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– Parece que de esa playa no sacaremos en claro mucho más de lo que hemos sacado esta mañana -aposté.

– Si no lo he calculado mal, entre el último día que Eva fue a esa playa y el de su muerte hubo exactamente una semana -precisó Chamorro-. Mucho tiempo para ella.

– Y entre la pelea con Regina y el presunto asesinato por celos, diez días. Mucho tiempo para estarlo pensando. Porque esa pelea nos ha permitido descubrir que ya diez días antes de que Eva fuera eliminada, y justo al poco de llegar, sus relaciones no eran un lecho de rosas. ¿Tan corto fue el hechizo? No parece que haya habido mucho hechizo nunca, al menos por un lado. Y aún me atrevo a suponer más.

– Qué.

– Los problemas los arrastraban de antes. De antes de que Eva viniera a la isla. No ligó con Regina en Abracadabra: la conocía de por ahí, de Italia o de Austria o de Suiza, y vino a verla. A lo mejor con el propósito preconcebido de humillarla, quizá sólo por aburrimiento, si la Heydrich era como parece. Y si no se trataba de la primera humillación, que me lo creería por la forma en que Regina tragaba, qué puede hacernos pensar que esta vez la respuesta fue la que no había sido en otras ocasiones.

– No sé. Pudo ser la gota que colmó el vaso.

– Puede. Pero también puede, y lo mismo puede más, que Regina tuviera un vaso demasiado grande para colmarlo. Le pega. Cuando un joven o una joven rinden a un viejo o a una vieja se enteran pronto de que pueden apretar hasta que se cansen. A ellos les queda tiempo para rehacer el quiosco en otra parte. Al viejo o a la vieja, no.

– O sea que estamos como al principio -resumió Chamorro.

– Si pasan muchos días y seguimos estando como al principio, pero cada vez con más piezas encima de la mesa, es buena señal. Cuando las montemos fallaremos menos.

– No tenemos mucho tiempo.

– Tenemos suficiente. Y el día todavía no ha acabado. Imagino que avanzaremos más esta noche.

– ¿Y mientras tanto?

– Mientras tanto, comemos, vemos qué saben los camareros de aquí y nos echamos una siestecita. Esta noche hay que estar con la cabeza fresca. Así que aprovecha para relajarte. No se llega antes ni más lejos por estar todo el rato con los dientes apretados.

Chamorro asintió en silencio. Cuando se le ordenaba algo que chocaba con su escrupulosa visión de las cosas, se le notaba demasiado. En tales circunstancias asumía su deber de obediencia como una penitencia que el Altísimo le imponía en el ejercicio de sus célebres designios inescrutables.

– Ya llevamos doce horas juntos y todavía no hemos hecho más que hablar del trabajo -dije, por intentar ablandarla-. Si estamos muchos días así vamos a acabar para que nos internen. Hay que concederse alguna válvula de escape. ¿No crees?

Chamorro meditó antes de hablar, porque aquél era un terreno en el que la precaria seguridad que había ido construyéndose para manejarse en cuestiones oficiales podía desfallecer.

– Cada uno tiene su manera -repuso, enigmática.

– ¿Y cuál es la tuya, Chamorro?

– Estudio.

– ¿Se puede saber qué? -pregunté, dando por sentado que sería el temario para ingresar en el curso de ascenso a sargento, o quizá incluso en la academia de oficiales, si es que no había renunciado.

– Matemáticas.

– Vaya. ¿Te gustan los números?

– Me gustan las estrellas -reveló, sonrojándose-. Desde pequeña. Astronomía es una especialidad de Matemáticas. La gente no suele saberlo.

– ¿De veras? Nunca pensé que tuviera que ver.

– Tiene mucho que ver.

Chamorro no descendió a explicarme qué era lo que tenía que ver, y me habría ayudado, porque estaba atónito. No porque Chamorro abrigara inquietudes o porque fuera universitaria. Hace veinte años habría podido extrañar que un guardia fuera universitario. Pero yo soy universitario, y como yo varias decenas de miles de muertos de hambre que se encuentran en mala posición para desdeñar el sueldo magro pero digno que el Cuerpo paga a sus sufridos miembros. Lo que me costaba imaginar era a Chamorro asomada a la ventana de su piso identificando constelaciones.

– ¿Y qué harás cuando termines?

– Todavía tardaré bastante tiempo. No puedo ir regularmente a clase.

– Tarde o temprano, terminarás.

– Ya veré entonces. Colgaré el título en la pared y me regalaré un telescopio decente, si he podido ahorrar.

– ¿Nada más?

– Lo hago porque me gusta. Es muy difícil trabajar como astrónomo. -Y con un deje de algo que podía ser despecho, agregó-: En realidad es difícil trabajar en lo que una quiere.

– ¿No te gusta ser guardia?

Chamorro sonrió.

– Si dijera que era lo que estaba soñando toda mi vida te reirías.

– No te pregunto si lo soñabas, sino si te gusta.

– Me gusta la vida militar. Eso ya lo sabes, porque si no lo sabes es que eres el primero que me encuentro en la Unidad que no está al corriente de que me suspendieron en la academia de oficiales. En las academias, para ser más exactos. Ser guardia era una forma de ser militar. Y sobre todo, de no quedarme en casa llorando por no haber podido sacar nada.

– Todavía puedes hacer carrera. Preséntate para suboficial. Lo tendrías chupado. Eres despierta y disciplinada. Ya es más de lo que era yo. Y luego te haces oficial. Es una forma de llegar a donde quieres, aunque sea por el camino largo.

– Ya se me ha ocurrido. Y a lo mejor lo hago algún día. Pero ahora que ya me gano la vida quiero pararme a pensar sobre mi futuro. Para eso me inspiran mejor las estrellas. Y a ti, ¿te gusta ser lo que eres?

Semejante reacción de Chamorro, que entrañaba a la vez una súbita confianza conmigo y una defensa intrépida frente a mi indiscreto interrogatorio, me cogió desprevenido. La verdad era que me situaba en una incómoda disyuntiva, porque si quería mantener la distancia, o sea, la autoridad, tenía que esforzarme por construir el maldito discurso hueco que en aquel momento, y en todos los demás momentos, tan lejano quedaba de mis íntimas apetencias. Si me sinceraba con ella, podía resquebrajarse la imagen mítica del jefe, en la medida en que hubiera sido capaz de representarla ante mi subordinada. Decidí que el fingimiento es el recurso de los cobardes y de los que no tienen fe en sí mismos y opté por lo que también se me antojó más placentero, hablarle con sinceridad.

– Ahora me gusta más que antes -dije-. Yo fui a la facultad antes que a la academia. Al principio esto de los guardias me parecía un mal invento, un refugio para borregos. Llevé bastante mal lo de la instrucción y tener que saltar por encima de una ristra de fusiles con la bayoneta puesta. En confianza, me temí que iba a pasarme el resto de mi existencia rodeado de gilipollas. Lo bueno era que comía y que seguiría comiendo. Durante mis dos heroicos y triunfales años como Licenciado en Psicología en paro hubo alguna noche que me costó juntar para la cena y alguna otra que no junté y me sometí a la vergüenza de acudir a implorar las migas de la mesa materna. Y siempre he preferido poder dármelas de independiente, como cualquiera.

– Vamos, que no estás aquí por vocación.

– Estoy aquí porque una tarde me di cuenta de que tenía veinticinco años y de que o bien tomaba alguna medida o bien me iba a pudrir en un agujero mientras me comía página a página la Psicopatología de la vida cotidiana. Yo nunca he ido a unos ejercicios espirituales y no se me ocurría una imagen peor del infierno, aunque no descarto que las haya. El caso es que compré los temarios y salí a correr todos los días hasta que hice la marca mínima de los cien y la del kilómetro y las flexiones y los saltos de altura y de longitud. Me presenté al examen de ingreso y hasta aquí.

– ¿Y piensas lo mismo que al principio? Sobre los borregos.

– Bien, como te iba contando, ése fue el comienzo. Nada satisfactorio, por más que tener domiciliada una nómina embote un tanto el sentido crítico. Poco a poco, sin embargo, me fui acostumbrando. Hasta que un día me di cuenta de que le había resuelto un problema a un hombre y el hombre me dio las gracias como si de veras me respetara. Entonces recapacité y me dije que a lo mejor setenta mil individuos no eran todos tan infelices como a mí me había parecido y que debajo del uniforme verde había posibilidades. Me entró el entusiasmo, que es algo que te asalta de forma imprevista cuando llevas meses y meses de desesperación, y antes de que pudiera reaccionar me había hecho sargento. Luego empecé a ocuparme de aclarar homicidios. Y ahí fue donde supe que Jung era un aficionado y comprendí que había encontrado mi lugar en el mundo.

– ¿Quién es Jung?

– Ahora nadie. Antes escribía y enseñaba psicoanálisis y otras aproximaciones parciales a la naturaleza humana. Lo que verdaderamente da la medida de alguien, a veces con una simplicidad espantosa, es lo que le lleva a quitarle la vida a otro alguien. -Antes de seguir, me cercioré de que Chamorro no me contemplaba como si yo fuera un alienado; estaba un poco descolocada, pero nada más-. Es una ciencia inagotable, aunque muchas veces dé la sensación de que las historias se repiten. Ninguna historia es igual que otra. Yo he cazado a gente que mató por dinero, por celos, por venganza, hasta por una linde dudosa. Todos y cada uno de ellos me han enseñado algo. Cada uno era un ejemplo diferente de soberbia.