Aquel tipo, aparte de locuaz, se me antojó un buen conocedor del ambiente local. Notaba que Chamorro empezaba a sentirse un poco acosada, sobre todo por un sujeto teñido de rubio que debía de ser el más insistente y que no debía de tener gran cosa que contar, a juzgar por el aburrimiento que a Chamorro le costaba esconder. El teñido lucía, encima, un colmillo de oro sobrecogedor. Ya pensando en abreviar para acudir a rescatar a mi ayudante, pero resistiéndome a desaprovechar el blando estado en que Xesc se hallaba, deslicé un comentario malévolo:
– Vaya con la morena. Desde luego nadie tiene otro tema de conversación, por aquí. Ahora que, después de tanto rollo, me parece que nadie de este pueblo se comió una rosca con ella.
Xesc se puso serio.
– No creas. Alguien sí.
– ¿De verdad o es un pegote?
– Otros se tiran pegotes. Lucas no.
– ¿Y quién es Lucas? ¿Un campeón de natación?
– Lucas pincha los discos en la discoteca. No te rías. Es un tío de cuidado. Cuentan que fue legionario, no de los de aquí, sino de los de Francia, y que estuvo varios años en África, hinchándose a matar negros. De eso él no habla nunca. Yo le conozco algo. Una noche que estuvimos hablando, salió la extranjera y me dijo que él se la había tirado, y no una vez, sino un par. Yo hice como que no me lo creía, aunque de Lucas me creo hasta que se tirara a esa zorra y a quince como ella. Entonces me dejó caer que él no había sido el único. Y cuando le pregunté que quién era el otro tigre, se rió. Y así, como si nada, me dijo que más bien tigra.
– ¿Ah sí?
– Lucas no quiso decirme quién. Te juro que daría un pie por saberlo. Pero si Lucas ha decidido que no lo cuenta es que no lo cuenta. Es la hostia, ese tío. Nunca sabes lo que está pensando.
Eran las once y media y Chamorro comenzaba a dar señales de agotamiento. Me despedí cordialmente de Xesc y fui a salvarla.
– Hola, compañero -saludé al teñido-. Oye, me encanta tu diente. Si no te importa me llevo otra vez a mi novia. Ya te la dejaré otro rato otro día. Ha sido un placer.
El teñido dudó un instante, pero no acabó de darse cuenta de que le había insultado y aunque lo hubiera hecho no creo que hubiera reaccionado de otra forma. Cuando estuvimos fuera le revelé a Chamorro:
– Tengo algo. ¿Y tú?
– La cabeza como un bombo. Todos guardan un recuerdo imborrable de Eva Heydrich y ya sé exactamente cómo y por qué la echaron aquella noche. Debió de ser un numerito muy emocionante. Pero ninguno de los míos se acercó a menos de cuatro metros de ella. Señalaban al tal Ches, o como sea que se pronuncie, ése que se estaba bebiendo todas las existencias contigo. Así que soy toda oídos.
– Tenemos una pista. La llamaremos la pista local. Hasta ahora, nadie había pensado que la desgracia de Eva pudiera ser obra de indígenas. Hay un tío en la discoteca, el que pincha los discos. Se llama Lucas y sabe algo. Pero vamos a ir despacio.
Puse a Chamorro en antecedentes.
– No creo que yo pueda tratar demasiado con él -concluí-. A partir de ahora te toca a ti conseguir la información. Entramos allí y nos separamos más o menos en seguida; tú vas a bailar y yo no, o al revés. Hacemos como que no nos llevamos muy bien. Tú entras en contacto con él y no hablas absolutamente nada de Eva Heydrich ni de Regina Bolzano ni de ninguna muerta. Que él saque tema, el que sea. Tú se lo sigues y en paz. Te dejaré poco tiempo. Luego iré a recogerte y tú haces como que te vienes conmigo por no causar problemas, pero le dejas al tío la comezón. Y esta noche nada más. Nos largamos y le damos tiempo al tiempo. Por lo que cuentan de él, no es un imbécil y sabe callarse. Si cuando lo tratemos nos parece menos duro ya veremos si corremos un poco más. De momento, despacio y que él vaya entrando. Con mucho cuidado, Chamorro, que esto sí puede ser peligroso. Yo estaré pendiente, pero tienes que procurar arreglarte sola.
Miré el reloj.
– Lo que sea, lo hacemos en una hora como mucho -la urgí-. A las doce y media quiero estar camino de Abracadabra. ¿Cansada?
– No.
– Mejor, porque esta noche vamos a tener buen tajo.
La discoteca estaba a unos diez minutos caminando, uno y medio con el coche. Un neón azul sobre la puerta proclamaba su nombre: Ardent. El interior era sólo un poco mejor que el de Factory. La música, algo más trepidante, si cabía. Por lo demás, Lucas no se esforzaba por resultar originaclass="underline" iba ensartando uno detrás de otro los inexorables éxitos del verano, que eran celebrados por la concurrencia al iniciarse las primeras notas o los primeros golpes de batería electrónica. Había algo más de ambiente que en el pub. Entre otras cosas, más féminas. Allí la presencia de Chamorro no resultaba tan anómala, aunque entre las danzantes no había ninguna que pudiera hacerle sombra. Nos situamos cerca de la barra y no tardamos en localizar la cabina del pinchadiscos. Lucas era un individuo de unos treinta y cinco años, demasiados para mi gusto y mi idea de lo que Chamorro podía enfrentar con una razonable seguridad. Medía cerca de uno noventa (lo que, dicho sea de paso, también era demasiado para mi uno setenta y cinco corto), gastaba una coleta bien apretada y lucía un aro de pirata en la oreja izquierda. Por un momento vacilé y estuve a punto de llevarme a Chamorro de allí para pensarlo todo con un poco más de calma. Pero justo entonces mi ayudante me cogió del brazo y me susurró al oído:
– Quédate tú aquí. Yo voy a bailar.
Era pasmoso que Chamorro no pareciera intimidada. Yo estaba intimidado, sin ir más lejos. Antes de que pudiera desaprobar su sugerencia, ella se había internado en la pista. Apenas se hizo un hueco en una zona próxima a la cabina del pinchadiscos, se puso a bailar. No sostendré que Chamorro era una danzarina prodigiosa. Desde mi relativa ignorancia, resultaba algo repetitiva y forzada. Pero atinaba a sacudirse la rigidez del cuerpo, echaba los brazos hacia arriba y la cabeza hacia atrás. Con eso, su cuerpo hacía el resto. Pronto me percaté de que Lucas la vigilaba.
Estaba nervioso. Para tratar de atenuarlo, intenté charlar con la chica de la barra. Tenía los labios pintados de negro y una náusea permanentemente enredada en la cara. No era muy alentador, pero era lo que había. A las aproximaciones habituales respondió con monosílabos. Cuando al fin le largué una pregunta impertinente, se dignó cuestionar con remota dulzura que la respuesta me importara.
De ahí pasé a una alusión muy indirecta a que había oído que recientemente había pasado algo en la urbanización que había tenido que ver con la policía. La referencia fue tan vaga como eso, ni muerte, ni mujer joven, ni ningún otro dato singular. Fue suficiente para que la chica de los labios negros asegurara no saber de qué le hablaba y se trasladara a otra zona de la barra. Tomé nota.
Una vecina de asiento que había asistido a mi lamentable flirteo con la chica de la barra resolvió entonces dirigirse a mí:
– Hace cuatro días mataron a una extranjera. Arriba, hacia el mirador.
Representé estupor, espanto, etcétera. Mi interlocutora me refirió a renglón seguido una historia no muy diferente de las que ya llevaba escuchadas aquel largo día. Por prudencia, no le pregunté nada y me conformé con lo que ella me confió espontáneamente. Incluso hice por cambiar de tema. La verdad es que estaba más atento a las evoluciones de Chamorro, que no tardó, después de unos quince o veinte minutos de exhibición en la pista, en ser objeto de los agasajos de Lucas. Pero la mujer, una agradable morena de pelo corto y unos treinta años, quería endosarme su relato hasta el final. Y el final era las dos o tres noches en que había coincidido con Eva, en aquella misma discoteca. Mi informante no había hablado con ella, pero estaba en condiciones de afirmar que era italiana y que se drogaba con algo fuerte. Puede ser el momento de anotar que en la autopsia había aparecido algún rastro de una afición al alcohol poco moderada por parte de la víctima, pero ni el más mínimo indicio de que Eva Heydrich hubiera consumido ningún tipo de drogas. Se me enumeraron las andanzas de Eva en Ardent, que en síntesis consistían en haberse rozado con un buen número de hombres y en no haber intentado nada con ninguna mujer, porque de haberlo hecho no me cabía duda de que mi informante lo habría destacado. Aparenté distraerme y aproveché para comprobar que Chamorro estaba acodada junto al puesto del pinchadiscos y que Lucas le enseñaba el próximo disco solicitando su aprobación. Chamorro la denegó con un gracioso cabeceo.
– ¿Aquélla es tu mujer? -inquirió entonces mi interlocutora.
– Mi novia.
– Que tenga cuidado con ése.
– Con quién.
– El pinchadiscos. La chica que mataron también le escogía las canciones. No sé si me entiendes.
Chamorro ya había tenido tiempo suficiente y la ocasión era buena para que encajara sin problemas en la cabeza de aquella mujer entrometida. Me despedí de ella, atravesé la pista y fui hasta la posición de Lucas. Cogí a mi ayudante del talle.