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La noticia de la muerte de Liboko se abatió al mismo tiempo sobre Massaba y sobre el campo de los nómadas. Sango Kerim ordenó el repliegue de sus tropas; para él ese día estaba maldito, y no debía asestarse ni un solo golpe más. Volvieron al campamento lentamente, en silencio, con la cabeza gacha, como un ejército derrotado, mientras en Massaba empezaba a resonar el agudo grito de las plañideras; el llanto se elevaba en todas partes, la ciudad lloraba a uno de sus hijos. Sango Kerim envió a Rassamilagh para comunicar a Sako que podía enterrar a su hermano en paz. Los guerreros nómadas se quedaron en las colinas, se decretaron diez días de luto y la guerra volvió a interrumpirse. Una vez lavado y vestido, el cuerpo de Liboko fue sepultado con sus armas en la cripta de palacio, y durante diez días las plañideras se turnaron sobre su tumba para apagar la sed del muerto con las lágrimas de los vivos.

En la sala del catafalco, el rey Tsongor se había puesto en pie. Su descarnado cuerpo de viejo muerto estaba tan flaco que en algunos sitios parecía transparente. Katabolonga miraba petrificado a su señor, pues creyó que Tsongor había regresado de entre los muertos; luego vio el rostro del rey y comprendió que era el dolor, un dolor insoportable, lo que lo había obligado a levantarse. Tsongor se quedó inmóvil y abrió la boca, pero de sus labios no brotó ningún sonido; hizo un gesto con la mano, como para dibujar algo que no podía nombrar. Katabolonga bajó los ojos.

– ¿Qué quieres de mí, Tsongor? – El rey no respondió, pero se acercó un poco más a su amigo. Su inex – presividad de muerto daba a sus rasgos un aspecto insostenible. Katabolonga volvió a hablar -: Lo has visto, ¿verdad? ¿Has visto pasar ante ti a tu hijo? Te has arrojado a sus pies, pero no has podido abrazar nada. ¿O simplemente te has quedado paralizado? Sin poder dar un paso. Has visto la dulce sonrisa de Liboko. ¿Es eso, verdad? Sí, lo sé. ¿Qué quieres de mí, Tsongor?

El silencio volvió a llenar la cripta. Katabolonga observaba los ojos desorbitados de su amigo, los labios de Tsongor temblaban levemente. Katabolonga aguzó el oído, le llegó un sonido lejano y se concentró. El rey Tsongor hablaba en voz muy baja, era un canto monótono que se repetía sin cesar. Katabolonga escuchó; sí, era eso, de los labios del muerto salía una sola palabra pronunciada cada vez con más fuerza, hasta el infinito, hasta llenar toda la cámara, una sola palabra que el cadáver no se cansaba de repetir con los ojos clavados en Katabolonga. t

– Devuélvemela… Devuélvemela… Devuélveme^ la…

Katabolonga no lo entendió, creyó que Tsongor hablaba de Liboko y se sintió embargado por el dolor, le habría gustado llorar.

– Sabes que si pudiera te devolvería a tu hijo – murmuró -, pero yo mismo he oído el roce de la mortaja sobre su cuerpo, no puedo hacer nada.

Tsongor lo interrumpió; en ese momento su voz era más fuerte y más firme.

– La moneda…, devuélvemela… – dijo, hablando como antaño, pero ya no era el dulce murmullo de una voz que se recrea siguiendo los meandros de una conversación, era una voz ronca que da órdenes -. La moneda que te di, Katabolonga, devuélvemela; abandono, se acabó. Lo he visto, sí, con la sonrisa en los labios, con medio rostro destrozado. Nuestras miradas se han encontrado, pero no se ha parado, su sonrisa ha resbalado sobre mí. La moneda que te di, Katabolonga, ya es hora de que me la devuelvas; pónmela entre los dientes y junta bien mis mandíbulas de muerto para que no se caiga. Me voy, no quiero seguir viendo esto, no; todos pasarán por aquí, uno tras otro, todos, con el tiempo; Liboko es el primero. Voy a ser el espectador de la lenta sangría de mi familia. Devuélvemela para que pueda descansar en paz.

Katabolonga estaba sentado con la cabeza agachada ante su soberano. Cuando Tsongor calló, se levantó lentamente y desplegó toda su estatura de vivo. Volvían a estar frente a frente, como el lejano día en que el ram – pante había desafiado al conquistador. Katabolonga no temblaba, miraba al rey a los ojos sin pestañear.

– No te daré nada, Tsongor. Tú deseaste los sufrimientos a los que te has condenado. No te daré nada, me lo hiciste jurar y sabes que Katabolonga no retira lo que dice.

Se quedaron así, frente a frente, largo rato. El dolor dibujaba horribles muecas en el rostro de Tsongor, su boca parecía querer tragarse todo el aire de la cripta; luego, una vez más, aquel murmullo inaudible surgió de las profundidades de su cuerpo. Dio la espalda a Katabolonga, regresó a su tumba y volvió a adoptar su inmovilidad de muerto. De su cuerpo descarnado sólo ascendía aquella leve súplica:

– Devuélvemela… Devuélvemela…

Durante tres días con sus noches, Tsongor siguió murmurando en el profundo silencio de la cripta. Katabolonga le apretaba la mano con todas sus fuerzas para que sintiera su presencia incluso en la muerte, para que no dudara de su lealtad, pero no le devolvió la vieja moneda roñosa. Abrumado por el dolor, esperó a que la canción se apagara y el muerto volviera al silencio.

Samilia permaneció diez días en la cima de la colina contemplando su ciudad, dejando que le llegaran los rumores de la llorosa muchedumbre y la lenta música de las ceremonias. Ya no hablaba con nadie; desde el día en que había insultado a Danga, vivía refugiada en su tienda. Por fin tenía la confirmación de lo que siempre había sabido: la desgracia estaba sobre ella y ya no la soltaría.

Era lo que, poco a poco, también empezaba a comprender Sango Kerim, que confió a su amigo Rassamilagh.

– Mañana se reanudarán los combates, y te lo digo a ti, Rassamilagh: un extraño miedo ha nacido en mi interior. No a morir o ser vencido, no, ese miedo lo conocemos todos; el miedo a volver a entrar en Massaba, porque, cada vez que nuestras tropas han penetrado en la ciudad, no he sentido otra cosa que dolor y consternación. Primero el incendio, durante el que vi desaparecer las torres de mi infancia, y luego la muerte de Liboko.

Rassamilagh lo escuchó y respondió:

– Entiendo tu miedo, Sango Kerim, es un miedo justo; no hay victoria posible.

Y tenía razón, Sango Kerim lo comprendió. Contempló la ciudad, que, extendida a sus pies, se preparaba para el combate del día siguiente, y supo que el sitio de Massaba era una locura. Al correr de los días, de los meses, de los años, ya no conocería más que el ritmo alternativo de las victorias y los lutos, y, aun así, cada victoria tendría un amargo sabor a herida, porque la obtendría sobre un pueblo y una ciudad que amaba.

En Saramina, Suba empezó las obras de la primera tumba de Tsongor. Shalamar le abrió las puertas de su palacio, le ofreció su oro, sus mejores arquitectos y sus maestros albañiles, y la ciudad no tardó en vibrar con la incesante actividad de los obreros.

Suba había decidido construir la tumba en los jardines colgantes de Saramina, el punto más elevado de la ciudadela. Los jardines se extendían a lo largo de una lujuriante sucesión de terrazas y escalinatas; los árboles frutales daban sombra a las fuentes, y la vista abarcaba toda la ciudad, la esbelta silueta de las torres y la extensión inmóvil del mar. Suba ordenó acondicionar la terraza más amplia para poder erigir en ella un palacio, quería que fuera de la misma piedra blanca del país. La silueta de la tumba surgió tras meses enteros de trabajo encarnizado. El exterior era inmaculado y deslumbrante, y en las salas, altas estatuas reinaban impasibles sobre el mármol de las losas.

Cuando la obra estuvo acabada, Suba invitó a Shalamar a visitar la tumba antes de que sellaran la puerta. La recorrieron en silencio, deambulando por las vastas salas, admirando los detalles de los mosaicos que cubrían el suelo y asomándose a los balcones para contemplar las espléndidas vistas. Shalamar era una figura menuda y maravillada que acariciaba la piedra de las columnas constantemente; al salir, se volvió hacia Suba y le dijo:

– Lo que has construido aquí, Suba, es la tumba de Tsongor el glorioso. Te doy las gracias por haber regalado a Saramina un palacio a la altura de tu padre; a partir de hoy será el silencioso corazón de la ciudad, al que nadie va pero todos veneran.

Fue entonces cuando Suba lo comprendió, comprendió que lo que debía hacer era el retrato de su padre, siete tumbas como los siete rostros de Tsongor. El de Saramina era el rostro del rey aureolado de gloria, del hombre con un destino de excepción que había tuteado a la luz durante toda su vida. No tenía más que desgranar los rostros de Tsongor, una tumba por cada uno de ellos, en los cuatro rincones del reino, y las siete tumbas juntas dirían quién era Tsongor. Ésa era la tarea que tenía por delante, hallar el sitio y la forma que correspondían a los otros rostros.