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Katabolonga era uno de ellos, probablemente uno de los últimos que seguían con vida cuando el rey estaba a punto de acabar sus conquistas. Su choza había sido arrasada, como tantas otras; sus mujeres, violadas y asesinadas. Lo había perdido todo, pero, por algún motivo que nadie se explicó jamás, no reaccionó como sus hermanos, no se arrojó sobre el primer soldado que le salió al paso para intentar arrancarle la nariz a bocado limpio y bañarse las manos en la sangre de la venganza. No. Esperó mucho tiempo, esperó a que todo el país estuviera sometido, a que el rey Tsongor estableciera su último campamento en aquel gran país vencido, y sólo entonces salió del bosque en el que permanecía escondido.

Era un día espléndido, luminoso y tranquilo; ya no luchaba ningún soldado, ya no se combatía en ningún sitio, ya no había ninguna choza en pie. El ejército entero descansaba y festejaba la victoria en aquel campamento inmenso. Unos limpiaban sus armas, otros se curaban los pies y otros discutían intercambiando trofeos.

Katabolonga se presentó a la entrada del campamento desnudo, desarmado, con la cabeza alta y sin temblar. A los soldados que le cerraron el paso y le preguntaron qué quería, les respondió que iba a ver al rey, y su voz tenía tal autoridad, tal calma, que lo llevaron ante Tsongor. Atravesó todo el campamento; fue una marcha de varias horas, porque el ejército de todos los pueblos asimilados, unidos en aquella empresa de sangre y conquista, era enorme. Avanzó bajo el sol con la cabeza erguida, y resultaba tan extraño ver a un rampante caminar de ese modo, tranquilo, decidido, altivo, había algo tan hermoso en aquel espectáculo, que los soldados lo siguieron formando un cortejo; querían ver qué deseaba el rampante, querían ver qué pasaba. El rey Tsongor vio una nube de polvo a lo lejos y distinguió una figura esbelta que destacaba entre una muchedumbre de soldados regocijados y curiosos. Dejó de comer y se levantó, y cuando el salvaje se detuvo ante él, lo contempló largo rato en silencio.

– ¿Quién eres? – le preguntó a aquel hombre que podía lanzarse sobre él en cualquier momento e intentar despedazarlo a dentellada limpia.

– Me llamo Katabolonga.

En el ejército que se arremolinaba en torno a la tienda del rey se produjo un silencio inmenso. Los hombres estaban asombrados ante la belleza de la voz del salvaje, ante la fluidez con que las palabras brotaban de sus labios. Estaba desnudo, tenía el pelo revuelto y los ojos enrojecidos por el sol; frente a él, el rey Tsongor parecía un niño desmedrado.

– ¿Qué quieres? – le preguntó el soberano.

Katabolonga no respondió, como si no hubiera oído la pregunta. Durante unos instantes interminables los dos hombres no se quitaron ojo; luego, el salvaje rompió el silencio:

– Soy Katabolonga y no respondo a tus preguntas, hablo cuando quiero. He venido a verte y a decirte, ante todos los tuyos, lo que debe decirse: has arrasado mi casa, has matado a mis mujeres, has pisoteado mis tierras con los cascos de tu caballo, tus hombres han respirado mi aire y han convertido a los míos en animales asustados que disputan el alimento a los monos, has venido de muy lejos para quemar lo que poseía. Soy Katabolonga y nadie quema lo que es mío sin perder la vida. Estoy aquí ante ti, estoy aquí en medio de todos tus hombres, y quiero decirte esto: soy Katabolonga y te mataré, porque, por mi choza quemada, por mis mujeres asesinadas, por mi país asolado, tu muerte me pertenece.

En el campamento ya no se oía nada, ni el ruido de un arma, ni la voz de un soldado murmurando algo. Todos estaban pendientes de lo que decidiría el rey, todos estaban listos para saltar sobre el salvaje y matarlo al menor gesto del soberano, pero Tsongor no se movía. Todo el pasado volvía a su mente: veinte años sintiendo asco de sí mismo, acumulados uno sobre otro, veinte años de guerras y matanzas que lo obsesionaban. Miraba al hombre que tenía delante con atención, con respeto, casi con afecto.

– Soy el rey Tsongor – dijo al fin -. Mis tierras no tienen límites. Comparado con mi reino, el reino de mis padres era un grano de arena. Soy el rey Tsongor y me he hecho viejo a caballo luchando. Llevo veinte años luchando, veinte años sometiendo a pueblos que ni siquiera conocían mi nombre. He recorrido la tierra entera y la he convertido en mi jardín. Tú eres el último enemigo del último país. Podría matarte y poner tu cabeza en lo alto de una pica para que todo el mundo sepa que ahora reino sobre todo un continente, pero no voy a hacerlo. El tiempo de las batallas ha acabado, no quiero seguir siendo un rey de sangre. Ahora tengo que reinar sobre el reino que he construido y voy a empezar por ti, Katabolonga. Tú eres el último enemigo del último país, y te pido que accedas a permanecer a mi lado de ahora en adelante. Soy el rey Tsongor y te propongo que me acompañes portando mi taburete de oro allí donde vaya.

Esa vez, un rumor inmenso se extendió por las filas del ejército. Los hombres repetían las palabras del rey a quienes no las habían oído, pero, mientras trataban de comprenderlas, el salvaje volvió a hablar:

– Soy Katabolonga y no me desdigo, no retiro mis palabras. Ya te lo he dicho, te mataré.

El rey se mordió un labio. No temía al salvaje, pero tenía la sensación de estar a punto de fracasar y, sin saber por qué, presentía que debía convencer a aquel hombre esquelético a toda costa, que su paz de espíritu dependía de ello.

– No te pido que retires lo que has dicho – respondió Tsongor -. Ante todo mi ejército, Katabolonga, te propongo lo siguiente: mi muerte te pertenece, lo digo aquí, mi muerte es tuya. Te propongo que seas el portador de mi taburete de oro en los años venideros. Me acompañarás allí donde vaya, permanecerás a mi lado y velarás por mí. El día en que desees tomar lo que es tuyo, el día en que quieras vengarte, no me resistiré; podrás matarme cuando quieras, Katabolonga, mañana, dentro de un año, el último día de tu vida, cuando seas viejo y estés cansado. No me defenderé y nadie podrá ponerte la mano encima, nadie podrá decir que eres un asesino, porque mi muerte te pertenece y no habrás hecho otra cosa que tomar lo que hoy te doy.

Los soldados estaban desconcertados; nadie quería creer lo que acababa de oír, nadie podía creer que el más extenso de los reinos estaba en esos momentos en manos de aquel salvaje desnudo y desarmado que permanecía impasible en medio de un bosque de armaduras y lanzas. Katabolonga avanzó hacia el rey lentamente hasta estar muy cerca de él; le sacaba varias cabezas, no movía un músculo.

– Acepto, Tsongor, te serviré con respeto, seré tu sombra, el portador de tu taburete, el guardián de tus secretos. Te acompañaré a todas partes, seré el más humilde de los hombres y luego te mataré, en recuerdo de mi país y de lo que has quemado en mi interior.

A partir de ese día, Katabolonga se convirtió en el portador del taburete de oro del rey y lo siguió a todas partes. Pasaron los años. Tsongor abandonó la vida de guerrero, construyó ciudades, crió a sus hijos, ordenó excavar canales, administró sus tierras y su reino prosperó. Siguieron pasando los años. Su cuerpo iba encorvándose poco a poco, su cabeza encaneció, y reinaba sobre un reino inmenso que recorría constantemente para velar por los suyos, con Katabolonga siempre a su lado, con Katabolonga siguiéndole los pasos como la sombra del remordimiento. Era el encorvado recuerdo de sus años de guerras; rodeándolo con su presencia, le recordaba sin cesar sus crímenes y el dolor que había causado, de tal modo que Tsongor nunca podía olvidar lo que había hecho durante aquellos veinte años de su juventud. La guerra estaba allí, en aquel cuerpo alto y delgado que caminaba junto a él sin decir nada, y que podía cortarle el cuello en cualquier momento.

Los dos hombres envejecieron juntos. Con el paso de los años, se convirtieron en algo así como dos hermanos; el pacto de antaño parecía olvidado, estaban unidos por una amistad profunda y silenciosa.

«Lo sé», había dicho Tsongor. No lo había entendido, y Katabolonga no se sintió con fuerzas para decirle nada más; puede que no hubiera llegado el momento. El rey Tsongor acababa de responderle: «Lo sé.» Katabolonga bajó los ojos y se apartó silenciosamente, como todos los días, para dejar paso al monarca. Estaba triste, pero no dijo nada más, y el palacio entero se levantó al paso del rey. Todo bullía con una actividad febril, había tanto que hacer… tantos detalles que ultimar… El rey casaba a su hija Samilia. Era el día de las primeras ceremonias, y las mujeres del séquito corrían de aquí para allá buscando las últimas joyas que limpiar y las últimas telas que bordar.