Выбрать главу

– A sus órdenes, mi capitán -dijo Perelló-. Éstos son el sargento Vila y la guardia segunda Chamorro, de Madrid.

– A sus órdenes -dijimos ambos.

Estrada era uno de esos tipos que lo tienen todo cuadrado y rectilíneo, hasta las circunvoluciones del cerebro. Lo gritaba su cara.

– ¿Cómo va eso? -preguntó.

En cuanto Perelló le hubo explicado algunas vaguedades, a las que no añadí nada, emprendí sin muchas contemplaciones la huida:

– Bien, creo que nos hemos hecho una idea. Más vale que nosotros nos retiremos, antes de que sea más tarde. A sus órdenes, mi capitán.

A Estrada le fastidió que hiciera tan poco homenaje a su rango.

– ¿Tiene prisa, sargento?

Aquella situación era engorrosa, me caía de sueño y sobre todo no me interesaba que a Chamorro y a mí nos vieran los vecinos en medio de una bandada de guardias. Así que dudé pero al final tomé el camino expeditivo:

– Tengo un problema, mi capitán. Estoy tratando de pasar desapercibido, y ésta no es la mejor manera.

– Vaya. ¿Va a decirme lo que tengo que hacer?

Los guardias, Chamorro incluida, contenían el aliento. Perelló alzaba imperceptiblemente la vista hacia el alto techo del salón.

– Jamás, mi capitán. Sólo me preocupo de lo que yo debo hacer.

– No sé si sabe contar estrellas, Vila. Tal vez no les enseñan eso en Madrid. Las que hay aquí -se señaló el hombro- significan que hará lo que yo diga.

– Siento discrepar. Dejando aparte la fórmula del saludo, no estoy a sus órdenes. Adiós, capitán.

– ¿Cómo dices, muchacho?

– Digo que me voy y que mi ayudante se viene conmigo. Y si no le gusta me arresta. La mili es así de fácil, así que no tiene que discutir. Luego se lo explica a mi comandante. A mí me es indiferente. Hago lo que él me manda. Vamos, Chamorro.

Chamorro se deslizó hasta la puerta sin hacer ruido y yo fui tras ella. Estrada quería fulminarme como quizá nunca había querido nada en la vida, pero no se atrevió. Perelló permaneció imperturbable. Cada vez me caía mejor aquel hombre.

Capítulo 10 TAMBIÉN SON DÉBILES

Cuando regresamos a nuestra vivienda, Chamorro seguía anonadada. Aunque su padre fuera coronel y lo viera en zapatillas o sin afeitar, todavía estaba reciente en su memoria el tiempo de academia, en el que alguien con tres estrellas en el hombro es un semidiós, coartada que muchos infelices aprovechan para imponerle al mundo su presencia con una intensidad desproporcionadamente superior a la que su entidad justifica.

– En menudo lío nos hemos metido, mi sargento.

– Hasta que no volvamos a Madrid, soy Luis, o Rubén si estamos solos. Ya sé que ha sido un poco violento, pero no debes dejarte impresionar por el ruido, querida.

– Podemos habernos buscado la ruina. Dará parte.

– No lo creo. Antes que dar parte podía habernos llevado al cuartelillo. El ridículo ya lo ha hecho, y delante de su gente. Por poco seso que tenga no creo que quiera aumentarlo por escrito.

Chamorro no comprendía nada.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– No preguntes tanto y piensa. Al contrario que a ese soldadito de plomo, a ti te pagan por pensar. ¿Te parece que estoy loco?

– Ya no lo sé, con perdón.

– Te aseguro que no lo estoy, o no más que tú. Si he hecho lo que acabo de hacer debe ser porque sé algo que me permite no respetar a ese capitán.

– ¿Y qué es lo que sabes?

– Eso es lo de menos. La moraleja es que no hay que plantarle cara a alguien hasta haberle probado bien la fuerza. Ése ha sido el error de Estrada y mi ventaja. Te aseguro que mientras lo puedo evitar, no hago nada que no me conste que puedo hacer sin consecuencias. Verás, Chamorro, algunas virtudes según el espíritu militar son defectos para un policía. Por nuestra doble condición debemos guardar el equilibrio. En este caso, el equilibrio está en saber que el arrojo casi siempre sobra.

– ¿Y no podías haber salido del paso de otra forma?

– Tenía prisa y preocupaciones más importantes que proteger el honor de Estrada. Si alguna vez ves que estoy estorbando te ruego que me lo hagas saber en seguida, y si no hay tiempo ni para eso, que me apartes sin más. Está bien que me respetes, pero está mejor que cumplas con tu deber. Esto no lo apliques con todo el mundo. Hay quien prefiere recibir un balazo antes que un inferior le empuje para impedirlo. Anda, vámonos a dormir de una puta vez. Éste ha sido el día más largo de mi vida.

Dormimos cerca de siete horas, lo que considerando el poco sueño que llevábamos a la espalda nos resultó una enormidad. Como siempre que duermo de día, cuando desperté no supe ni dónde estaba ni quién era yo ni qué era lo que había ocurrido en la última semana. Salí de ese angustioso estado como pude, me levanté y bebí mucha agua y una cocacola, brebaje que lo mismo arranca el óxido de los metales que la costra de un mal sueño. Después fui a despertar a Chamorro. Golpeé un par de veces, muy bajito, y no obtuve respuesta. Pegué bastante más fuerte y al cabo de unos segundos la oí gritar:

– ¿Qué? ¿Qué pasa?

– Hay que ir a la playa. Ponte en pie.

Media hora después, en el coche, Chamorro seguía frotándose los ojos, pero se había despejado lo suficiente como para advertir que la ruta que yo había tomado no llevaba a la cala.

– ¿A dónde vamos?

– Ya te avisé ayer, o esta mañana, cuando fuera. Vamos a ver a Andrea y a sus amigos. Ellos no van a la cala a bañarse.

– ¿Y dónde van?

– Creí que te lo había contado Enzo. Pero igual podías deducirlo. Si no es la cala y allí iba también Eva Heydrich… Usa la información que tienes.

Nuevamente, Chamorro dio con algo con lo que no estaba completamente preparada para dar. De todos modos, se cuidó de no hacerlo notar demasiado.

– Ah -dijo tan sólo.

La playa nudista se hallaba situada en una cala algo más pequeña y de difícil acceso. Había un buen número de coches en la explanada donde terminaba el camino y abajo se veía un enjambre de enanitos naranjas que deambulaban sobre la arena. Descendimos por el abrupto sendero, en el que nos cruzamos con un par de enérgicos ancianos con todos sus colgajos al aire, tostados y desafiantes. Les dejamos pasar y nos lo agradecieron en algo que no era ni inglés ni alemán pero que se parecía a ambos.

Cuando llegamos a la arena, ordené a Chamorro:

– Allí hay un hueco. Vamos y dejamos cuanto antes de llamar la atención.

Mi ayudante estaba indecisa.

– Por Dios, Chamorro -la reprendí-. No he traído cámara.

Pero no parecía que fuese ése el problema.

– Verás -traté de suavizarle el trago-, a mí me da más o menos la misma vergüenza que a ti. No he ido a colegio de frailes, pero mi madre tampoco se paseaba en pelotas por la casa, precisamente. Esto lo hacemos como si nada y lo olvidamos. No soy Apolo. Cuando me quite el bañador comprenderás que yo tengo más razones para olvidarlo que tú.

Eché a andar hacia el sitio que le había señalado, dejé los trastos y me asimilé rápidamente al resto de los bañistas. Eso no le dejó a Chamorro otro remedio que sucumbir. Ser la única persona vestida hasta donde alcanzaba la vista debía resultar más embarazoso que el resto de las cosas que estaban pasando por su cabeza.

Mientras se despojaba de sus prendas, hice por mirar a otro lado, pero tampoco podía estar con el cuello torcido todo el tiempo. No habría sido verosímil. Así que me volví hacia ella y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano por mantenerme inmutable ante la ondulación inaudita y hasta ese instante secreta de sus púdicos pechos. Era un apuro porque ahora que la veía entera había de reconocer que Chamorro me gustaba todo lo que podía no convenirme que me gustara, pero recurrí a esas vacías fórmulas sobre el deber y las exigencias del servicio y al menos logré que no se produjera algo que me habría acarreado frente a mi subordinada un bochorno eterno.

– Como si nada -murmuré-. Anda, vamos a bañarnos.

Chamorro se puso en pie y me siguió, espiando de reojo a todos los que había por los alrededores, que como es lógico no le prestaban a ella y mucho menos a mí la menor atención. Aunque había una excepción en la que reparé por casualidad, un cuarentón bajito con barriguita, coleta y gafas reflectantes que estaba solo y se relamía sin mayor recato. Naturalmente, si hubiera sido un tipo musculoso de veinticinco años y dos metros habría buscado alguna forma de restarle importancia. Pero aquello estaba a mi alcance. Dejé que Chamorro me rebasara, con lo que de paso me sustraje a la intranquilidad de que ella fuera a mi retaguardia, y no porque me conste su fealdad, sino porque es una de las partes de mi cuerpo que yo mismo nunca he visto bien. Me fui hacia el de las gafas reflectantes y me puse en jarras, observándole de frente. Chamorro titubeó pero tenía demasiada prisa por procurarse escondite en el agua, así que prosiguió su marcha sin mí. El de las gafas reflectantes se reía al principio, pero cuando yo llevaba ya medio minuto plantado delante de él se vio en la obligación de decir algo: