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– Doce más. Éste puede ser uno de mis últimos veranos.

– Oh, no.

– Lo sé, Andrea. Por eso estoy empeñado en hacer algo para acordarme. Y necesito a alguien que me ayude.

Andrea jugó por un momento a escurrirse.

– ¿No te ayuda María? Si María me ayudara, yo me acordaría -se rió.

Pero la italiana tenía los ojos brillantes, pasaba sus dedos por el dorso de mi mano y estaba algo bebida, como yo. Más tarde, cuando supe cómo era en realidad, hube de construir una teoría diferente para justificar que un cualquiera como yo acertara a seducirla. Aquella noche, inflamado por el alcohol y la acumulación de acontecimientos, di en suponer que la había encontrado en un momento en que ella necesitaba ser cortejada, y que con mi historia improbable había puesto ante ella a un tipo inhabitual que le había excitado la curiosidad. Era poco, pero suficiente.

– A María, en realidad, no le gustan los hombres -dije, con sigilo-. Guarda el secreto con Enzo.

Andrea miró a Chamorro sin disimulo. Era la tercera o la cuarta vez que rechazaba amablemente un ademán demasiado confianzudo de Enzo. A la italiana le brillaron un poco más los ojos.

– Sácame a bailar -me instó.

Lo hice. Cuando llevábamos un par de minutos en la pista se abrazó a mí y me inundó la boca con un beso violento, empapado de ginebra. Miré de reojo y pude captar la estupefacción de Chamorro. No podía hacer otra cosa que corresponder a Andrea y tampoco me costó demasiado. La correspondí con largueza y denuedo.

Del resto recuerdo muy poco, salvo el tacto terso del cuerpo de Andrea que se agitaba incansable entre mis manos. No le pregunté nada, no me preguntó nada y me sometí a la odiada música sin protestar. En alguna pausa vinieron a confortarme por sorpresa Ella Fitzgerald o Dinah Washington, y mientras Andrea me susurraba al oído palabras desconocidas, la noche adquirió la frágil consistencia de la perfección.

Capítulo 9 PORQUE SÍ, SIMPLEMENTE

A eso de las cinco y media, Chamorro me hizo una seña. Los otros dos se habían retirado y Enzo, ante la precaución de mi subordinada, había perdido mucho gas. La cabeza le colgaba de una forma bastante delatora. Con suavidad, retiré a Andrea de mí.

– María me llama. Tengo que irme -dije, con firmeza.

– ¿A dónde?

– María y yo tenemos cosas que hacer.

– ¿Qué cosas?

– Las que ella y yo solemos hacer juntos.

– Llévame con vosotros.

– No puedo.

Andrea meneó la cabeza.

– Qué decepción, Luigi. No creía que ya no fuéramos a vernos más.

– Seguro que sí.

– Promételo.

– Tampoco puedo.

Andrea me contempló con detenimiento. Estuvo hurgando en mi máscara de tal manera que por un momento temí que estuviera desentrañando la verdad. Y la verdad era, en parte, que en aquel momento mi fe en que la muerte de Eva Heydrich debía ser esclarecida flaqueaba ante la tentación de perderme por aquellos ojos grises.

– ¿A qué playa vas? -preguntó súbitamente.

– A ninguna fija.

Andrea me dio entonces un nombre, el de la playa nudista al que había acudido Eva Heydrich después de aceptar que no podía organizar todos los días un tumulto en la cala.

– Yo voy allí todas las tardes -me informó-. Puedes traer a María. Mejor: te exijo que la traigas. Addio.

Volvió a besarme y se fue, arrastrando al claudicante Enzo fuera del club. El gesto de Chamorro me recordaba terriblemente la cara de la última persona cuya tiranía había sufrido antes de caer bajo la del comandante Pereira. Era una viril monja que me custodió -creo que ésa es la palabra- después de mi operación de apendicitis, cuando yo tenía quince años.

Con todo, Chamorro aguardó diez minutos para reprenderme. Estábamos ya en el coche, camino de la urbanización.

– Creí que íbamos a andar con tiento -dijo, con sorna-. Ahora ya sé lo que significa tiento.

– No suponía que fueras tan irónica, Chamorro, pero me gusta -murmuré, casi sin fuerza.

– Una italiana explosiva, por lo que veo.

– No voy a negarlo.

– Enzo no era tan explosivo. Un poco fantasma. Claro que si el plan era que me tenía que entregar a él me podías haber avisado.

– No era el plan. Lo de Andrea salió sobre la marcha.

– ¿Y has averiguado mucho?

– Me he puesto en buena situación para averiguarlo.

Me di cuenta de que en ese instante Chamorro abandonaba su actitud reprobatoria y adoptaba una muy distinta. Iluminando todo su rostro había una sonrisa triunfal. Me impresionaba favorablemente que superara sus inhibiciones, pero me pregunté si no se estaría excediendo. Desde que me impusieron los galones he sido siempre reacio a recurrir a ellos salvo que sea estrictamente imprescindible, así que me contuve.

– Mientras te tomas tu tiempo -volvió a poner a prueba mi campechanía-, te avanzo lo que yo he averiguado. Nuestros cuatro amigos conocieron a Eva en una discoteca del puerto deportivo. Los llevó al yate en el que había venido con otros italianos y se corrieron una especie de orgía, por lo que Enzo me hizo entrever no sé si para estimularme. Luego se vieron otra vez en la playa, tres o cuatro días después, y quedaron esa misma noche. Eva los trajo a Abracadabra. A partir de ahí a Enzo no le apetecía contar muchos detalles. Sólo al final, cuando ya no sabía qué decir, me ha hecho una jugosa revelación. Eva se encaprichó con alguien del grupo. Y encontró reciprocidad. ¿No te imaginas de quién se trata?

– Temo que sí.

– Exacto. Tu rubia explosiva.

– ¿Todo eso te lo ha contado Enzo espontáneamente o le preguntaste algo?

– No le pregunté ni la hora. Lo juro.

– Te felicito, Chamorro. Y tú deberías felicitarme a mí. Sin comerlo ni beberlo hemos ligado con otra ex pareja de Eva. Esto avanza más deprisa de lo que podíamos soñar. Fíjate que digo hemos.

– ¿Cómo?

Era el momento de desarbolar a Chamorro, o mucho me equivocaba. No creía que se hubiera soltado hasta ese extremo.

– A Andrea se le dilataron las pupilas cuando le chismorreé que no te gustaban los hombres.

– ¿Eso le has dicho?

– Ajá. Por si te interesa, te envidia las piernas, y me ha encarecido que cuando vaya a verla a la playa vengas conmigo.

Chamorro había perdido la chispa.

– Iremos por la tarde -concluí-. Aunque por la noche prefiero que nos ocupemos de Lucas, tampoco conviene que Andrea se enfríe.

A las siete y cuarto en punto, mientras Chamorro y yo intentábamos aclararnos la cabeza con un café cargado, sonó en la puerta de la cocina el golpe de unos nudillos. Era Perelló. Venía descubierto, con el cabello mojado cuidadosamente estirado hacia atrás y pegado al cráneo. Tras él apareció Satrústegui, su hombre de confianza.

– Buenos días, mi brigada. ¿Quieren café?

– Ya he tomado, gracias. Tenéis mala cara. Sobre todo la muchacha. ¿Os habéis estado peleando con alguien?

– No hemos dormido.

Perelló meneó la cabeza.

– Hay que descansar, sargento.

– No hemos tenido más remedio. Eva Heydrich aprovechaba la noche.

– Eso no me entrará en la cabeza nunca. De noche hay que dormir. Velar por gusto, como hacen hoy todos, es una tontería. Ya verán cuando se les ahuyente el sueño, que tarde o temprano siempre acaba pasando.

– Ha merecido la pena.

– Siendo así… Bueno, ¿vamos a ver la casa? No deberíamos terminar tarde.

Perelló me admiraba. Cualquier otro se habría precipitado a interrogarnos. Pero él tenía un deber que cumplir y un plazo en el que cumplirlo y eso se anteponía a todo lo demás. Creo que de todas las personas con las que tuve que trabajar en aquellos días era el único que no sentía una malsana comezón por saber qué era lo que le había sucedido exactamente a Eva Heydrich. Hacía por saberlo porque no tenía más remedio, porque eran ya treinta años de ejecutar órdenes sin discutirlas. Pero no le interesaba.

Había otra cosa singular con Perelló. Supongo que todos los demás, yo incluido, censuramos moralmente en algún momento a Eva o a las personas con las que se había visto envuelta y que fueron apareciendo a lo largo de la investigación. Jamás advertí algo semejante en el brigada. Y sin embargo, estoy convencido de que si hubieran sido otros tiempos y al culpable hubiera habido que darle garrote, sólo él se habría atrevido. Lo habría ajusticiado rápido y se habría santiguado en sufragio de su alma. Terminamos nuestro café y salimos. Nos deslizamos discretamente por la calle y entramos en el jardín. En la puerta del chalet, Satrústegui retiró con cuidado el precinto. Era un hombre meticuloso y taciturno. Se comprendía que Perelló lo distinguiera entre los otros. No abundaban los guardias jóvenes con semejante disposición.

El chalet era muy espacioso, bastante más que el nuestro. Constaba de un enorme salón, un comedor, una cocina bastante despejada y cuatro dormitorios. Había una terraza muy amplia con vista al mar y una azotea también abierta al Mediterráneo. La primera observación era inevitable: