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Suba compartió por última vez la noche marina de Saramina con Shalamar y, a la mañana siguiente, se despidió y volvió a montar en su mula. Había dejado el velo negro de las lavanderas de Massaba en el palacio de la anciana reina, que lo había colgado en la torre más alta de la ciudadela. Le quedaba todo un continente por recorrer. Todo el reino sabía ya que Suba vagaba buscando por todas partes un lugar en el que construir un palacio funerario, y era un honor que todas las regiones y todas las ciudades esperaban conseguir.

A lomos de su obstinada mula, Suba recorrió el reino en calidad de arquitecto. En el bosque de los baobabs chillones ordenó que se erigiera una alta pirámide, una tumba para Tsongor el constructor en mitad del espeso humus y los gritos de pájaros de plumaje rojizo. Luego fue hasta los confines del reino, al archipiélago de los mangos; eran las últimas tierras antes de la nada, las últimas tierras donde el nombre de Tsongor hacía arrodillarse a los hombres. En ellas construyó una isla cementerio para Tsongor el descubridor, el que había ensanchado los límites de la tierra, el que había llegado más lejos que el más ambicioso de los hombres. Para Tsongor el guerrero, el jefe del ejército, el estratega militar, excavó inmensas salas rupestres en las altas mesetas rocosas de las Tierras del Centro; allí, a varios metros de profundidad, encargó a los artesanos miles de estatuas de guerreros, grandes muñecos de arcilla, todos diferentes; luego, los repartió por las oscuras galerías del subterráneo. Un inmenso ejército de soldados de piedra ocultaba el suelo, como un pueblo de guerreros petrificados, capaces de cobrar vida en cualquier momento, esperando pacientemente el regreso de su rey para ponerse en movimiento. Una vez terminada la tumba del guerrero, Suba buscó un lugar para construir la tumba de Tsongor el padre, el que había criado a cinco hijos con amor y generosidad. En el desierto de las higueras solitarias, en medio de las dunas, el viento y los lagartos, hizo erigir una esbelta torre de piedra ocre que se veía a varios días de marcha de distancia, y en su cima colocó una roca de los pantanos, un grueso bloque traslúcido que durante la noche irradiaba toda la luz acumulada a lo largo del día. La roca se alimentaba del sol del desierto e iluminaba la oscuridad como un faro para las caravanas.

Poco a poco, el rostro eterno de Tsongor iba tomando forma merced al sudor y la abnegación de Suba, totalmente absorbido por su tarea. Las tumbas iban surgiendo, y cada vez que terminaba una, cada vez que sellaba la puerta de aquellas silenciosas moradas y abandonaba el lugar, a Suba le parecía oír a sus espaldas algo muy parecido a un lejano suspiro. Sabía lo que significaba, Tsongor estaba allí, a su lado, en sus noches de sueños y sus días de trabajos; Tsongor estaba allí, y el suspiro que oía Suba al acabar cada tumba le decía siempre lo mismo: que había cumplido su tarea y Tsongor se lo agradecía. Sí, al acabar cada tumba, Tsongor le daba las gracias, pero aquel suspiro también le decía que aún no era eso y que no había encontrado el sitio. Entonces, el incansable Suba volvía a ponerse en marcha, volvía a buscar un lugar conveniente para poder oír al fin a sus espaldas el suspiro de alivio de su padre.

Capitulo 5: La olvidada.

Massaba seguía resistiendo, pero su aspecto había cambiado. Lo que en ese momento dominaba la llanura era una ciudad exangüe: las murallas parecían estar a punto de desmoronarse, las reservas de agua y víveres estaban prácticamente agotadas, y hordas de aves carroñeras trazaban círculos sobre las murallas y se abatían sobre los cadáveres que no habían sido incinerados. La ciudad estaba sucia, y sus habitantes, exhaustos. Los guerreros tenían el rostro demacrado de los caballos que a veces se pierden en el desierto y avanzan obstinadamente hacia el horizonte hasta que las fuerzas los abandonan y se derrumban de golpe sobre la ardiente arena de la muerte. Ya nadie hablaba, todos esperaban con resignación que la vida cesara.

En el palacio de Tsongor todo se había degradado. El incendio había destruido toda un ala, que nadie había tenido ni el tiempo ni la energía necesarios para reconstruir; era una masa de alfombras quemadas, techos desplomados y muros ennegrecidos; habitaciones enteras, antaño salas de recepción, eran entonces dormitorios en los que se amontonaban cuerpos fatigados. La gran azotea del palacio se había convertido en hospital, y quienes cuidaban a los heridos lo hacían contemplando a la vez los combates de las murallas. Todo estaba pendiente de un hilo, todo podía ceder en cualquier momento. Las calles ya no eran más que senderos de tierra, pues los adoquines se habían utilizado como armas arrojadizas contra el enemigo, y los jardines, para dar de pastar a los animales. Luego, cuando el hambre empezó a acuciar, los animales sirvieron de alimento a los hombres.

Tras la muerte de su hermano, Sako se había transformado; había adelgazado tanto que los largos collares que le colgaban sobre el pecho le golpeaban las costillas con un ruido seco, y se había dejado crecer una larga y enmarañada barba que hacía que se pareciera a su padre por momentos. Los guerreros de Massaba habían sido diezmados, de las fuerzas de antaño no quedaban más que la guardia especial y los hombres – helécho de Gonomor. En cuanto a Kuame, ya sólo contaba con Arkalas, Bar – nak y sus mascadores de qat, nada más, y no había que olvidar que aquellos hombres estaban agotados por meses de lucha ininterrumpida.

Kuame presentía que la derrota era inminente, que caería allí, con Massaba, en medio de los gritos de júbilo de los asaltantes, así que una noche, sin decir nada a nadie, se quitó la armadura, se puso una larga túnica negra y salió de la ciudad. La noche era oscura y no se oía nada. Atravesó como una sombra la gran llanura que había sido escenario de tantos combates y subió a las colinas. Una vez allí, se deslizó por el campamento sin más armas que un puñal, avanzó entre hombres y animales con paso decidido, y era tal su parecido con los hombres velados de Rassamilagh que a nadie se le ocurrió detenerlo. Esperó un rato más, hasta que el campamento se durmió, y luego, lentamente y sin hacer ruido, penetró en la tienda de Samilia.

Encontró a la hija de Tsongor tumbada en el lecho, quitándose pacientemente las decenas de horquillas que le sujetaban los cabellos.

– ¿Quién eres? – le preguntó ella sobresaltada.

– Kuame, el príncipe de las tierras de la sal – respondió él.

– ¿Kuame?

Samilia se había puesto en pie, tenía los ojos desorbitados y le temblaba la voz. Kuame dio un paso más hacia el interior de la tienda para evitar que lo vieran desde el exterior y se quitó los velos que le cubrían el rostro.

– No me sorprende que no me reconozcas, Samilia, porque ya no soy el hombre de antaño. – Se produjo un silencio. Kuame esperaba que Samilia le preguntara algo, pero no lo hizo; no podía, estaba petrificada -. No tiembles, Samilia, estoy a tu merced – dijo al fin Kuame -. Te basta un grito para entregarme a los tuyos. Haz lo que quieras, poco me importa, mañana estaré muerto.

Samilia no gritó. Contemplaba a aquel individuo que gesticulaba ante ella sin conseguir reconocer al hombre que había conocido; el rostro redondo, lleno y confiado de antaño estaba demacrado y cubierto de arrugas. Era una cara macilenta y angulosa que parecía afectada por la fiebre. Sólo la mirada era la misma, sí, la misma mirada que se había encontrado con la suya a los pies del cadáver de Tsongor; una mirada que la desnudaba.

– Lo sabes, ¿no? – le preguntó él -. Han tenido que decírtelo. En Massaba agonizamos poco a poco. Seguramente mañana todo habrá acabado y verás desfilar la larga columna de nuestras cabezas en lo alto de picas, por eso estoy aquí, por eso, sí.

– ¿Qué quieres? – inquirió Samilia.

– Lo sabes bien, Samilia. Mírame, lo sabes, ¿verdad?

Lo supo, en efecto, en el instante en que sus ojos volvieron a cruzarse con los de Kuame. Estaba allí por ella, se había deslizado hasta allí entre las tiendas enemigas para poseerla. Lo supo, y le pareció evidente que debía ser así. Sí, había ido hasta ella la víspera de su muerte, y ella supo que le daría lo que quería. El deseo no la había abandonado jamás; desde el día en que lo había visto por primera vez, y a pesar de su decisión de reunirse con Sango Kerim, algo la incitaba a ceder ante Kuame. Había elegido a Sango Kerim por deber, por fidelidad a su pasado, pero, cuando veía a Kuame, sabía que le pertenecía; a su pesar, a pesar de la guerra, que nunca permitiría su unión. Era así. Samilia no se movía, fue él quien se le acercó, podía sentir su aliento en el pecho.

– Mañana moriré, pero poco me importa si me llevo conmigo tu sabor.

Samilia cerró los ojos y sintió que la mano de Kuame le quitaba la ropa. Cayeron sobre el lecho y él la poseyó allí, entre el sudor de aquella noche sin brisa, en medio de las voces del campamento enemigo, de las idas y venidas de los soldados y el crepitar de los fuegos de guardia. Kuame la poseyó y ella se deshizo de placer por primera vez. Se abrió de par en par, y tuvo que morder las almohadas para no gritar. Largos y húmedos temblores le recorrían los muslos y acudían a saciar la sed de Kuame, quien, inclinado sobre ella, hundía la cabeza en su pelo. El lavó su alma de las heridas del combate, se embriagó, por última vez, con el olor de la vida. La tienda fue Uenándose del denso perfume de sus cuerpos, y cada vez que intentaba levantarse ella lo llamaba de nuevo a su lado y lo atraía hacia la intimidad de su cuerpo, en la que Kuame volvía a entregarse al dulce vértigo del placer.