que sería el portador del taburete de oro.

Se irguió intentando acallar la inquietud que había nacido en su interior, cogió el taburete y volvió a recorrer los pasillos del palacio, con las mandíbulas apretadas y la oscura convicción de que ese día era el día en que mataría a su amigo, el rey Tsongor.

Cuando Tsongor se levantó, tuvo la inmediata sensación de que ese día sería demasiado corto para hacer todo lo que tenía que hacer. Respiró hondo, pues sabía que no volvería a tener tranquilidad hasta la noche. Saludó a Katabolonga, que estaba a su lado, y su rostro hizo que se sintiera mejor. Saludó a Katabolonga, pero el viejo servidor, en lugar de devolverle el saludo y ofrecerle el collar real, como hacía todas las mañanas, le susurró al oído:

– Tsongor, quiero hablar contigo.

– Te escucho – respondió el rey.

– Es hoy, amigo mío – dijo Katabolonga.

La voz del portador del taburete sonaba extraña, pero Tsongor no le dio importancia.

– Lo sé – se limitó a decir.

Y el día empezó.

Lo cierto es que Tsongor no había comprendido lo que Katabolonga quería decir, o más bien había creído que le recordaba lo que ya sabía, lo que no dejaba de darle vueltas en la cabeza ni un solo minuto desde hacía meses: que su hija se casaba y que las ceremonias empezaban ese día. Había respondido mecánicamente, sin reflexionar. Si hubiera prestado atención a las facciones de su viejo servidor, habría descubierto en ellas una profunda tristeza, algo así como un suspiro del rostro, que tal vez le habría hecho comprender que Katabolonga no hablaba de la boda, que se refería a otra cosa: a la vieja historia que unía a los dos hombres desde hacía tanto tiempo.

Ocurrió cuando el rey Tsongor era joven. Acababa de abandonar el reino de su padre sin mirar atrás, dejando al anciano rey moribundo sobre su viejo trono. Tsongor se marchó, sabía que su padre no quería legarle nada y se negaba a sufrir esa humillación; se marchó escupiendo sobre el rostro de aquel viejo que no quería ceder nada. Había decidido que no pediría nada, que no suplicaría, había decidido construir un imperio más vasto que el que le negaban. Sus manos eran inquietas y afanosas, sus piernas lo arrastraban tras de sí, quería recorrer nuevas tierras, medir sus armas, emprender conquistas en los confines de las tierras conocidas. Tenía hambre, y pronunciaba el nombre de las regiones que ambicionaba someter hasta en sueños, quería que su rostro fuera el de la conquista. Reunió un ejército mientras el cuerpo de su padre aún estaba caliente en la tumba y partió hacia el sur con la intención de no retroceder jamás, de recorrer la tierra hasta que no le quedara aliento y de plantar las enseñas de sus antepasados allí donde fuera.

Las campañas del rey Tsongor duraron veinte años. Veinte años de campamentos, de combates y de avances; veinte años durante los cuales no durmió más que en lechos improvisados; veinte años consultando mapas, elaborando estrategias y asestando golpes. Era invencible. Tras cada nueva victoria, atraía a los enemigos a sus filas ofreciéndoles los mismos privilegios que a sus propios soldados, de tal modo que su ejército, a pesar de las bajas, a pesar de los cuerpos mutilados y las hambrunas, no dejó de crecer. El rey Tsongor envejeció a caballo, espada en mano, tomó mujer a caballo durante una de sus campañas, y la inmensa muchedumbre de sus hombres aclamó el nacimiento de cada uno de sus hijos sudando aún con el ardor de los campos de batalla. Veinte años de lucha y de expansión hasta el día en que llegó al país de los rampantes. Eran las últimas tierras inexploradas del continente, en los confines del mundo; más allá no había otra cosa que el océano y las tinieblas. Los rampantes eran un pueblo de salvajes que vivían dispersos en minúsculas chozas de barro. No tenían ni jefe ni ejército, su país era una sucesión de aldeas y en cada una vivía un hombre con sus mujeres, en la ignorancia del mundo que lo rodeaba. Eran hombres altos y delgados, esqueléticos en algunos casos. Los llamaban los rampantes porque, a pesar de su talla, sus chozas no llegaban a la altura de un caballo. Nadie sabía por qué no construían viviendas adecuadas a su talla; vivir así, en chozas minúsculas, hacía que todos tuvieran el cuerpo encorvado. Un pueblo de gigantes que nunca se erguían, un pueblo de hombres altos y delgados que, por la noche, caminaban por los polvorientos senderos con la espalda encorvada, como si el cielo los aplastara bajo su peso. En combate singular eran adversarios temibles, rápidos e implacables; se erguían cuan largos eran y se arrojaban sobre el contrincante como leopardos famélicos. Eran peligrosos incluso desarmados, y resultaba imposible hacerlos prisioneros porque, mientras les quedaba un soplo de fuerza, se arrojaban sobre el primer hombre que veían e intentaban despedazarlo. No era raro ver a rampantes encadenados lanzarse sobre sus guardianes y matarlos a dentelladas; mordían, arañaban, aullaban y bailaban sobre el cuerpo de su adversario hasta dejarlo convertido en un amasijo de carne. Eran temibles, pero apenas ofrecieron resistencia al rey Tsongor, pues jamás consiguieron organizarse, jamás llegaron a oponer una línea de frente a su avance. El rey penetró en las tierras rampantes sin temblar una sola vez, quemó los poblados uno tras otro, lo redujo todo a cenizas, y el país no tardó en convertirse en una tierra seca y vacía en la que, por las noches, se oía el grito de los rampantes, que aullaban su pena e insultaban al cielo por la maldición que les había enviado.