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La ciudad aguardaba la llegada de los embajadores del novio. Se hablaba de columnas enteras de hombres y caballos que se sucederían para depositar montañas de oro, telas y piedras preciosas en el patio de palacio, se hablaba de objetos fabulosos cuya utilidad nadie conocía, pero que dejaban sin habla a quien los veía. Samilia no tenía precio, eso era lo que Tsongor le había dicho a Kuame, el rey de las tierras de la sal, y Kua – me había decidido ir a depositar todo lo que poseía a los pies de Samilia. Se lo ofrecía todo, su reino y su nombre. Se presentaría ante ella tan pobre como un esclavo, consciente de que la inmensidad de sus riquezas no compraba nada, consciente de que, ante aquella mujer, estaba solo y desnudo. Se hablaba de que todo un reino acudiría a derramarse por las calles de la ciudad, de las riquezas de todo un pueblo amontonadas en el patio de palacio, ante el rostro impasible del rey Tsongor.

Era el día de los presentes y las calles de la ciudad estaban impolutas. A lo largo de todo el recorrido que seguiría el cortejo, el suelo estaba tapizado de rosas, y de las ventanas pendían colgaduras bordadas de oro. Todos aguardaban la aparición del primer jinete de la interminable comitiva del reino de la sal, los ojos de toda la ciudad espiaban el polvo de la llanura meridional. Todos querían ser los primeros en avistar la lejana silueta de los caballeros del cortejo.

Nadie vio a los hombres que habían tomado posiciones en las colinas del norte, a los hombres que habían asentado su campamento en ellas y que daban descanso a sus monturas. Nadie vio a los hombres que, inmóviles, observaban desde allí la ciudad y sus últimos preparativos. Estaban allí, en las colinas del norte, inmóviles como la desgracia.

El día terminaba apaciblemente. Los resplandores del sol se volvían ocres; en el cielo, las golondrinas trazaban grandes arcos y se abatían incansablemente sobre las plazas y las fuentes. Todo el mundo permanecía en silencio; la gran arteria aguardaba, desierta, a que los cascos extranjeros acudieran a hollarla.

Fue a esa hora cuando los centinelas de la ciudad vieron incendiarse las colinas del norte de Massaba. De improviso, al mismo tiempo, las cimas se iluminaron y los habitantes de la ciudad se quedaron estupefactos, pues no habían percibido ninguna actividad durante el día. Nadie había visto erigir las piras, ya que todos tenían los ojos clavados en el camino, y, contra todo pronóstico, lo que se iluminaba con altas llamas de fiesta eran las colinas. El rey Tsongor y todos los suyos se instalaron en la azotea del palacio para disfrutar del espectáculo, pero no hubo nada más, nada aparte de las golondrinas, que seguían girando en el cielo, y la ceniza de las colinas, que flotaba en el cálido aire del atardecer; nada, hasta que resonaron los ladridos de los perros del guardián de la puerta de poniente. El silencio de la ciudad era tal que todos pudieron oírlos, desde la azotea del palacio hasta las callejas más apartadas. Los perros de la puerta occidental estaban ladrando, y eso significaba que algún extranjero se había presentado ante ella. En cada puerta de la ciudad había un hombre cargado de amuletos, con cascabeles en las muñecas y los tobillos, una cola de buey en la mano izquierda y una cadena que sujetaba una trailla de doce perros en la derecha. Eran los guardianes de las jaurías y su misión consistía en ahuyentar a los malos espíritus y a los vagabundos. La jauría de la puerta oeste estaba ladrando, y el rey, la princesa, la corte, todos los habitantes de Massaba, se preguntaron por qué entraban los embajadores por allí, si la puerta preparada para recibirlos era la del sur. Era un contratiempo absurdo, y el rey Tsongor, nervioso, se levantó de su asiento; estaba irritado e impaciente. Su azotea dominaba toda la ciudad; la gran arteria estaba a sus pies, y sus ojos no se apartaban de la avenida esperando ver acercarse el cortejo de los presentes, pero lo que distinguió no fue un cortejo. Un hombre avanzaba solo por el centro de la avenida al paso lento y regular de un gran camello adornado con jaeces de mil colores. El animal y su jinete cabeceaban al ritmo de un navío que hiende las olas, se acercaban con la plácida y digna parsimonia de las caravanas del desierto. En vez de un cortejo, un hombre solo entraba en las calles de Massaba. El rey esperaba y empezaba, a su pesar, a sentir un vago temor, pues las cosas no iban como debían. El jinete llegó ante las puertas de palacio y pidió audiencia con el rey Tsongor, y sólo con el rey. Eso volvió a sorprender a todo el mundo, pues la costumbre era ofrecer los presentes a los ojos de todos, ante la futura esposa y su familia. Pero, una vez más, el rey se plegó a tan insólita exigencia, y sin más compañía que Katabolonga se instaló en el salón del trono.

El hombre que se presentó ante él era alto, vestía telas ricas pero de colores oscuros y llevaba más amuletos que joyas; en sus dedos no había anillos y, en vez de collar, varios cofrecitos de caoba que contenían talismanes pendían de su cuello. Iba cubierto con un velo, pero apenas entró en la sala hincó una rodilla con deferencia y, bajando la cabeza en señal de respeto, se lo quitó para no seguir ocultando el rostro por más tiempo. Al ver las facciones del viajero, el rey Tsongor tuvo una sensación extraña, pues había en ellas algo que le resultaba familiar. El desconocido alzó los ojos hacia Tsongor, y sonrió con la sonrisa afectuosa de un amigo. Permaneció en silencio unos instantes más, como para permitir a su interlocutor que se acostumbrara a su presencia, y luego dijo:

– Rey Tsongor, que tus antepasados sean bendecidos y que tu frente conozca el dulce beso de los dioses. Veo que no me reconoces, y no me sorprende. El tiempo ha hecho su trabajo sobre mi rostro, ha surcado de arrugas mis mejillas. Permíteme que te diga quién soy y que me acerque a besarte la mano. Soy Sango Kerim. Espero que el tiempo no haya conseguido que olvides mi nombre.

El rey Tsongor se levantó de un salto, no podía creerlo, tenía ante sí a Sango Kerim. La alegría brotó en su interior y lo invadió por completo. Se precipitó sobre su huésped y lo estrechó entre sus brazos. Sango Kerim… ¿Cómo era posible que no lo hubiera reconocido? Se había marchado siendo un niño y en ese momento tenía ante sí a un hombre. Sango Kerim… Siempre lo había tratado como si fuera su quinto hijo. El compañero de juegos de los cuatro de su misma sangre, con los que se había criado hasta los quince años; a esa edad, Sango le había pedido que lo dejara partir, pues quería recorrer el mundo, llegar a ser quien debía ser. Bien que a su pesar, el rey Tsongor le permitió hacer su voluntad. Luego fueron pasando los años, y como no volvía, lo olvidaron. Sango Kerim… Lo tenía allí, ante sí, elegante, orgulloso, un auténtico príncipe nómada.

– ¡Qué alegría para mí, Sango, verte en el día de hoy! – exclamó el rey Tsongor -. Deja que te contemple y te estreche contra mi pecho, tienes un aspecto magnífico, qué alegría. ¿Sabes que Samilia se casa mañana?

– Lo sé, Tsongor – respondió el nómada.

– Y por eso has vuelto precisamente hoy, ¿verdad? Para estar con nosotros.

– He vuelto por Samilia, sí.

Sango Kerim había respondido secamente; a continuación, retrocedió un paso y se quedó muy rígido mirando al rey Tsongor a los ojos, reencontrándose con el rostro de aquel anciano al que amaba. Lo embargaba la emoción, pero intentaba dominarse, pues tenía que mantenerse firme y decir lo que había ido a decir. El rey Tsongor comprendió que algo no marchaba bien y, una vez más, sintió que aquel día sería largo y se estremeció.

– Me gustaría, Tsongor, disponer de tiempo para abandonarme a la alegría de estar de nuevo en tu palacio. Me gustaría disponer de tiempo para redescubrir con gozo todos los rostros de antaño, los rostros de quienes me criaron, de aquellos con quienes jugué. El tiempo ha dejado su huella sobre nosotros, y me gustaría poder redescubrirlos uno a uno con las yemas de los dedos, comer con vosotros, como hacíamos antaño, y recorrer la ciudad, porque también ha cambiado, pero no he venido a eso. Me alegro de que te acuerdes de mí y lo hagas con alegría. Sí, he vuelto por Samilia, del mismo modo que me marché por ella. Quería conocer mundo, acumular riquezas y sabiduría, quería ser digno de tu hija. Hoy vuelvo porque mis vagabundeos han acabado, vuelvo porque ella me pertenece.

El rey Tsongor no daba crédito a sus oídos, no sabía si echarse a reír.

– Pero Sango…, no lo has entendido… Samilia… se casa mañana…, ya has visto las calles de la ciudad…, ya has visto… todo a tu alrededor… Es el día de los presentes. Mañana será la mujer de Kuame, el rey de las tierras de la sal. Lo siento, Sango, no lo sabía, no sabía que tú…, en fin, me refiero a que ignoraba tus sentimientos… Así que… yo… tú sabes que te quiero como a un hijo…, pero eso… no… es imposible…

Sango Kerim se había marchado. Los fuegos de las colinas del norte seguían ardiendo, como si no quisieran apagarse jamás; eran como inmensas antorchas que bailaban en la suave luz del atardecer. El rey Tsongor las observaba con rostro inescrutable. Al principio había creído que eran los embajadores de Kuame, que habían acampado en las colinas antes de entrar en la ciudad. Luego, cuando Sango Kerim se presentó ante él, se dijo, con placer, que también él había acudido a ofrecer espléndidos presentes a su hija. Ya sabía lo que significaban aquellas antorchas, sabía que un ejército había plantado sus tiendas sobre cada una de aquellas colinas y esperaba su respuesta. Y aquellas altas llamas que danzaban a lo lejos en el cálido aire del crepúsculo le hablaban de la desgracia que se disponía a abatirse sobre él y sobre Massaba. «Mira cómo ascendemos en el cielo, Tsongor – le decían -. Mira cómo devoramos las cimas de las colinas de tu reino y piensa que también podemos devorar tu ciudad y tu alegría. No olvides el fuego de las colinas, no olvides que tu reino puede arder como un insignificante trozo de madera.»