También en Abracadabra la barra estaba servida por jóvenes temporeros, implacablemente seleccionados en virtud de su atractivo físico. Cada mes debían renovar los floreros, masculinos y femeninos. Entre ellos maniobraban algunos de más edad y menor encanto que podían ser los dueños o formar parte del personal permanente. Recordando lo que me había dicho Zaplana acerca del tráfico ilícito que allí se desarrollaba y las reticencias que habían despertado en Abracadabra las averiguaciones de sus hombres uniformados, aguardé a que no hubiera ninguno de los mayores cerca y abordé a una de las muchachas más jóvenes. Secundado por Chamorro, le dije que aquél era nuestro primer día en la isla y le pedí consejo sobre las atracciones que ofrecía la comarca. Su primera pregunta fue la que yo me esperaba:
– ¿Y dónde paráis?
Le di el nombre de la urbanización y añadí, como detalle de humor negro:
– En la misma urbanización donde mataron a esa chica, hace cinco días. Para ser exactos, en la misma calle. Siempre hay un coche de la Guardia Civil en la puerta. Cuando nos han dicho por qué era hemos pensado que más vale que nos organicemos excursiones.
La muchacha era demasiado joven para no tratar de impresionarnos:
– Venía aquí todas las noches.
– ¿Quién?
– La chica esa, la que mataron.
– No me digas -comenté, sin demasiado énfasis-. ¿Y por qué la mataron, andaba metida en algo?
– No sé. Dicen que fue una mujer mayor que también venía bastante por aquí, aunque menos. Yo sólo la vi un par de noches; claro que llevo sólo tres semanas. La policía la está buscando, por lo visto. La chica era un poco seca, como todos los alemanes, pero daba mucha propina. Eso no es normal en esa gente.
Chamorro y yo quedamos en silencio, sin emitir opinión, invitándola a que soltara algo más.
– No se puede creer -se dolió la muchacha-. Bailaba ahí mismo, todas las noches. Esa gente de allí, esos italianos del fondo, eran amigos suyos. Y ahora está muerta. Qué absurdo es todo.
Simulamos un cierto afán por consolarla y la exhortamos a que nos hiciera, para olvidar todo aquello, las sugerencias que le habíamos pedido. Mientras la chica se procuraba una servilleta y le dibujaba a Chamorro un mapa en el que iba localizando cuevas, restaurantes típicos y otras maravillas, yo no quité ojo del grupo de italianos. Eran dos chicas de la edad de Chamorro y un par de individuos sólo un poco mayores, bastante fornidos según dejaban ver sus camisetas de tirantes, pero no demasiado altos. Aunque estaban sentados y no era una estimación muy fiable, debían de medir cuatro o cinco centímetros menos que yo. Eso me alentaba.
Siempre me fijo en la estatura de los hombres con los que trato porque no soy especialmente fuerte y no tengo otros conocimientos de artes marciales que los que me inculcaron en la academia. Con un poco de atención, sirve para manejarse con el que no sabe nada; el problema es que nunca se puede estar seguro de que el que se tiene enfrente no es cinturón azul, que para mí ya resulta una distancia insalvable. Por fortuna dispongo de la pistola. Hay gente muy torpe con las armas, pero las reglas son elementales. Primero, no sacarlas si se puede evitar. Si no se puede, el primer tiro al aire y el segundo a dejar cojo al que venga. Si viene armado, a donde le impida responder. Aunque uno debe desear que la situación no se dé, si se da, nada más desdichado que mostrar fisuras en el ánimo. Hasta ahora, nadie ante quien haya empuñado mi arma se ha permitido la imprudencia de dudar que fuera a usarla. Eso me ha permitido salvar mi pellejo y el de algunos otros.
Cuando nos separamos de la gentil muchacha que tan desinteresadamente había guiado nuestros pasos en el club, fuimos a sentarnos cerca de los italianos, en una mesa que era poco más que un taburete. Yo sustraje una silla de camino hacia allí y Chamorro les pidió a los italianos la que les servía para almacenar sus pertenencias. La despejaron y se la entregaron. La circunstancia era de tal estrechez que no fue difícil cruzar algunas palabras con ellos. Pronto fue evidente la atracción que Chamorro despertaba en uno de los dos italianos, el que dijo llamarse Enzo. Gesticulaba, contaba chistes e iba aproximando su asiento a la posición de mi ayudante. Ésta aprovechó un instante para solicitar mi aprobación con un gesto. El italiano era simpático; al lado del oscuro Lucas, y en lo que de las personas revela su aspecto, un querubín inofensivo. Por mi parte, había trabado conversación con una criatura cuyo trato reclamaba toda mi concentración. Comuniqué a Chamorro mi consentimiento y ella respondió al acercamiento de Enzo.
Ahora es cuando tengo que perder un instante en describir a Andrea, y confieso que desconfío de mi capacidad para hacer comprensible la fascinación que aquella muchacha ejerció inmediatamente sobre mí. En primer lugar, no era muy alta, lo que la situaba en clara desventaja frente a la inmensa mayoría de las mujeres que allí había. Tampoco ostentaba la atlética delgadez que en nuestro piadoso tiempo viene a considerarse requisito para que una mujer pueda mostrarse en público sin ofrecer un espectáculo ominoso. El rubio de su cabello lo debía al tinte, saltaba a la vista. Sin embargo, sus ojos eran de un gris casi plateado sin el concurso de ninguna lente coloreada al efecto. Y si uno buscaba su fondo, caía hasta el infinito. Siempre estaba sonriendo y ayudándose con las manos al hablar. Tenía unas manos perfectas, aunque demasiado bronceadas. Toda ella estaba muy bronceada, y eso, que nunca me ha gustado mucho, a ella le daba un atractivo innegable. Su piel era suave y aromática, firme y reluciente como una madera preciosa. Llevaba un vestido suelto, sobre todo el escote, en el que bailaban sin pudor un par de redondos pechos morenos. Mentiría mucho y mezquinamente si ahora escribiera que yo no los miraba.
Cada uno de nosotros hablaba en su idioma. A pesar de mi contundente apellido, en italiano sé decir poco más que ciao. Chamorro usaba de la misma técnica con Enzo, y servía para entendernos. A veces los significados eran un poco imprecisos, pero eso, que sin duda no convenía a nuestras investigaciones, favorecía, al menos para mí, la libertina magia del instante. Era obvio que yo no había ido allí a buscar magias ni instantes, pero ya llevaba un buen trozo de madrugada a mis espaldas y de las sucesivas bebidas que había adquirido se me había ido quedando una porción entre los labios. Una porción que irremediablemente había viajado a mi estómago y había impregnado poco a poco mi sangre. En fin, que mi disciplina no era tan férrea como cuando había entrado en Factory seis o siete horas antes, y aunque seguía teniendo conciencia de mi prioridad, no me resistí a tomarme alguna licencia en su persecución.
Andrea vivía en Milán, como casi todos los italianos que iban por allí. Cuando le dije que Chamorro y yo éramos geólogos, según las identidades falsas tras las que nos parapetábamos, al principio no comprendió. Con señas y unas cuantas explicaciones oblicuas pareció hacerse una idea. Habíamos elegido aquella ocupación porque es lo bastante rebuscada como para que nadie resulte ser un colega con quien haya que departir o tratar de encontrar asuntos comunes, y también porque nadie acaba de tener demasiado claro en qué consiste. Por su parte, Andrea dijo trabajar en la moda. Ni modelo ni diseñadora, aclaró en seguida. Hacía algún tipo de tarea de coordinación comercial, no fui capaz de descifrar del todo las palabras con que la describió. Apartada la primera maleza de la presentación mutua, entré velozmente en materia:
– Antes de seguir y que me equivoque, ¿alguno de estos dos es tu novio?
Andrea se volvió. Enzo cortejaba a destajo a Chamorro. El otro, Fabio, sorbía del mismo vaso que Rosina, la otra chica. Estaban acurrucados el uno junto al otro, somnolientos. Desde que Chamorro y yo habíamos intimado con Enzo y Andrea, se habían replegado dócilmente.
– Son sólo amigos, del trabajo -respondió.
– ¿Viajáis juntos?
– Claro. Un par de chicas no deben viajar solas por ahí. Andrea señaló entonces a Chamorro.
– ¿Y la alta qué? ¿Sois novios, hermanos, estáis casados?
– No tanto. María -el nombre falso de Chamorro- y yo vamos siempre juntos a hacer prospecciones. A veces tenemos que dormir por ahí y es más barato alquilar una habitación. Así que nos hemos acostumbrado el uno al otro y vamos de vacaciones juntos. Pero ella no es celosa y yo tampoco.
Andrea construyó un pícaro gesto. Un poco más abajo, por donde su escote, había un indolente alboroto al que me era cada vez más difícil permanecer insensible.
– ¿Te gusta el verano, Luigi?
– Sí.
– ¿Y qué es lo que más te gusta?
– La playa, las noches de luna, las niñas de ojos grises por las que uno se olvida de la luna y de las noches y de la playa.
– ¿Es un cumplido?
– ¿Cuántos años tienes?
– Veintitrés. ¿Y tú?