– ¿Qué pasa, hombre?
– Me preguntaba si unos cristales de espejo incrustados en el ojo serán o no más perjudiciales que unos normales.
– No seas tonto, tío. A ver si te crees que todo el mundo anda pendiente de tu chica.
– No me creo nada. Pienso en los cristales. ¿Eres bizco?
– ¿Y tu puta madre?
Yo no le había faltado a él ni a su familia. Que él lo hiciera me irritó. Me acerqué, amagué un golpe en dirección a su entrepierna con la mano izquierda, para cuya innecesaria parada él movilizó como un resorte sus dos brazos, y mientras tanto le quité las gafas con la derecha. Las partí y las tiré al suelo.
– No han pasado la prueba. Compra otras.
El tipo se puso en pie.
– Oye, ¿qué te has creído?
– Que si ahora me doy media vuelta y me largo no vas a tener huevos de hacer nada.
– Te denunciaré.
– Adelante. Me llamo Bond. James Bond. Mi dirección la conocen todos -dije, mientras me alejaba.
Chamorro se había internado unos cuarenta metros en el agua, hasta llegar a una zona en la que cubría y podía hacer como que nadaba, a braza, por supuesto, que es el estilo con el que menos partes del cuerpo sobresalen. Yo nadé a crawl, para tardar menos en llegar junto a ella. Luego cambié a braza con la misma intención que mi ayudante. La mayoría de las parejas que estaban en el agua jugueteaban o se hacían arrumacos, pero estimé que no era necesario y podía resultar incluso contraproducente llevar a ese extremo nuestra simulación. Chamorro estaba mirando hacia la orilla y di en suponer que ya había empezado a trabajar:
– ¿Los has visto?
– Todavía no -repuso-. ¿Qué hacías con ese hombre?
– Romperle las gafas. Si quiere mirar, que enseñe los ojos. ¿Más tranquila?
– Aquí sí.
– Pues lamento inquietarte. Creo que el único modo de encontrarlos va a ser pasear por la playa.
– ¿Pasear?
– Sí. Como esa gente.
A todo lo largo de la orilla se veían parejas, grupitos, gente sola, que iban y venían en ambas direcciones, disfrutando del beneficio de caminar sobre la arena o sencillamente del paisaje.
– Vamos -la conminé.
Chamorro nadó tras de mí dócilmente. Con el pelo mojado se daba un aire a Veronica Lake. A mí siempre me ha turbado de un modo irracional Veronica Lake, y deploré acordarme en ese preciso instante.
Una vez en la orilla echamos a andar hacia el noroeste, es decir, hacia la otra punta de la playa. Eso implicaba que llevábamos el sol relativamente de cara y que todos los bañistas, a contraluz, aparecían barnizados de un tono caramelo oscuro que hacía bastante chocante nuestra palidez. Especialmente distinta y llamativa, frente al color uniforme de las mujeres que allí había, resultaba Chamorro, en diversos sitios que no era recomendable que me detuviera siquiera a nombrar para mis adentros. Mientras caminábamos, se me ocurrió que desde un punto de vista estrictamente práctico, es indiferente que las personas jóvenes y bien formadas usen o no bañador, mientras que las que no son tan jóvenes ni están tan bien formadas deberían prescindir de él en todo caso. Causaba una gran sensación de paz ver todos los abdómenes excesivos y fláccidos pendiendo o flotando libremente, sobre todo si se pensaba en esas carnes tiranizadas por cinturillas y tejidos elásticos que pueden verse en las playas de vestidos.
Llegamos hasta el final de la playa y volvimos, sin hallar ni rastro de los italianos. Eran casi las cinco y temí que hubieran decidido prescindir de la playa aquella tarde. Regresamos a nuestro sitio y nos tumbamos al sol. El de las gafas reflectantes, desprovisto de su defensa, me escrutó con rencor y yo le hice una higa. Entonces se levantó apresuradamente y se fue, con una sonrisa misteriosa. Por no volver a hablar de él, apuntaré ahora que cuando esa tarde, antes de marcharnos, hurgué en el bolso de playa, comprobé que mi reloj había desaparecido. Denuncié el caso a Perelló y tardaron poco más de doce horas en localizar al individuo y él poco más de doce minutos en confesar dónde había tirado el reloj. Lloriqueó algo acerca de unas gafas rotas, pero le aconsejaron que si no tenía pruebas se ahorrara poner una denuncia y que la próxima vez probara a darme una hostia en caliente. Que quién sabe, a lo mejor me podía.
Chamorro y yo nos tumbamos boca abajo, ella cruzando las piernas con bastante poca naturalidad, por aquello de los atisbos. Al cabo de un rato de sostenernos sobre los antebrazos y desde esa postura espiar lo que sucedía en la playa, sugerí que descansáramos un poco. A mí me dolían los codos y a nuestros vecinos podía empezar a molestarles nuestra vigilancia. Así que dejé caer mi cara sobre la esterilla y cerré los ojos. Relajé los músculos, aflojé la tensión mental y me adormilé. Hacía calor y el sol picaba, pero aquel abandono sobre la tierra y la desnudez tenía algo de placentero. Perdí la noción del tiempo y pronto no oí más que mi propia respiración y al fondo, como un rumor muy lejano, las voces de los bañistas y el batir de las olas.
De pronto, un chorro de agua helada en mi espalda me arrancó de mi letargo. Di un salto. Cuando estaba a punto de recordarle desabridamente a Chamorro el lado malo de la mili agrediendo la memoria de todos sus muertos, fijé la vista y vi a Andrea, que escurría su media melena mojada sobre mí. A decir verdad, lo primero que vi de ella y por orden sucesivo fueron partes de su cuerpo que no me habían sido presentadas antes. En cualquier caso, si por ahí no la podía reconocer, el hecho de que tal visión se me ofreciera, con el grado de inminencia con que se me ofreció, me inducía por sí solo a aguardar antes de formular una queja.
– Qué sorpresa encontrarte -celebró, divertida.
– Tú lo dudabas. Yo no -me rehice sobre la marcha.
– Y has traído a María. Hola, María.
Chamorro se había erguido y soportaba a duras penas la atención que Enzo, que acababa de aparecer y la saludaba con la mano, consagraba de paso a su trasero. Por cierto que Chamorro tenía un trasero más bien respingón, ciertamente provocativo, aunque dudo que mi subordinada excusara por tal razón el interés del italiano.
– ¿Cómo estás? -se las arregló para responder a Andrea.
– Sobre eso dejo que opinen los demás -replicó Andrea-. En mi trabajo siempre estoy rodeada de mujeres espectaculares, así como tú. De manera que he decidido no obsesionarme. ¿Qué opinas tú, Luigi?
Acepté su doble sentido:
– Opino que estás bien.
– Ya te dije que este chico me había gustado mucho, Enzo. ¿Sabes, Luigi? Enzo creía que no ibas a venir a verme. Yo le he dicho que o no conocía nada a los hombres o Luigi no se conformaba con quedarse a medias. ¿Tengo o no tengo razón?
La verdad es que sin estar borracho, el tipo de juego al que Andrea me invitaba me resultaba un tanto más laborioso y bastante menos ameno. Pero no podía aflojar.
– A cualquiera le sería muy difícil dejarte a ti a medias.
– ¿Oyes, Enzo? Es un amor. ¿Todavía no os habéis bañado?
– Sí -se aprestó a informarle Chamorro.
– Pues venga, bañaos otra vez.
– A mí no me apetece todavía -se resistió mi ayudante.
– Bueno, seguro que a Luigi sí. Vamos, y dejamos a Enzo y María para que hablen de sus cosas.
Sabía que le estaba haciendo una canallada a Chamorro, pero el servicio es el servicio. Me levanté y cogí la mano que Andrea me tendía.
– Estás como la leche juzgó al verme en mi humilde y completa desnudez.
– Es el primer día que vengo a la playa. Seguro que tú llevas más de diez.
Andrea estaba intensamente bronceada y lo exhibía con orgullo. Al contrario que Chamorro o yo, más o menos encogidos por nuestra falta de costumbre, ella caminaba con el busto alzado y las caderas sueltas. Con ello también compensaba su medianamente corta estatura. Tiró de mí y me obligó a corretear hasta la orilla, acción durante la que me sentí todo lo grotesco que uno pueda llegar a sentirse en el lapso de quince segundos, los que tardamos en alcanzar el agua y su abrigo.
Nadamos mar adentro. Por un instante me aterró la posibilidad de que sus habilidades anfibias fueran tan sobrehumanas como todos pintaban las de Eva Heydrich. Por fortuna se contentó con nadar unos ochenta metros y regresar en seguida a la zona donde hacíamos pie.
– ¿Sabes lo que me chifla del mar? -gritó, mientras dejaba que el agua le estirara los cabellos.
– No.
– Que no lo puedes acabar nunca.
– No creas. Es redondo, como todo.
– No seas estúpido. Para verlo redondo hay que usar una máquina. A mí no me interesan las cosas para las que necesitas una máquina. Digo así, desnudo y sólo con tus fuerzas.
– Así puesto, no puedes acabarlo, claro.
Andrea hizo una pausa para bucear y dar tres o cuatro volteretas. Tanto dinamismo me abrumaba. Las personas dinámicas, con su conducta, me afean mi pasividad, y es en mi pasividad donde creo haber logrado las pocas cosas por las que me tengo algún respeto.
– Luigi -cambió de asunto a renglón seguido de la última voltereta-. Me parece que a María no le caigo bien.