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Repetí para ella lo que Andrea me había dicho y le participé una parte, que pretendí inteligible, de mis impresiones al respecto. No omití, ni en lo que a ella afectaba, las consideraciones de la italiana sobre el encanto de las mujeres altas y fuertes.

– En todo esto hay algo asqueroso -opinó Chamorro.

– Yo no sé si sería tan drástico.

– A ti no se te ha restregado Enzo por la espalda, como a mí Andrea.

– Es cierto. Y mentiría si dijera que eso me habría gustado. Pero siempre pensé que las mujeres eran más comprensivas con estas cosas.

– Yo no soy nada comprensiva, con estas cosas.

– Ya veo.

Chamorro quedó en silencio. Al cabo de medio minuto, volvió a hablar, con más precaución y más despacio:

– Mi sargento, debe prometerme algo.

– Debe ser algo gordo, cuando me restituyes el tratamiento.

– No contará a nadie nada de lo que ha pasado esta tarde.

Rehuía mi mirada y se sonrojaba por momentos. Nunca pude llegar a pensar que entre Chamorro y yo fuera posible una camaradería estrecha o una confianza absoluta, porque éramos muy diferentes, porque para alguien como ella resultaba muy difícil relajarse ante mí y porque para un hombre poco moderno y algo burdo como yo soy resulta más que complicado mantener una relación sosegada con una mujer demasiado atractiva. Sobre todo desde que la había visto en aquella playa de la forma en que la había visto. Pero en ese momento, en el que reclamaba, casi exigía, que aquel secreto para ella doloroso fuera guardado con celo, la sentí próxima como jamás antes la había sentido. No me costó complacerla:

– Te lo prometo. Ni aunque me lo mandara un juez y me amenazara con la cárcel.

Chamorro giró la cabeza y dejó que nuestras miradas se cruzasen.

– Gracias, mi sargento. Por la promesa y por lo demás. Ya que ha habido que hacerlo, me alegro de que haya sido con usted.

No quise darle vueltas a lo último para no correr el riesgo de malinterpretarlo. Así que traté de apartar su atención y la mía del particular:

– Olvídalo, Chamorro. Déjate de mi sargento y vamos a asegurarnos de que tenemos claro lo que vamos a hacer esta noche.

Aproximadamente a las once y media, después de la ducha, la cena y un exhaustivo repaso del plan y de las piezas que empezaban a amontonarse sobre la mesa, dejé a Chamorro en la puerta de Ardent.

– Voy a aparcar el coche donde no se vea mucho. Estaré por aquí, hacia la parte de atrás. De vez en cuando me asomaré. Suerte y tranquila. Sólo es un macarra de pueblo y le llevas la ventaja de que él no sabe quién eres tú.

Pese a este comentario despreciativo sobre Lucas, improvisado para animar a Chamorro, intuía que no convenía que me dejara ver más de lo imprescindible en el interior de la discoteca. Por mucha oscuridad que reinara allí dentro, me daba que Lucas era uno de esos sujetos a los que no se les escapa nada o casi nada de lo que se mueve a su alrededor. Si era verdad que había sido soldado y había peleado en una guerra, era pronto para que hubiera perdido la costumbre de estar en todo momento pendiente de quién hay detrás, delante y a ambos lados, cerca o en la distancia.

Mientras Chamorro se internaba en el local, yo fui a dejar el coche. Dentro de él cumplí la primera media hora de espera, sin que se produjera ningún acontecimiento reseñable. Después hice mi primera incursión, en la que constaté que mi ayudante estaba en la zona de la pista más próxima a Lucas. Ella bailaba y Lucas le hacía señas a las que ella respondía cada tanto. Todo muy pacífico. Fui a apostarme al sitio convenido y allí me dispuse a morderme las uñas durante otro tiempo prudencial.

Era la hora de mayor afluencia. La hora a la que se mezclaban los últimos adolescentes, los que ya conseguían arrancar de sus progenitores, al menos durante el veraneo, licencia para traspasar la medianoche, con los primeros trasnochadores libres y adultos. En otro sitio la coexistencia de ambas comunidades, por selección espontánea y quizá también por higiene social, habría sido impensable. Pero Ardent era la única discoteca de la urbanización, café solo para todos. Así los casanovas preseniles, metiendo adiposidades con furia, inconscientes aún de su ya exigua erogenia, podían hacerse ilusiones con las muchachitas, que los toleraban sólo en el raro y desventurado caso de que poseyeran un deportivo o una moto muchísimo mejores que los de algún joven disponible.

Entre el ir y venir de gente, localicé inesperadamente una cara conocida: la de la mujer escuálida pero abultada de busto que trabajaba en el restaurante; la misma que nos había relatado un accidentado encuentro con Eva, ocurrido la misma noche en que a la austríaca la habían echado de Factory La mujer no entró por la puerta principal, sino por una de servicio practicada en un lateral del edificio. Logré que no me viera. Me intrigaba lo que pudiera hacer allí no sólo por el detalle de su anormal procedimiento de acceso, sino por la prisa sigilosa con que se movía y sus ropas de trabajo y no de baile. Cualquiera que fuera el propósito que la llevaba allí, no era algo que pudiera explicar de forma satisfactoria a cualquiera que la interrogara.

Cuando ella hubo desaparecido, me quedé durante un rato repasando lo que recordaba de lo que me había dicho días atrás. Entre sus palabras se había deslizado algo anómalo, algo que yo había dejado pasar sin meditar lo suficiente. Esta sensación la tenía con bastante intensidad, pero era incapaz de precisar la causa exacta de mi extrañeza. Hice esfuerzos por localizarla entre la propia madeja del recuerdo y no tuve ningún éxito. Hasta que lo intenté por un procedimiento diferente. ¿Qué podía llevarla allí? Estábamos espiando a Lucas y lo primero en lo que se detuvo mi mente fue él. Entonces se hizo la luz. La cosa anómala era que aquella mujer había descrito la conducta de Eva ofreciéndole dinero como lo que se habría hecho con una negra del Chad. Si hubiera dicho una negra del Congo no habría tenido nada de raro. Era una referencia común para ese comentario racista, lo mismo que Guinea o Zambia o Gabón. Lo raro era hablar de un país como el Chad, que en primer lugar no es tan representativo del África negra y en segundo lugar resulta, por lo general, poco familiar para los españoles. Salvo para aquellos, como Lucas, que hubieran servido en la Legión Francesa en África. Dependiendo de la época, Chad podía ser para él mucho más que un nombre: podía haber combatido allí. La pista era sutil, pero sugería poderosamente la posibilidad de una conexión entre ambos. Y lo notable era que la mujer había dicho tener un marido que trabajaba en Factory, no en Ardent. Veinte minutos después de haber entrado, la mujer escuálida salió por el mismo sitio, con bastante menos prevención y un malhumor violento. Algunas horas después, cuando pude recibir el informe de Chamorro, supe que en esos veinte minutos había sucedido algo de lo que mi ayudante había sido parcialmente testigo y que confería una inopinada y sospechosa verosimilitud a la pista chadiana.

A medida que fue avanzando la noche, pude ir advirtiendo en mis ojeadas periódicas que la intimidad entre Chamorro y Lucas iba creciendo. Las dos últimas veces, ella ya estaba con él en la cabina de pinchadiscos, seleccionando la música y compartiendo su bebida. Me despistaban el gesto cálido del ex legionario y su apostura, para nada ruda o acanallada. Era un sujeto de fina y precisa elegancia, ya fuera natural o resultado de alguna instrucción sin duda ajena a la recibida en el cuerpo mercenario. Chamorro, por su parte, se mostraba bastante más suelta que la noche precedente. Quizá caprichosamente, imaginé que la tarde en la playa y el ejemplo exagerado de Andrea habían obrado al menos ese efecto beneficioso.

Abandonaron la discoteca a la una y media, es decir, una hora antes de su cierre. Eso me inquietó, aunque había una razonable probabilidad de que no tuviera importancia, porque Lucas dispusiera de algún sustituto al que pudiera dejar a cargo de su cabina sin mayores dificultades. Subieron al vehículo del pinchadiscos, un cupé japonés negro, bastante viejo y sucio del polvo de los caminos de la isla. Les dejé la oportuna ventaja y seguí la pareja de luces rojas en medio de la noche. Al principio, Lucas tomó algunos atajos que me hicieron temer que no se dirigieran a un lugar habitado y me obligaron a dejar entre ambos un trecho tan grande que a cada momento me arriesgaba a perderle. Finalmente, se comprobó que el ex legionario sólo se aprovechaba de su conocimiento de la comarca para acortar el trayecto. Llegamos al puerto deportivo. Allí entraron en una cervecería no muy grande. Aparqué y me aproximé con discreción. En la cervecería sonaba música tradicional alemana. Una elección hasta cierto punto peculiar, aunque bastante terapéutica después de una larga sesión de ritmos sintéticos. Me asomé y los vi sentados al fondo del local, conversando apaciblemente tras dos jarras de medio litro.

Allí estuvieron cerca de una hora. A la salida Lucas hizo alguna propuesta y entonces Chamorro rehusó, conforme a lo previsto. La insistencia del hombre fue breve y cortés. Tras comprender que la negativa era firme, siguió a Chamorro hasta el coche y le abrió la puerta, sin despojarse de su quieta y limpia sonrisa.