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– Bravo, Chamorro -saludé su aparición-. Te estás ganando el puesto. Sólo espero que no me partan la cara por ir contigo. Hay gente que se suelta así la envidia.

Chamorro, entre halagada y ofendida, no dijo nada. Yo sólo había hecho el comentario por felicitarla, pero pensé que quizá debía ser más templado en lo sucesivo, no fuera a tomarlo por donde no iba.

Nuestro primer objetivo aquella noche era el pub de la urbanización, que resultó llamarse como otros cuantos miles de antros semejantes: Factory. El ambiente allí dentro era mortecino y rancio. El mobiliario era de hacía diez años y en las tapicerías de todo abundaban los lamparones y las quemaduras de cigarrillo. Olía a humedad y la música era espeluznante. Alternaba la propia de aquel verano, ritmos sintetizados y estribillos tan insulsos como supuestamente pegadizos, con fósiles extraídos de recopilaciones de otros veranos, aquellas piezas que habían pasado a formar parte de la memoria del que ponía los discos porque bajo sus acordes se le había rendido una alemana o había disfrutado su primer colocón considerable. La forma en que todas las miradas convergieron en Chamorro, apenas entramos, me preocupó un tanto. Sin embargo, allí no parecía haber nadie peligroso. Como mucho intentarían bailar con ella y yo no iba a enfadarme por eso. Lo cierto es que no tuvimos que hacer ningún esfuerzo para llevar a cabo nuestras pesquisas. Nos sentamos en la barra y todos empezaron a acercarse. Mientras unos hablaban con Chamorro otros se ocupaban en alejarme a mí, y ni con los unos ni con los otros tuvimos que ser demasiado taimados. Es la ventaja que te da tratar con alguien que está pensando en otra cosa.

Entre aquellos solícitos nuevos amigos resultó encontrarse uno de los dos que había ligado con Eva Heydrich la noche que la habían echado de allí. No fue difícil conducir la conversación hasta ese punto, y lo fue todavía menos hacer que soltara la lengua. Mientras Chamorro resistía las invitaciones sin desalentar definitivamente a ninguno, con lo que iba acrecentándose el interés de quienes la cortejaban y disminuyendo las reservas que las inquisiciones de mi subordinada podían suscitar, yo fui favorecido con un relato más o menos detallado, aunque su ilación fuera algo deficiente, acerca de aquella famosa noche que ya se había inscrito en la historia del establecimiento.

Xesc, mi desprevenido y ya bastante embriagado confidente (a pesar de que apenas acababan de dar las diez), había sido el primero en reparar en la presencia de la Heydrich aquella noche. Ya se había fijado en ella en la playa, por la mañana, y la había reconocido en seguida. Llevaba una blusa bajo la que se le transparentaba todo y una falda con raja a un lado que se abría hasta alturas inverosímiles. A Xesc le había llamado primero la atención que entrara allí con gafas de sol, y luego todo lo demás. Ella se había sentado en la barra y había pedido simplemente

ginebra, en español pero con un acento atroz. Xesc, un tipo bragado, con el revólver hasta arriba de muescas conquistadas en brazos nórdicos, según su propio testimonio, no había dudado en aceptar el desafío. Se le había dirigido en inglés y Eva al principio no le había hecho ningún caso. Pero después de largarle un par de tragos a su vaso de ginebra se había vuelto hacia él y le había dicho en italiano que odiaba el inglés y a los que hablaban en inglés. Xesc no iba a arredrarse por eso. También cargaba sobre la conciencia un buen número de italianas. Así que, cambiando al momento de idioma, le había preguntado si era de Roma o de Milán. Eva había susurrado que de Vienna y que si no iba a invitarla a bailar. Bailando había sido donde Xesc había empezado a mosquearse. Tenía experiencia con extranjeras y no era la primera vez que alguien se le pegaba así, pero sí la primera que la que lo hacía era una tía guapa hasta reventar y que no parecía ni mucho menos estar dominada por la bebida. Al otro lado de las gafas oscuras, cuando alguna vez las luces giratorias de la pequeña pista de baile del pub atravesaban sus cristales, los ojos de Eva estaban perfectamente abiertos, como si le disecaran. Después de bailar hasta cansarse, Eva se lo había llevado a un rincón y allí había empezado a besarle y sobarle con una desenvoltura que al propio Xesc, chulo de playa curtido en cien combates, le había resultado incómoda. A esas alturas todo el pub estaba pendiente de aquella desconocida blanca como la leche y desvergonzada como una gata en celo. Vista la rapidez con que el asunto se desenvolvía, Xesc había maniobrado para sacarla de allí y seguir con la refriega en otra parte menos concurrida. Eva no se había resistido. Había pagado su consumición y se había colgado de su brazo, en la medida en que hubiera podido hacerlo una mujer que le sacaba a Xesc media cabeza, según calculé a bulto. Xesc había pensado llevarla en el coche a algún lugar apartado, incluso probar su propia casa, si la Heydrich se dejaba. Pero Eva no se había dejado ni siquiera llevar hasta el coche. Lo había arrastrado hasta la parte de atrás del edificio donde estaba el pub y allí había comenzado a desabrocharle los pantalones. Xesc había vivido algún otro episodio de pasión urgente y callejera, pero nuevamente algo le desconcertaba. Podía ser el que la mujer siguiera con las gafas de sol puestas. Mientras trataba a duras penas de contener las manos de Eva, que estaban por todas partes tratando de desnudarle, le había pedido que se quitara las gafas. Aquella solicitud había obrado al menos el efecto de detener por un momento a la mujer. Se había apartado de Xesc y había murmurado algo sobre el hecho de que él quisiera verle los ojos. Xesc, sin entender del todo, había dicho que sí. Entonces la mujer se había quitado las gafas, había acercado su cara a la de Xesc y le había preguntado si le gustaban. Según la descripción de Xesc, Eva Heydrich tenía unos ojos claros, de una especie de marrón amarillo, que incluso en la penumbra de aquel sitio producían un contraste atemorizador con su cabello negro. Xesc no había contestado, sólo le había echado las manos a las tetas como piedras y las había dejado allí. Eva le había dejado hacer, observando las manos de él como si fueran un bicho que le había caído encima. A continuación se había separado del hombre y había alegado tener que ir un momento al servicio. Xesc había esperado en la trasera del pub cerca de un cuarto de hora, hasta convencerse de que la muy zorra le había dejado allí tirado. Cuando había regresado al pub, le había costado dar crédito a lo que veía. Eva, que volvía a tener puestas las gafas de sol, estaba bailando con uno de los tíos que más gordos le caían de toda la urbanización, Quim. No le había jodido que ella se restregara contra aquel mamón con tanto empeño como antes lo había hecho contra él mismo, sino que el muy hijo de perra se hubiera reído cuando él había entrado y los había visto juntos. Así era como se había montado la bronca, en parte porque Quim y él no se tragaban y también porque los dos habían bebido algo, que siempre enciende el ánimo. El caso es que cuando ya llevaban un rato discutiendo y se disponían a arrearse, en medio del tumulto de quienes intentaban separarlos, alguien había llamado a Quim. La extranjera estaba con su hermana. Todos se habían vuelto y habían visto a la hermana de Quim, asustada perdida, mientras la Heydrich la cogía por la cintura y se la apretaba contra sí, tratando de hacerla bailar un ritmo brasileño. La imagen era chocante porque Eva le sacaba a la hermana de Quim unos treinta centímetros, y también porque la hermana de Quim era una muchacha aniñada y Eva una buena puerca, a juicio de Xesc. Y había otra cosa: mientras bailaba con la hermana de Quim, con las gafas de sol colgando de una comisura, Eva sonreía. Ni a él ni a Quim les había demostrado que fuera capaz de sonreír. Había sido el propio Quim el que se había ido contra la extranjera y la había obligado a soltar a su hermana. Luego la había empujado fuera del local, mientras la cubría de improperios. Eva no había vuelto por allí. Xesc la había visto al día siguiente en la playa, donde ella había pasado olímpicamente de él. Así como por la noche era accesible, ninguno de los pocos que intentaban acercársele durante el día obtenía la más mínima respuesta. Si alguien la molestaba con demasiada insistencia, se levantaba, se metía en el agua y nadaba doscientos metros. Xesc no creía que nadie pudiera aguantarle el ritmo nadando. Nadie nadaba así.