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– ¿De soberbia?

– Por supuesto. Todos los homicidas, salvo los involuntarios o preterintencionales, que igual que al Código Penal, a mí me interesan atenuadamente, son soberbios y obran por orgullo. El homicidio es el acto máximo de afirmación de un sujeto sobre otro. Hasta el extremo de impedir que el otro pueda volver a afirmarse no ya ante el homicida, sino ante nada en absoluto. Los caníbales se comían o se comen a sus enemigos vencidos para apropiarse de sus almas. El homicida se apropia de todas las posibilidades de vida que tenía su víctima y en un instante les da el destino que prueba para siempre su poder: destruirlas. Lo increíble es que semejante desmesura esté al alcance de cualquiera. Del tonto del pueblo, del tipo que te vende pañuelos en el semáforo, del desgraciado al que le robaste la novia.

– Yo creo que para matar a otro hay que estar loco juzgó Chamorro, con piadoso horror.

– No se te ocurra volver a decir eso, y menos a un juez o a un asesino. Al juez le estarás condenando al desempleo, ya que podría prescindirse de él en beneficio del psiquiatra. Y al asesino, sencillamente, le estarás insultando. No es infrecuente que el que ha matado pretenda estar loco, porque la cárcel da miedo y también la sociedad y sus tabúes. Pero en su fuero interno, tal vez por debajo de la superficie de su conciencia, disfruta con la supresión de su víctima, y no como un acto de enajenación, sino como un habilidoso triunfo. Hay excepciones, claro, pero no tantas como se suele pensar.

– Tienes una visión terrible.

– Puede ser. Ah, no puedo creerlo.

– Qué.

– El gazpacho.

El camarero dejó ante mí lo que parecía ser un cuenco de gazpacho ordinario, a pesar de su interminable proceso de elaboración. Cuando lo saboreé confirmé mi impresión visual y añado que le sobraba desagradablemente cebolla.

Mientras yo atacaba con resignación la sopa fría, Chamorro formuló un espinoso interrogante, al que debía de haberla arrojado nuestra conversación:

– ¿Por qué lo haces?

– El qué.

– Cazarlos. A los asesinos.

– Por orgullo. Por imponerme yo a ellos -bromeé, o quizá no.

– En serio.

– Soy una parte del juego. Cierro el círculo, ayudo a que resulte grave. Si no hubiera gente que hiciera lo que yo hago, se mataría por simple placer. Y eso es una frivolidad intolerable.

– ¿Nunca has atrapado a nadie que matara por simple placer?

– Sí. Pero coger a esa gente no tiene mérito, porque para eso sí que hay que estar loco y coger a un loco es fácil y desalentador. No digo que no los haya, pero nunca me he tropezado a un psicópata astuto, como los de las películas, sino a un par de pobres chiflados que un mal día agarraron la escopeta. Mi opinión es que ninguna inteligencia criminal es superior a la de un hombre normal y cuerdo que se aplique.

Aunque a los postres tuvimos ocasión de explorar lo que sabían los camareros de Eva Heydrich y Regina Bolzano, no conseguimos nada que merezca ser consignado especialmente. Todos estaban al tanto del crimen, todos conocían de vista a la víctima y a la sospechosa, ninguno había hablado con ninguna de las dos. Por cierto que era curioso que todo el mundo presentaba a Regina Bolzano como sospechosa, aunque no había ninguna versión oficial de los hechos y ni siquiera los diarios, habituales campeones en el arte de dar interpretaciones precipitadas de cualquier acontecimiento, habían planteado semejante hipótesis. Para los habitantes de la urbanización, como para mis superiores, el impulso irrefrenable era explicar lo sucedido con ayuda de lo que conocían, sin detenerse a reflexionar si en lo que desconocían podía haber otras claves más ajustadas.

Lo que parecía evidente es que ni Regina ni Eva se habían rebajado nunca a consumir el reprochable menú de aquel restaurante para turistas de tres al cuarto. Cuando pedí la cuenta, apareció una mujer muy escuálida, una de esas que tienen apenas los huesos forrados con carne, los pómulos muy salientes y a las que les ralea un poco el cabello. Siempre me he preguntado por qué esas mujeres no tienen un cabello abundante y fuerte. Será por falta de alimento, como las plantas que no tienen la suficiente tierra en el tiesto. Como rasgo que la individualizaba, la mujer que nos trajo la nota ostentaba un pecho extraordinariamente profuso, que costaba imaginar cómo se agarraba a su exigua persona. Aparentaba treinta y tantos años.

– Su cuenta -dijo, con una voz tenue.

Saqué la cartera y puse el dinero sobre el plato, con una buena propina. Cuando la mujer escuálida vino a recogerlo, murmuró sin mucho sentimiento:

– Muchas gracias.

– Más vale ser simpático cuando se está de vacaciones. Y sobre todo en esta urbanización -afirmé.

– ¿Cómo? -se volvió la mujer, con desgana.

– Lo hemos leído en el periódico. A los turistas antipáticos les pegan dos tiros y los dejan colgados del techo -dejé escapar la risa más tonta que pude, pero ella no se rió.

– ¿Se refiere a la chica esa?

– Sí. ¿La conocía?

– Apenas. Pero no la mató nadie de aquí.

– Era una broma.

– Ya. Es que a veces los de fuera vienen y confunden. Esa chica, por ejemplo, se confundió un par de veces.

– ¿Ah, sí?

– Una noche fue al pub a reírse de los chicos de aquí. Y tuvieron que echarla.

– ¿Tan mala era?

La mujer se echó hacia atrás, y apoyó los antebrazos en sus salientes caderas. Daba escalofrío mirarla.

– No sé si mala -declaró-. Sabía que le gustaba a los hombres. Todas las mujeres tontean a veces, y a ella se le fue la mano. Creyó que aquí les reímos todas las gracias a los turistas. Pero hay gracias que no hacen gracia. No sé si me entiende.

– ¿Y la otra vez?

– ¿Qué otra vez?

– La otra vez que se confundió. La mujer me observó fijamente.

– ¿Y por qué iba a contárselo?

– Ah, por nada -me encogí de hombros-. Simple curiosidad. Si es un secreto, perdóneme usted. No hay nada más desconsiderado que meterse en los secretos de otros, ¿no le parece? -Volví a reír-. ¿Levantamos el campo, querida?

Chamorro cogió su bolso y se levantó al mismo tiempo que yo. Fuimos sin mucha prisa hacia la salida. La mujer escuálida se vino subrepticiamente con nosotros y cuando pasamos a la altura de un rincón no muy concurrido, me tomó del brazo.

– No lo creerá -aseguró, con un gesto como de querer apabullarme, o escandalizarme, o lo que fuera-. Me encontré con ella la noche que la echaron del pub. Mi marido trabaja allí y yo iba a buscarle. La muy cerda me enseñó un fajo de billetes y me dijo en italiano algo así como que si me iba con ella a dar una vuelta, que estaba sola y no tenía con quién divertirse. Como si yo fuera una negra del Chad o de un país de mierda dispuesta a lo que fuera por un puñado de su dinero. Le contesté que se podía meter el dinero en el coño. En español y en italiano, por si acaso.

La mujer nos examinó alternativamente a Chamorro y a mí, para medir el efecto que nos habían causado sus palabras. Chamorro estuvo a la altura. Se tocó la punta con los dedos índice y pulgar al mismo tiempo, se echó el pelo hacia atrás y se volvió a otro lado, como si aquellas porquerías no fueran con ella y la fastidiara que se alargara tanto mi charla con la mujer escuálida.

– ¿Y qué le dijo ella? -indagué, aparentando excitación.

– ¿Entiende usted alemán? Porque lo dijo en alemán.

– Un poco.

– Dijo: Ja, heute möchte ich ein Coño. Y soltó una carcajada. La muy cerda, que en el infierno se esté pudriendo.

Capítulo 7 NADIE NADABA ASÍ

Esa tarde nos echamos una siesta de cuatro o cinco horas. O al menos me la eché yo, porque cuando me fui a acostar dejé a Chamorro en la sala tomando notas y cuando me levanté, con la boca pastosa y un humor del demonio, ella estaba otra vez allí. Entre unas cosas y otras, la noche anterior no habíamos dormido y la siguiente no era previsible que durmiéramos. Por la mañana temprano habíamos quedado con Perelló para ver la casa. Era posible que Chamorro aguantara, porque tenía veinticuatro años y la conciencia tranquila, pero yo ya era demasiado viejo y canalla para realizar según qué gastos. No es que necesitara muchas horas de sueño, que tampoco podía dormir más de cuatro o cinco seguidas, pero cada tanto tenía que cortar la corriente. Si no, mi cerebro se volvía alarmantemente torpe.

Aquella noche yo estaba ya sobre aviso y la estampa de Chamorro arreglada no me sorprendió, aunque estuve tentado de hacerle un par de fotos para enseñarlas en la Unidad, a la vuelta. Había algo que seguramente sólo yo y los que la veíamos siempre de uniforme podíamos percibir, y era el morboso atractivo de comprobar hasta qué extremo había logrado traicionar su habitual continencia, un estímulo que un poco más degradado viene a ser el mismo que impulsa a la frecuente realización de filmes pornográficos localizados en conventos. Pero al margen de este desviado aliciente, era indudable y objetivo que Chamorro poseía los recursos suficientes para impresionar a quien le diera la gana. No sólo se había enfundado en aquel ínfimo vestidito negro y ajustado y se había maquillado sin tacañería. También había contado hasta diez o hasta veinte antes de salir de su cuarto y cualquier reparo que le causara ir por ahí sin sostén y con todas las piernas al aire había sido cuidadosamente enterrado bajo una asombrosa máscara de femme fatale. Siempre había admitido que la abnegación podía romper todas las barreras, pero nunca habría imaginado que pudiera convertir a la áspera Chamorro en una pantera insinuante. Después de aquello, el reinado de Salgado en la Unidad tocaba a su fin, a poco explícito que yo fuera cuando me preguntaran.