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Así las cosas, Kuame y Sango Kerim reunieron a sus ejércitos en la llanura por última vez, y, por última vez, se dirigieron la palabra.

– Es el fin – dijo Sango Kerim -, lo sabes tan bien como yo, Kuame, sólo nos queda acabar lo que empezamos. Aún hay hombres que deben morir y todavía no han caído. Ninguno de los dos puede sustraerse a esta última batalla, pero quiero proclamar aquí la regla del último día, tras lo cual callaré y no conoceré otra cosa que la muerte y la furia. Ante nuestros dos ejércitos reunidos, digo esto: que quienes quieran irse lo hagan hoy. Todos os habéis batido dignamente. La guerra acaba hoy, lo que empieza a partir de ahora es la venganza. Quienes tengan un sitio al que volver, que vuelvan a él; quienes tengan una mujer con la que regresar, que partan de inmediato, y quienes no tengan la muerte de algún ser querido que vengar, que arrojen sus armas al suelo. Para ellos hoy se ha acabado todo; no habrán obtenido ninguna de las riquezas que esperaban ganar aquí, pero se van con vida, que la conserven celosamente. En cuanto a los demás, que se preparen para librar la última batalla; no habrá tregua, combatiremos día y noche, combatiremos olvidando Massaba y sus tesoros, combatiremos para vengarnos.

– Lo que dices es justo, Sango Kerim – respondió Kuame -, la guerra no pasará de hoy. Lo que nacerá a continuación será la carnicería de los rabiosos; los que aún pueden, que se vayan sin vergüenza y vuelvan al lugar del que vinieron para contar quiénes fuimos.

En las filas de los guerreros el silencio fue prolongado e inquieto. Todos se miraban, pero nadie se atrevía a moverse, nadie quería ser el primero en marcharse. Fue entonces cuando Rassamilagh tomó la palabra.

– Me voy, Sango Kerim. Hace mucho tiempo que perdimos esta guerra, hace mucho tiempo que me levanto como un vencido día tras día. Recuerdo con dolor la noche en que bebimos el licor de mirto del desierto y todo podría haber acabado. Te he seguido a todas partes, he soportado todo lo que tú has soportado, pero hoy me acojo a la paz. Si alguno de los presentes tiene que vengarse de mí, si alguien quiere hacerme pagar la muerte de un hermano o un amigo, me enfrentaré a él, pero si nadie se presenta, me marcho y entierro la guerra de Massaba en la arena de mi pasado.

Nadie se movió. Rassamilagh abandonó las filas lentamente, y eso fue el comienzo de una gran desbandada. En cada campo, en cada tribu, eran muchos los hombres que se decidían; los jóvenes porque aún tenían muchos años por delante y querían volver con sus familias, los viejos porque los dominaba un tozudo deseo de ser enterrados en su tierra. Por todas partes se veían guerreros abrazándose. Los que se marchaban se despedían de los que se quedaban, los abrazaban y los encomendaban a la tierra, les ofrecían sus armas, sus cascos y sus monturas, pero los que se quedaban no querían nada; eran ellos, por el contrario, quienes debían dar, decían que para ellos se acercaba el fin y que pronto no necesitarían otra cosa que la moneda que se desliza entre los dientes de los muertos. Confiaban a los que partían sus bienes, sus amuletos y mensajes para los suyos. Eran como un gran cuerpo que se divide lentamente; las filas iban clareando en uno y otro campo.

Los que iban a marcharse no tardaron en estar listos, y abandonaron la llanura ese mismo día. Era mejor que no estuvieran allí cuando empezara la batalla; de lo contrario, el espectáculo de sus compañeros atrapados en la tormenta volvería a llamarlos a las armas.

En la llanura sólo quedó un puñado de hombres: eran los locos de la guerra, impacientes por abrazar la venganza. Todos querían vengar a un hermano o un amigo y miraban con el odio salvaje del perro al hombre sobre el que se arrojarían.

El viejo Barnak era uno de ellos. Aquellos de sus compañeros que habían decidido marcharse habían depositado a sus pies su reserva de qat; había un auténtico montículo de hierba seca. Barnak se agachó lentamente, cogió un buen puñado y se lo metió en la boca; mascaba, escupía, volvía a agacharse y cogía otro puñado. Cuando acabó de escupir, a su alrededor no quedaban más que pedazos de raíces mordisqueadas.

– A partir de ahora jamás volveré a dormir – murmuró para sí.

Ningún hombre había consumido nunca tal cantidad de droga. Barnak se estremecía de los pies a la cabeza. Sus músculos, fatigados por los años, volvían a tener el vigor de las serpientes, y las visiones que lo asaltaban le hacían poner los ojos en blanco y le llenaban la boca de espumarajos. Estaba listo.

Se dio la señal y empezó la lucha, una última batalla de enajenados. Ya no había estrategia ni fraternidad que valieran, cada uno luchaba por su cuenta, no para conservar su vida, sino para arrancársela al enemigo que había elegido. Era como una pelea de jabalíes. Las cabezas reventaban, los chorros de sangre inundaban los rostros, las armaduras cedían. Un horrible clamor de estertores guerreros hacía temblar los viejos e inmóviles muros de Massaba.

Sango Kerim y Kuame fueron los primeros en arrojarse uno sobre otro. En el centro de la refriega, trataron de atravesarse el costado por todos los medios, pero, una vez más, ni el uno ni el otro conseguían vencer. El sudor les perlaba la frente, se agotaban en vano; de pronto apareció Barnak, quien, con un rápido movimiento del brazo, decapitó a Sango Kerim. Su cabeza rodó tristemente por el polvo, y al caudillo nómada ni siquiera le dio tiempo de decir adiós a la ciudad que lo había visto nacer, pues la vida ya había escapado de su cuerpo. Kuame bajó la espada, no podía creerlo, su enemigo yacía ante él, a sus pies. Pero no le dio tiempo de alegrarse por la victoria: el viejo Barnak se había vuelto hacia él y lo miraba con ojos de loco. Ya no conocía a nadie, a su alrededor no veía otra cosa que cuerpos que atravesar. Hundió la espada hasta la empuñadura en el cuello de Kuame, que lo miró con ojos desorbitados por el asombro y se desplomó sin vida, ejecutado por su amigo a los pies de su enemigo decapitado.

En un abrir y cerrar de ojos, Barnak se vio atacado por decenas de guerreros de ambos bandos. Lo rodearon como cazadores que acorralan a una bestia salvaje y la matan a palos. Así murió, traspasado por decenas de lanzas, pisoteado y lapidado por los dos ejércitos.

Los guerreros perecían por todas partes, los golpes se amontonaban sobre los golpes; lentamente, todo se extinguía, ya no quedaban más que hombres con horribles heridas que se arrastraban con los codos intentando escapar al festín de las hienas, que ya infestaban la llanura. El último en morir fue Sako. Su hermano Danga le abrió el vientre, y sus entrañas se esparcieron por el suelo. En un esfuerzo supremo, consiguió herir a su hermano en un pie. Danga reía mientras la sangre le manaba del tendón seccionado, había ganado.

– Te mueres, Sako, y la victoria es mía, y míos son Massaba y el reino de mi padre. Te mueres, he acabado contigo.

Dejó el cadáver de su hermano a sus espaldas y quiso correr hacia Massaba para abrir las puertas de la ciudad como amo y señor, para gozar de lo que era suyo, pero la sangre seguía brotando de su herida. Ya no podía andar y cada vez se sentía más débil; de pronto, la ciudad le pareció infinitamente lejana. Empezó a arrastrarse sin dejar de reír, no comprendía que se estaba cumpliendo la predicción. Él, gemelo de Sako, que había nacido dos horas más tarde que su hermano, moría dos horas después de él. Sus vidas habían durado lo mismo, Sako lo había precedido en la muerte y lo esperaba, impaciente; Dango se vació de sangre lentamente. Y así como al nacer había caído de bruces sobre la sábana tinta en la sangre de su hermano, en ese momento agonizaba sobre el polvo enrojecido por la matanza. Todo se había consumado, la muerte del uno significaba el término de la vida del otro.

Cuando Danga expiró sin haber podido alcanzar las puertas de Massaba, un silencio inmenso se abatió sobre la ciudad, ya no quedaba nadie; era la hora de los carro – ñeros y del lento vuelo de los pájaros carniceros.

– ¿No lloras, Tsongor? – La voz de Katabolonga resonó en la inmensa cámara funeraria. El cadáver no respondió -. ¿No lloras, Tsongor? – repitió Katabolonga. Tsongor oía la lejana voz de su amigo, pero no respondía; no, no lloraba, aunque veía pasar a todos sus hijos, a todos los guerreros de Massaba, a los últimos combatientes. Estaban allí, ante sus ojos, con el rostro destrozado, con la mirada apagada por los años de guerra; estaban allí, avanzando con paso lento, como un cortejo moribundo. Veía a Kuame y a Sango Kerim, veía a sus dos hijos, Sako y Danga, que seguían enzarzados en la lucha; estaban todos allí. Tsongor no lloraba, no, tenía la sensación de estar viendo pasar una columna de locos sedientos de sangre; estaba inmóvil, ni siquiera intentaba llamarlos. Sólo desprecio, sólo sentía desprecio por aquellos combatientes que se habían matado del primero al último. No, no lloraba; al pasar junto a él, los muertos percibieron su presencia y bajaron la cabeza. Tsongor estaba allí, juzgándolos con su mirada de antepasado, Tsongor los dejaba pasar sin pronunciar palabra, sin intentar abrazarlos y besarlos en la sien por última vez. Fue entonces cuando los invadió la vergüenza y siguieron avanzando hacia la orilla, sin esperar nada más. Tsongor los miraba mientras se alejaban; estaban todos allí, no pasó por alto ningún cuerpo, ningún rostro. Estaba seguro de que Samilia no se encontraba entre ellos. Su cólera no hizo más que aumentar y, dirigiéndose a los condenados, habló al fin con voz pétrea, con la ira del padre ofendido.

– No teníais derecho – les dijo -, ningún derecho a morir. Samilia está viva, la habéis dejado sola. Debíais luchar por ella, pero os habéis destrozado del primero al último y la habéis olvidado. Ya no queda nadie para velar por ella. Os maldigo, no teníais derecho.