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Después, cuando el sol se ocultó por completo, Suba volvió a montar en la mula y desapareció. Ya sabía lo que tenía que hacer, había encontrado el lugar de su muerte. Cada hombre debía de tener el suyo, una tierra que lo esperaba, una tierra de adopción con la que fundirse, y Tsongor también debía de tenerla. En alguna parte había un sitio que se le parecía, bastaba con seguir viajando, acabaría encontrándolo. Construir tumbas no servía de nada, jamás conseguiría pintar el retrato auténtico y completo de su padre, tenía que seguir viajando, el lugar existía. Suba apretaba el amuleto con la mano. Había encontrado la tierra que lo cubriría, ahora tenía que encontrar la tierra de Tsongor. Sería una revelación, lo presentía, una revelación, y habría cumplido su tarea.

Capitulo 6: La última morada.

Mientras la mula seguía avanzando, sobre la silla de montar Suba se miró las manos; la correa de cuero de las riendas pendía entre sus dedos, y mil arrugas diminutas le cubrían las falanges. Había pasado el tiempo, y sus manos lo mostraban, su propia soledad acabó hipnotizándolo. Siguió así sobre la silla, con la cabeza baja, todo un día, sin acordarse de parar, sin acordarse de comer, obsesionado por la idea de que, si seguía solo, la vida se le escaparía sobre aquella silla antes de que hubiera acabado su misión. El reino era inmenso, no sabía dónde buscar. Había oído hablar del oráculo de las tierras sulfurosas y decidió ir en su busca.

Al día siguiente emprendió el camino hacia aquellas tierras, y no tardó en verse en medio de una región de abruptas rocas. El azufre daba a la tierra su color amarillo y las rocas exhalaban columnas de vapor; parecía un terreno volcánico a punto de abrirse y dejar escapar altos chorros de lava. El oráculo vivía allí, en medio de aquel árido paisaje. Era una mujer, estaba sentada en el suelo y tenía el rostro oculto bajo una máscara de madera que no representaba nada. Sus pechos se movían bajo gruesos collares de gastadas cuentas.

Suba se sentó frente a ella. Iba a presentarse y hacer la pregunta que lo había llevado allí, pero la mujer le ordenó que guardara silencio con un gesto de la mano; luego le tendió un cuenco, y Suba apuró el brebaje que contenía. El oráculo sacó unos huesecillos y unas raíces quemadas y los frotó entre sí; a continuación invitó a Suba a cubrirse el rostro y las manos de grasa. Entonces éste intuyó que ya podía formular su pregunta.

– Me llamo Suba, soy hijo del rey Tsongor y recorro la inmensidad de su reino buscando un lugar para enterrarlo, un lugar cuya tierra está esperándolo. Lo busco y no lo encuentro.

La anciana no dijo nada. Bebió del mismo cuenco del que había bebido Suba y escupió un chorro de líquido, que se evaporó en el aire. Sólo entonces se dignó hablar, con una voz aguda y áspera que hizo temblar el suelo alrededor de Suba.

– No encontrarás lo que buscas – dijo la mujer – hasta que tú mismo seas un Tsongor, hasta que te aver – güences de ti. – La anciana lo miraba fijamente. Luego se echó a reír y repitió -: Hasta que te avergüences, sí, yo te ayudaré a conseguirlo. Conocerás la vergüenza, créeme.

La mujer no paraba de reír. Suba se quedó boquiabierto y sintió que la cólera se apoderaba de él. La vieja no había respondido a su pregunta, su risa, sus dientes amarillos, todo aquello era un insulto, estaba burlándose de él. Su padre era el rey Tsongor, no había ninguna vergüenza que conocer, lo que los Tsongor se transmitían de padres a hijos no era la vergüenza. Todo aquello era absurdo e insultante, una vieja loca que se burlaba de él. Estuvo a punto de levantarse y desaparecer, pero quería formular otra pregunta. Se tragó el orgullo y volvió a hablar. Quería noticias de su ciudad. Por supuesto, había oído hablar de Massaba, pero siempre era la misma frase: «Aún siguen luchando.» Los rumores no decían nada más, ya no le llegaba ningún detalle, ya no había nadie que supiera quién había lanzado el último ataque y quién lo había rechazado. La guerra continuaba y no sabía nada más. Pidió noticias de los suyos al oráculo, y, una vez más, la anciana escupió al cielo un chorro de líquido azul que se evaporó al instante; luego le gritó al rostro:

– ¡Muertos! ¡Están todos muertos! Tu hermano Liboko fue el primero, murió como una rata, y los otros lo seguirán. Todos morirán, a su debido tiempo, como ratas, uno tras otro.

Y la risa volvió a deformarle el rostro. Suba estaba conmocionado, se tapó los oídos para no seguir oyendo, pero la roca parecía reírse debajo de él. No conseguía sustraerse a las risotadas de la vieja, imaginaba a su hermano Liboko tirado en el polvo. De pronto la cólera se apoderó de él, se puso en pie de un salto, cogió un palo grueso y nudoso y lo descargó sobre la anciana con todas sus fuerzas. Se oyó un crujido seco, le había dado en plena cabeza. La risa cesó y el cuerpo cayó al suelo como un peso muerto, inerte. Suba ya no oía nada, ya no veía nada, continuaba aferrando el palo. La cólera seguía allí, Liboko, sus hermanos; volvió a golpear. Golpeó una y otra vez; al fin, sudoroso y sin aliento, soltó el palo y recobró el juicio. A sus pies había un bulto de carne sin vida; salió huyendo, presa del terror.

Picó espuelas a la mula sin saber adonde ir. No podía quitarse el rostro de la anciana de la cabeza. La había matado por nada, por reírse, por cólera; la había matado; la risa, la voz, aquella fuerza sorda que gruñía en su interior, que lo había sumergido como una ola; había matado, lo llevaba dentro, suficiente rabia para matar. Llevaba el asesinato en la sangre, era un Tsongor, capaz de eso, él también.

Durante varios días se dejó llevar por la mula e, incapaz de elegir una dirección, vagó al azar de los senderos. Le temblaban las manos. Había dejado el palo junto al cuerpo y ya no hablaba, sentía un cansancio infinito. La violencia estaba allí, la había sentido, era la violencia salvaje de los Tsongor, la misma que corría por las venas de sus hermanos. Sí, se había entregado al voluptuoso placer de la cólera. Había matado al oráculo. Ya lo sabía: no era mejor que sus hermanos. El también era capaz de matar por Massaba. La orden de su padre era lo único que lo mantenía alejado de la carnicería y la fiebre del combate.

Vagaba por los caminos, sin comer ni detenerse, abrumado por el cansancio y el horror, vagaba cabizbajo huyendo instintivamente de todo ser vivo. Quería estar solo, ser invisible. Creía que llevaba su crimen escrito en las manos. A veces, lloraba y murmuraba:

– Soy un Tsongor, soy un Tsongor, alejaos de mí.

196

Samilia había abandonado Massaba como una cautiva que huye, sin llevarse nada. Los primeros días pensó que tendría que librar batalla y se preparó para hacerlo. Sango Kerim y Kuame no tardarían en darle alcance, y tendría que volver a gritarles que la dejaran. Estaba decidida, no quería ceder nada más, pero el tiempo pasaba y ni Sango Kerim ni Kuame se presentaban. Era evidente que nadie la perseguía, no se había equivocado, ya no era nada. Habían empezado la guerra por ella, pero, después del primer muerto, después del primer hombre que vengar, había dejado de ser el motivo de la lucha. La sangre llamaba a la sangre, y los pretendientes habían acabado olvidándola. Nadie la perseguía, salvo el viento de las colinas.

A partir de ese momento, la vida no fue para ella más que un vagabundeo nómada. Iba de pueblo en pueblo y vivía de la caridad de las gentes; por los caminos del reino, los campesinos dejaban de cavar la tierra para ver pasar a aquella extraña amazona y contemplaban a aqueÚa mujer de negro que avanzaba con la cabeza baja; nadie se le acercaba. Atravesaba regiones enteras sin despegar los labios, sin pedir otra cosa a la vida que fuerzas para continuar. Envejeció en los caminos, yendo siempre hacia delante. Acabó llegando a los confines del reino, y sin darse cuenta siquiera, sin dignarse mirar el continente que abandonaba, cruzó aquella última frontera y penetró en tierras inexploradas, yendo aún más lejos que el rey Tsongor en sus años mozos, dejando que a sus espaldas desaparecieran las tierras natales del reino y su antiguo sabor. Fue entonces cuando realmente ya no fue nada, ya no tenía ni nombre ni pasado; para quienes se cruzaban con ella no era más que una extraña figura con la que apenas se osa hablar y a la que se ve pasar con la vaga sensación de que en ella hay algo violento que es mejor evitar. La gente rezaba para que no se detuviera, y Sami – lia nunca se detenía. Avanzaba testarudamente por caminos y senderos, hasta no ser más que un punto que se pierde en la distancia.

Kuame y Sango Kerim se habían convertido en las secas sombras de dos cuerpos extenuados. La partida de Sami – lia les había oscurecido la mente, ya no pensaban, ya no deseaban, sólo querían morder y hacer sangrar a la tierra. En eso acababan tantos años de guerra, tanto matar, tanto esperar, para que a fin de cuentas ya no les quedara otra cosa que llorar que sus recuerdos de batalla; hasta los perros parecían reírse a su paso. La locura que hasta entonces había consumido sus carnes los envolvió por completo.

De Massaba ya no quedaba nada, era una ciudad destruida desde el interior. Las casas se habían caído, las habían desmontado piedra a piedra para tapar los agujeros de las murallas. Ya nada tenía forma, sólo se mantenía en pie un perímetro de muros que protegía un montón de ruinas de los asaltos exteriores. El polvo había reemplazado a los adoquines y los árboles frutales habían sido cortados y quemados. Samilia se había ido, y, al final del combate, la batalla estaba perdida para todos.