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Cayó la noche. Pidieron de comer y llamaron a músicos y cantores, que cantaron a la tierra natal y el dolor de la partida, que cantaron los recuerdos del pasado y el tiempo que todo lo entierra. Los Tsongor estaban sentados muy juntos, se miraban, se abrazaban, se murmuraban miles de insignificancias que no hablaban de otra cosa que del amor que sentían los unos por los otros. Así pasaron aquella última noche en el palacio de Massaba, al son de las cítaras y del vino, que llenaba las copas con un dulce rumor de cascada melosa.

Los ecos de aquella última cena en común llegaron hasta la sala del catafalco como las indistintas notas de una dulce música y envolvieron el cuerpo del viejo Tsongor. Este oía aquellos sonidos gozosos desde el fondo de su muerte, se incorporó y ordenó a Katabolonga, que entendía el lenguaje de los muertos, que lo llevara allí.

Dos figuras avanzaron juntas por los desiertos pasillos del palacio en luto, procurando no dejarse ver; iban hacia la música, buscando por el dédalo del palacio la sala en la que todos estaban reunidos. Cuando al fin la encontraron, el viejo Tsongor se acurrucó en un rincón y contempló a sus hijos, reunidos por última vez. Los veía sentados muy juntos, con los brazos y las piernas entrelazados, con las cabezas juntas y los cabellos mezclados… como una carnada de perritos agolpados contra la barriga de su madre. Allí estaban sus hijos, reían, lloraban, se tocaban continuamente; corría el vino y la música llenaba los corazones de una melancolía voluptuosa.

El viejo rey muerto contempló a sus hijos en secreto y se dejó envolver, también él, por la dulce luz que bañaba la sala, por los olores y las voces. Estaban todos allí, sus hijos, ante él, felices. Entonces, como para agradecerles aquella noche compartida, murmuró para sí mismo:

– Está bien.

Y regresó a la marmórea gelidez de su catafalco.

El sueño acabó venciendo a los hijos de Tsongor, que se separaron, se retiraron a sus habitaciones y se durmieron a su pesar. El único que no se acostó fue Suba, que durante un rato vagó por los silenciosos pasillos del viejo palacio; quería despedirse por última vez, volver a ver las salas en las que había crecido, acariciar la piedra de las paredes y la madera de los muebles familiares. Anduvo como una sombra, impregnándose por última vez de aquel lugar; luego, descendió la gran escalinata del palacio y penetró en los establos. El cálido olor de los anímales y el forraje lo despejó, y Suba recorrió la calle central buscando una montura adecuada a su exilio, un pura sangre rápido, nervioso, un animal noble que lo llevara de un extremo a otro del reino con celeridad. Pero, mientras lo buscaba, comprendió que en todos aquellos caballos de raza, espléndidos y bien cepillados, había algo impropio del luto, y siguió avanzando hasta llegar al fondo de las cuadras reales, donde descansaban los caballos de tiro y las mulas. Se quedó inmóvil; eso era lo que necesitaba, una mula, sí, una mula de paso lento y obstinado, una montura humilde que no se rindiera ni a la fatiga ni al sol; una mula, sí, porque quería cabalgar despacio, obstinadamente, llevando la noticia de la muerte de su padre allí donde fuera.

Abandonó Massaba a lomos de la mula, que aún estaba entumecida de fatiga, abandonó su ciudad natal y a todos los suyos, los abandonó a la noche; para ellos empezaba una nueva vida, de la que él no sabría nada.

Tras una hora de marcha, cuando hacía mucho rato que había perdido de vista la última colina de Massaba, llegó a la orilla de un riachuelo que conocía bien porque de pequeño había jugado allí a menudo con sus hermanos. Echó pie a tierra, dejó beber a la mula y él se refrescó la cara con un poco de agua. Hasta que volvió a montar no advirtió que en la misma orilla en que se encontraba había un grupo de mujeres; eran unas ocho y lo miraban sin decir nada, procurando no hacer ruido, muy juntas. Eran mujeres de Massaba que habían ido al riachuelo en plena noche para lavar la ropa, pues sabían que la guerra era inminente y que pronto tal vez no podrían salir de la ciudad, y que en caso de sitio racionarían el agua, así que habían aprovechado aquella última noche de libertad para ir allí con sus sábanas, sus alfombras y su ropa, y sumergir sus manos en las frías aguas del arroyo. La llegada de Suba las había asustado, pero una de ellas lo reconoció y, al instante, todas, como una sola mujer, suspiraron aliviadas. Estaban allí, inmóviles y silenciosas. Suba las saludó afablemente con la cabeza, y ellas respondieron a su saludo con respeto; luego picó espuelas y se alejó, pensando en aquellas mujeres, pensando que eran las únicas que lo habían visto marchar, las únicas que habían compartido algo de aquella extraña noche con él. Iba pensando en todo eso cuando, de pronto, notó que lo seguían; se volvió y allí estaban, a unos centenares de metros. Se detuvieron al mismo tiempo que él, pues no querían alcanzarlo. Suba sonrió de nuevo y les dijo adiós con una mano, y ellas respondieron bajando la cabeza humildemente. A continuación espoleó a la mula y se lanzó al galope, pero, al cabo de otra hora de marcha, volvió a sentir su presencia a sus espaldas, se giró y las lavanderas seguían allí. Habían caminado siguiendo pacientemente sus huellas hasta dar con él, dejando atrás la ciudad, la colada y el riachuelo. Suba no lo comprendía, de modo que volvió grupas y, cuando tuvo a las mujeres al alcance de la voz, les preguntó:

– Mujeres de Massaba, ¿por qué me seguís? – Ellas bajaron la cabeza y no respondieron -. La suerte ha querido que nos encontremos en esta noche que para mí es la del exilio – continuó Suba -. Me alegro, la imagen de vuestros sonrientes y humildes rostros me acompañará durante mucho tiempo. Pero no os entretengáis más, el sol está a punto de salir, volved a la ciudad.

Al oír aquello, la lavandera mayor avanzó un paso y, sin alzar los ojos del suelo, respondió:

– Te hemos reconocido cuando la noche te ha puesto en nuestro camino, Suba, te hemos reconocido porque para nosotras eres el rostro de niño de la felicidad. No sabemos adonde vas ni por qué abandonas Massaba, pero te hemos visto y te escoltaremos. Eres de nuestra ciudad, no sería justo que vagaras así, solo, por los caminos del reino. Que no se diga que las mujeres de Massaba han abandonado a su dolor al hijo del rey Tsongor. No temas, no te pediremos nada, no nos acercaremos, nos limitaremos a seguirte adonde vayas, para que la ciudad esté siempre contigo.

Suba se quedó sin habla; contempló a aquellas mujeres y las lágrimas asomaron a sus ojos, pero consiguió contenerlas. Le habría gustado abrazar a cada una de ellas en señal de agradecimiento. Estaban inmóviles otra vez, esperando a que reanudara la marcha para seguir sus huellas. Suba se acercó un poco más y les dijo:

– Mujeres de Massaba, beso vuestras frentes por esas palabras que jamás olvidaré, pero no puede ser como decís. Escuchadme, Tsongor, mi padre, me confió una misión antes de morir, una misión que debo cumplir solo. No puedo ni deseo llevar escolta, me basta con vuestras palabras, las llevaré conmigo. Volved a vuestra vida, es la voluntad de Tsongor; desandad el camino, os lo pido humildemente.

Las mujeres permanecieron calladas largo rato; luego, la más anciana volvió a tomar la palabra:

– Sea como quieres, Suba. No nos opondremos ni a tu voluntad ni a la del rey Tsongor. Te dejamos aquí con tu destino, pero acepta nuestras ofrendas sin protestar.

Suba asintió. Entonces, lentamente, las mujeres empezaron a cortarse el cabello una tras otra; se cortaron j largos mechones mutuamente, hasta que cada una pudo j hacer una larga trenza; luego, se acercaron a Suba con i respeto y ataron a la silla de su mula las ocho trenzas, como otros tantos trofeos sagrados. Por último, desplegaron una gran tela negra y la ataron a un palo que sujetaron a la espalda de Suba. – Este velo negro – le dijeron – será el de tu luto y anunciará la desgracia que se ha abatido sobre Massaba allí donde vayas.

Tras lo cual, se prosternaron en tierra, saludaron a Suba y se fueron.

El día estaba a punto de nacer, la luz disipaba la bruma. Suba siguió su camino. El viento se alzó e hinchó el velo negro que las mujeres le habían colocado en la espalda; de lejos, parecía un navio que se deslizaba por los caminos del país, un jinete solitario que avanzaba al capricho del viento con el velo de las lavanderas flotando a sus espaldas como la larga cola de un vestido de luto, anunciando a todo el mundo la muerte del rey Tsongor y la desgracia que se había abatido sobre su ciudad.

Capitulo 3: La guerra.

Al alba, Sango Kerim bajó de las colinas a caballo y sin escolta en dirección a Massaba, llegó ante la puerta principal y la encontró cerrada. Constató que Samilia no estaba allí y que ninguno de los hijos de Tsongor había salido a recibirlo; constató que los guardias de la puerta estaban armados y que las murallas de la ciudad bullían con una actividad frenética; constató que la bandera de las tierras de la sal ondeaba junto a la de Massaba en las torres de la ciudad. Luego vio un perro viejo que merodeaba junto a las murallas, con la angustia de verse encerrado en el exterior de la ciudad, y desde lo alto de su caballo Sango Kerim se dirigió a él con estas palabras:

– Sea. Ahora es la guerra.

Y fue la guerra.

En el palacio, Sako, en tanto que primogénito, había ocupado el lugar de su padre. Liboko, jefe de las tropas de la ciudad, se encargaba del enlace con el campamento de Kuame, y éste, por su parte, se había instalado con su gente y su ejército en la colina más meridional. Los emisarios iban entre Massaba y el campamento para prevenir al príncipe de las tierras de la sal de los últimos movimientos de Sango Kerim y comprobar que no carecía de nada: agua, víveres, vino o heno para los animales.