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Cuando se presentó ante él, Samilia no necesitó preguntarle por qué la había llamado; al ver las arrugas que surcaban su vieja frente, la joven supo de inmediato que acababa de ocurrir algo grave. Lo observó, y como él seguía contemplando el vuelo de las golondrinas y las altas llamas que danzaban en el horizonte, le dijo con voz grave:

– Te escucho, padre.

El rey Tsongor se volvió y contempló a su hija. Todo lo que había emprendido en los últimos meses lo había hecho por su boda, aquel día se había convertido en su obsesión de padre y de rey. Que todo estuviera listo, que la fiesta fuera la más hermosa que el imperio hubiera celebrado jamás…, no había trabajado para otra cosa. Quería darle un marido a su hija y unir su imperio a otro por un medio distinto de la guerra y la conquista por primera vez. Había estudiado cada detalle de la fiesta personalmente, había pasado noches enteras en vela; por fin había llegado el día, y un hecho imprevisible amenazaba con arruinarlo todo. Contempló a su hija. Le habría gustado no tener que decir lo que tenía que decir, le habría gustado no tener que pedir lo que tenía que pedir, pero las llamas ardían y no podía sustraerse a su apetito.

– He recibido la visita de Sango Kerim – dijo al fin.

– Me lo han contado las mujeres de mi séquito, padre.

Samilia observaba a su padre y leía en su rostro una angustia que no comprendía. Tsongor había elegido a Kuame y ella lo había aceptado, le había hablado con dulzura y simpatía del joven príncipe de las tierras de la sal, y ella había accedido a aquella unión con alegría. No comprendía lo que, a esas alturas, podía ensombrecer el rostro de su padre de aquel modo. Todo estaba dispuesto, no quedaba más que celebrar la boda y disfrutar de la fiesta.

– Su llegada debería haberme colmado de alegría, Samilia… – empezó a decir Tsongor.

Pero no acabó la frase. Se produjo un largo silencio, y el rey volvió a abismarse en la contemplación de los garabatos que las golondrinas dibujaban en el cielo. Luego, de repente, reaccionó; sus ojos volvieron a posarse en los de su hija y, con voz ronca, le preguntó:

– ¿Es cierto, Samilia, que en la época en que Sango Kerim y tú erais amigos os hicisteis una promesa? – Samilia no respondió, buscaba en su memoria algo que pudiera parecerse a lo que le preguntaba su padre -. ¿Es cierto – insistió Tsongor – que le diste tu palabra, como él te dio la suya, de que un día os casaríais? ¿Pusisteis por escrito esas promesas de niños y las guardasteis en un amuleto?

Samilia reflexionó unos instantes.

«Sí, me acuerdo – pensó la princesa -. Me acuerdo de Sango Kerim y de nuestros días de infancia, de nuestros secretos compartidos, de nuestras promesas. ¿De eso es de lo que quiere que hablemos? ¿Por qué me mira así? Me acuerdo, sí, no soy culpable de nada. ¿Por qué me mira así? Las promesas del pasado las entierro hoy, y el mismo Sango Kerim vendrá a darme su bendición. Me acuerdo, no he olvidado nada, no me avergüenzo de nada. ¿Qué tiene que ver todo eso con la mujer que soy hoy? Me entrego a Kuame llena de recuerdos, sí, de bellos recuerdos de niña, y no me avergüenzo de nada.»

Samilia pensaba en todo eso, pero sólo respondió:

– Sí, padre, es verdad.

Esperaba que le pidiera más precisiones, poder explicarse, pero el rostro de Tsongor se volvió inescrutable y no le hizo más preguntas. En ese momento, un toque largo y quejumbroso resonó a lo lejos, el sonido de cientos de cuernos de cebú se alzó de la llanura; era la inmensa comitiva de los embajadores de Kuame, que anunciaba su llegada. Doscientos cincuenta caballeros vestidos con trajes de oro hacían sonar el cuerno para que la puerta de Massaba se abriera y permitiera la entrada de la larga columna de los presentes.

El rey Tsongor no añadió palabra. Dejó a Samilia, ordenó que abrieran la puerta y se apresuró a bajar para recibir a los embajadores.

La lenta procesión de los caballeros de Kuame se internó por las calles de Massaba y duró varias horas, pues en cada plaza, en cada encrucijada, los caballeros se detenían y entonaban un nuevo himno en honor de la ciudad y sus habitantes, en honor de la novia, de su padre y de sus antepasados. El rey Tsongor, sus cuatro hijos, Samilia, su séquito de mujeres y la totalidad de la corte esperaban en la vasta sala de los embajadores. No veían nada, pero oían el sonido de los cuernos de cebú, amortiguado aunque cada vez más cercano; nadie se movía. El rey estaba sentado en el trono mirando al frente; parecía una estatua, inmóvil a pesar del calor, a pesar de las moscas que giraban a su alrededor; inmóvil, prisionero de sus pensamientos. Bajo los velos, con las mandíbulas apretadas, Samilia pensaba en la conversación que acababa de mantener con su padre.

La ceremonia de los presentes duró más de cuatro horas, cuatro horas durante las cuales los embajadores abrieron cofres, depositaron joyas a los pies del clan real, desplegaron telas, presentaron armas, ofrecieron enseñas con los colores de las tierras concedidas a la novia, cuatro horas de monedas de oro, de perfumes raros, de animales exóticos. Para el rey Tsongor fue un suplicio, quería pedir a los embajadores que se marcharan, que abandonaran la ciudad, que se llevaran sus cofres y sus arcones y esperaran a que tomara una decisión al otro lado de las murallas. Pero no podía hacer nada, era demasiado tarde, no podía hacer otra cosa que contemplar los tesoros que derramaban a sus pies y mover la cabeza, sin alegría ni sorpresa. Tenía todas sus fuerzas concentradas en los músculos del rostro para sonreír de vez en cuando, pero rara vez lo conseguía, aquello se le estaba haciendo eterno. A los cuatro hermanos de Samilia les hubiera gustado manifestar su alegría y su asombro ante determinados objetos raros, levantarse de sus asientos, tocar las telas, jugar con los monos amaestrados, contar las perlas de los cofres y pasar la mano por los sacos de especias, reír y acoger con alegría aquel tesoro, pero veían a su padre impasible en el trono y comprendían que debían mostrar la misma impasibilidad; puede que, en el fondo, aquellos tesoros fueran insuficientes, puede que dar muestras de alegría al recibirlos fuera indigno. Y los incansables embajadores continuaron su presentación ante el silencio imperturbable del clan Tsongor.

Al cabo, tras cuatro horas de ceremonia, abrieron el último cofre. Contenía un collar de lapislázulis, azul como los muros del palacio del rey Kuame, azul como los ojos de todos los de su linaje, y azul, según decían, como la sangre que corría por sus venas. Los diez embajadores hincaron la rodilla, y el más viejo de ellos declaró:

– Rey Tsongor, estos tesoros son tuyos, pero nuestro rey, el príncipe Kuame, consciente de su insignificancia ante la belleza de tu hija, te ofrece además su reino y su sangre.

Y, dicho aquello, el anciano derramó sobre las grandes losas de la sala de los embajadores un poco de tierra del reino de la sal y un poco de sangre de Kuame contenida en un pomo de oro, que cayó lentamente al suelo con un suave rumor de fuente.

El rey Tsongor se levantó y, contrariamente a lo que exigía la costumbre, no dijo nada. Saludó respetuosamente a los embajadores con un movimiento de la cabeza, los invitó a levantarse y desapareció. No se dijo nada más; el rey Tsongor se asfixiaba en su túnica de seda y oro.

Entonces empezó la larga noche en blanco del rey Tsongor, que se retiró a sus habitaciones y ordenó que nadie lo molestara. Sólo estaba allí Katabolonga, a su lado, sin decir nada; sentado en un rincón, no apartaba los ojos de su señor. No había nadie más que Katabolonga, y su presencia confortaba al viejo rey.

– Dondequiera que miro – le dijo Tsongor a su amigo -, no veo más que guerra, Katabolonga. Este día debía ser el de la alegría compartida, no debía sentir más amargura que la de ver partir a mi hija, pero esta noche siento el violento hálito de la muerte en mi espalda. Está ahí, sí, siento que se precipita hacia mí y no sé hallar el modo de ahuyentarla. Si entrego a mi hija a Sango Kerim, la cólera de Kuame será inmensa, y tendrá razón, pues lo habré insultado dándole a otro lo que le había prometido a él. ¿Quién podría soportar semejante ofensa? Venir aquí con todas sus riquezas, ofrecer su sangre y su tierra, y ver que le escupen en la cara. Alzará su reino contra el mío y no descansará hasta destruirme. Si entrego mi hija a Kuame sin preocuparme de Sango Kerim, ¿quién sabe lo que ocurrirá? Conozco a Sango Kerim. No es rey de ningún país, pero, si se ha presentado ante mí, si se ha atrevido a reclamar a mi hija como se reclama una deuda, es porque tiene detrás suficientes hombres y aliados como para hacer temblar las torres de Massaba. Dondequiera que miro, Katabolonga, no veo más que guerra; elija lo que elija, faltaré a una promesa; sea quien sea el ofendido, su rabia estará justificada, y eso lo hará más poderoso e infatigable.

»Debo reflexionar, tiene que haber una solución. Soy Tsongor, la encontraré. Qué pena… Iba a casar a mi hija, era lo último que me quedaba por hacer: confiar mi hija a la vida y dejar que el resto de mis días escapara de mí apaciblemente. Soy viejo, Katabolonga, tan viejo como tú. Sobreviví a las batallas, a las marchas forzadas, a las campañas más duras, al hambre y la fatiga, y nada de eso pudo conmigo. Soy Tsongor, y supe enterrar la guerra, tú lo recuerdas, aquel día estabas desnudo en medio de mi ejército, estabas allí, no decías nada. Habría podido reírme en tus narices u ordenar que te mataran de inmediato, pero oía tu voz, oía el inmenso canto de los muertos, que me murmuraban al oído: "¿Qué has hecho, Tsongor? ¿Qué has hecho hasta ahora?" Me lo preguntaban los millares de cadáveres de mis campañas, abandonados a los carroñeros en caminos borrados por la arena, me lo preguntaba la boca informe de mis enemigos amontonados en los campos de batalla. "¿Qué has hecho, Tsongor?" Te escuchaba y sólo oía eso. Estaba avergonzado, habría sido capaz de arrodillarme ante ti, pero tú no decías nada, seguías allí, mirándome fijamente. Te oí. Al tenderte la mano, enterré la guerra y me dije adiós con alegría y alivio. Tú eras el hombre al que estaba esperando, Katabolonga. Ese día enterré a Tsongor y sus conquistas, enterré mis tesoros de rapiña y mis recuerdos de batalla. El rey guerrero se quedó allí, en aquel inmenso campamento del fin del mundo, y jamás me he vuelto hacia él, siempre he hecho oídos sordos a su voz. Tenía una vida que construir con tu atenta presencia a mi lado. No tengo fuerzas para más combates, no desenterraré al rey guerrero de antaño, que siga donde lo dejé y que se pudra en el escenario de sus últimas victorias. No tengo miedo, Katabolonga. ¿Quién puede pensar lo contrario? Si quisiera, podría vencer a Kuame y Sango Kerim juntos; si pusiera en ello todo mi saber y mi voluntad, podría hacerlo. No tengo miedo, no, pero no quiero.