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Sango Kerim impuso silencio con un gesto de la mano, y todos se volvieron hacia aquella mujer, que permanecía muda. Samilia se quitó el velo lentamente y todos los guerreros pudieron ver el rostro de aquella por cuya causa morían desde hacía tanto tiempo. Era hermosa. Tomó la palabra, y la arena de la llanura aún recuerda lo que dijo:

– Queréis mi muerte. Ante vuestros hombres reunidos, queréis poner fin a la guerra. Sea, cortadme el cuello y firmad la paz. Y si ninguno de los dos tiene valor para hacerlo, que se presente uno de. vuestros hombres y haga lo que su jefe no se atreve a hacer. Estoy sola, rodeada de miles de hombres; no huiré, y si me resisto, no tardaréis en reducirme. Vamos, aquí me tenéis, que uno de vosotros se acerque y que todo acabe. Pero no, no os movéis, no decís nada, no es eso lo que queréis. Queréis que me mate yo misma y os atrevéis a pedírmelo cara a cara. Jamás, ¿me oís?, yo no pedí nada, fuisteis vosotros los que os presentasteis ante mi padre, primero con regalos, luego con ejércitos. Estalló la guerra. ¿Qué he ganado yo? Noches de llanto, arrugas y un puñado de polvo. No, jamás lo haré, no quiero abandonar la vida. No me ha regalado nada, era rica, y mi ciudad ha sido destruida, era feliz, y mi padre y mi hermano están enterrados. Me entregué a Kuame, sí, la víspera del día que, de no ser por la llegada de Macebú, habría visto la caída de Massaba, y si lo hice fue porque el hombre que se presentó ante mí esa noche ya estaba muerto. Le hice el amor como se acarician las sienes de un muerto, para que, mientras avanza en las tinieblas, huela durante el mayor tiempo posible el olor de la vida. Tú vienes aquí, Kuame, y revelas eso ante todo el ejército, pero no fue a ti a quien me entregué, fue a tu sombra vencida. Os maldigo a los dos por atreveros a desear que me mate, y vosotros, hermanos, no decís nada…, no habéis despegado los labios para oponeros a estos dos cobardes. Lo veo en vuestras miradas: consentís mi muerte, la esperáis. Que el rey Tsongor, vuestro padre, os maldiga también a vosotros. Oíd bien lo que os dice Samilia: jamás alzaré la mano contra mí misma; si queréis verme muerta, matadme vosotros mismos y manchaos las manos. Os digo más, a partir de este día, no soy de nadie; escupo sobre ti, Sango Kerim, y sobre nuestros recuerdos de infancia; escupo sobre ti, Kuame, y sobre la madre que te trajo al mundo; escupo sobre vosotros, mis hermanos, que os destruís mutuamente con el odio de vuestras entrañas. Os ofrezco otra solución para acabar con la guerra: ya no seré de nadie, no conseguiréis meterme en vuestro lecho ni arrastrándome del cabello. Ya nada os obliga a luchar, porque a partir de este día ya no lucháis por mí.

En absoluto silencio, sin dedicar una sola mirada a sus hermanos, Samilia dio la espalda a los dos ejércitos y se marchó. Estaba sola, sin nada; dejaba atrás su vida. Kuame y Sango Kerim se disponían a detenerla, pero se lo impidió un extraño grito, un grito que se elevó de las filas del ejército de Kuame, potente y ronco, una voz que parecía proceder de siglos lejanos.

– ¡Al fin te encuentro, hijo de perra! ¡Que tu nombre sea el de un linaje de cadáveres para siempre!

Todo el mundo trataba de averiguar de dónde procedía el grito y a quién iba dirigido. Los hombres miraban a todas partes, pero, antes de que comprendieran quién se había expresado de aquel modo, se oyó un estentóreo grito de guerra y Arkalas salió de entre los hombres como una flecha. Era él, el guerrero loco, quien había proferido los insultos, era él, pero llevaba tanto tiempo sin hablar que nadie había reconocido su voz. Bandiagara estaba junto a Sango Kerim, y Arkalas había tardado en reconocerlo. Había pasado mucho tiempo desde el sangriento día en que, bajo los efectos del maleficio de Bandiagara, Arkalas había acabado metódicamente con todos los suyos. De pronto, había vuelto a verlo todo en su perturbada mente, y se había puesto a gritar. En un segundo estaba sobre su enemigo, y antes de que nadie pudiera impedirlo saltó del caballo, se lanzó sobre el rostro de Bandiagara como un murciélago voraz y empezó a devorárselo con la furia de una hiena, arrancándole pedazos de carne a dentellada limpia, la nariz, las mejillas, todo.

El pánico se apoderó de los hombres. El ejemplo de Arkalas cundió en ambos ejércitos y se reanudó la lucha. Kuame y Sango Kerim no pudieron lanzarse en persecución de Samilia, pues en un instante decenas de hombres se arremolinaron a su alrededor, y tuvieron que librar batalla, atacados de nuevo por todas partes, incapaces de sustraerse a las fauces de la guerra. Y, poco a poco, Samilia desapareció detrás de la última colina.

La batalla duró todo el día, y cuando los dos ejércitos se separaron, Sango Kerim y Kuame estaban muertos de cansancio y cubiertos de sangre. Esa noche nadie pudo conciliar el sueño, ni en la ciudad ni en las tiendas de los nómadas. Unos gritos terribles desgarraban la oscuridad ininterrumpidamente, eran los ininteligibles alaridos de Bandiagara. Seguía allí, en mitad de la llanura, agarrándose a la vida; Arkalas estaba inclinado sobre él. Lo había apartado del combate para consagrarse por entero a torturarlo, y una vez que la llanura se quedó desierta volvió, como un perro que vuelve a desenterrar un hueso. No se les veía, pero se oían los desgarradores gritos de Bandiagara mezclados con las risas de su encarnizado verdugo; Arkalas seguía despedazándolo jirón a jirón. El cuerpo de Bandiagara era una masa informe que rezumaba lágrimas. Mil veces suplicó a su torturador que lo rematara, y mil veces estalló éste en carcajadas y hundió los dientes en su cuerpo.

Bandiagara murió al fin con las primeras luces del día. Era un amasijo irreconocible de carne desgarrada que Arkalas abandonó a los insectos; el rojo de la sangre jamás desapareció de los dientes de Arkalas, en recuerdo de su salvaje venganza.

La obra de la tumba de las tortugas fue la más larga y la más penosa de todas. El hedor hacía interminables las jornadas y los obreros trabajaban sin entusiasmo; construían algo feo, y eso les pesaba.

Cuando la tumba estuvo acabada, Suba abandonó la región y siguió vagando por los caminos del reino. Ya no sabía adonde ir, la tumba de las tortugas lo había obligado a replanteárselo todo. Hacer el retrato de su padre era imposible, a fin de cuentas, ¿qué sabía él del hombre que había sido Tsongor? Cuanto más recorría el reino menos capaz se sentía de responder a esa pregunta. Veía ciudades inmensas rodeadas de imponentes murallas, caminos pavimentados que unían unas regiones con otras; veía puentes y acueductos, y sabía que eran obra de Tsongor, pero a medida que descubría la inmensidad del reino iba percatándose de que para imponer semejante poder había sido necesaria una fuerza salvaje e implacable. Le habían contado las conquistas de Tsongor como si fueran las leyendas de un héroe, pero entonces veía que la de su padre había sido una vida de rabia y sudor. Someter regiones enteras, sitiar ciudades opulentas hasta hacerlas morir de asfixia, exterminar a los rebeldes, decapitar a los reyes. Suba recorría el reino e iba dándose cuenta de que no sabía nada del viejo Tsongor, de lo que había hecho, de lo que por su culpa habían sufrido otros y de lo que había sufrido él. Trataba de imaginarse al hombre que, durante todos esos años de conquistas, había llevado a su ejército más allá de la extenuación, pero a ese Tsongor sólo lo había conocido Katabolonga.

Necesitaba un sitio que lo dijera todo a la vez, un lugar que hablara del rey, del conquistador, del padre y del asesino, un lugar que contara los secretos más íntimos de Tsongor, sus miedos, sus deseos y sus crímenes, pero en el reino, ciertamente, no existía tal lugar.

Suba se sentía abrumado por la amplitud de su tarea. Por primera vez, tenía la sensación de que podía pasarse la vida entera buscando y morirse sin haber encontrado lo que buscaba.

Fue entonces cuando llegó a las colinas de los dos soles. Caía la tarde, y la región parecía impregnada de luz; el sol se ponía lentamente y lustraba el verde de las colinas, y los pueblos, escasos, parecían flotar en la luz. Suba se detuvo a contemplar la belleza del paisaje. Estaba en lo alto de una colina. Aún hacía calor, el voluptuoso calor del final de la tarde. A unos metros de donde se encontraba se alzaba inmóvil un alto y solitario ciprés. Suba tampoco se movía, quería abandonarse a aquel instante. «Es aquí – pensó -. Aquí, al pie del ciprés, simplemente, no hace falta nada más, una tumba de hombre, que se deje atravesar por la luz. Aquí, sí, sin tocar nada.» Suba no se movía, tenía la sensación de estar en casa, todo le resultaba familiar. Reflexionó largo rato, pero una idea empezó a tomar forma en su mente y acabó atormentándolo. No, aquello no era adecuado para Tsongor, aquella humildad, aquel recogimiento no eran propios del rey. A quien había que enterrar allí no era a Tsongor, sino a él, Suba, el hijo de vida errante. Sí, ya estaba seguro, allí era donde debían sepultarlo el día de su muerte, todo se lo decía.

Suba bajó de la mula lentamente y se acercó al ciprés, se arrodilló y besó el suelo. Luego, cogió un puñado de tierra y la guardó en uno de los amuletos que llevaba al cuello; quería oler a la tierra de los dos soles, que un día le ofrecería la última hospitalidad. Se levantó y, dirigiéndose a las colinas y la luz, murmuró:

– Aquí es donde quiero que me entierren. No sé cuándo moriré, pero hoy he encontrado el lugar de mi muerte. Es aquí, no lo olvidaré, volveré el último de mis días.